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Los varios Federicos

El verano es, para la lectura, un tiempo encalmado. Permite distanciarse de la urgencia de las novedades y sumergirse en esas obras largas que se desea revisitar de nuevo sin que el día a día lo facilite. Recuerdo un placentero agosto a pie de playa en la costa malagueña pertrechado con los Episodios nacionales de Pérez Galdós. Un placer inmenso dejarse arrastrar por ese vértigo de aventuras sin la menor prisa, solo interrumpido por el rato para el almuerzo en una casa de comidas popular. De entrante, el tabernero nos ofrecía unos inolvidables chanquetes cogidos la noche anterior. Algún día, los peces clandestinos ya en la mesa, el mesonero nos arrebataba el plato. Al poco, pasaba un coche de la policía. Y otro poco después retornaba a la mesa. Este año decidí volver en la calorina agosteña a un autor ya frecuentado, leído y releído, comentado a los estudiantes en clase, a Federico García Lorca.

"La esmerada y grata edición en la Biblioteca Castro, modelo de exigencia editorial sin ostentaciones, añade un último estímulo a la relectura de Lorca"

El gran Lorca siempre es una tentación. Y no porque su vil asesinato en 1936 lo haya convertido en el escritor nuestro de mayor proyección internacional. Encarna como nadie esa aventura que exige al artista inspiración y trabajo para, tras tanteos y limitaciones, descubrir la voz personal y alcanzar la cima de la expresión. Lograda ésta a una edad todavía joven, se añade la irresoluble incógnita de qué horizontes habría alcanzado si un crimen no hubiera cercenado el porvenir. Pero la tentación suele requerir un incentivo especial porque Lorca está al alcance de las manos. Atrás los tiempos en que la familia ponía trabas arbitrarias a la publicación de sus obras, hoy se encuentran mil ediciones sueltas, tanto con el puro texto como acompañadas de esmerados estudios, necesarios en varios títulos para penetrar con rigor en el granadino. Tampoco faltan los libros que agavillan sus textos. Ya en 1938 Guillermo de Torre recogió, en Buenos Aires, en seis tomos de cuidadosa presentación material unas Obras completas. Y varias veces más se han reunido las “completas” lorquianas desde la posguerra. El acicate viene ahora de la mano de una nueva recopilación de los escritos del granadino con la garantía de su recolector, uno de los más fiables conocedores del escritor, Andrés Soria Olmedo. La esmerada y grata edición en la Biblioteca Castro, modelo de exigencia editorial sin ostentaciones, añade un último estímulo a la relectura de Lorca.

Estas nuevas “completas” de García Lorca se distribuyen en dos tomos. El primero agrupa poesía y prosa. El próximo, aún pendiente de publicación, contendrá el teatro. El profesor Soria Olmedo abre el volumen con un centenar de páginas introductorias. No es Lorca autor para entrar en él con mirada cándida, más cuando todavía funciona en el ciudadano común la falsa imagen del autor popular, del creador de un romancero al alcance de cualquiera con una imaginería folclorista; ya se sabe, gitanos y guardias civiles. También requiere conocer las andanzas textuales y editoriales de sus libros, harto complejas y todavía objeto de debate entre los especialistas. Soria Olmedo desmenuza todos estos asuntos con rigor académico, reniega de algún tópico y, antes de nada, inserta al escritor en el rico panorama de las letras de su tiempo, aquella revolucionaria Edad de Plata que puso a nuestro país en la órbita de la modernidad. Un tiempo de cambios y mudanzas al que Lorca aportó su impronta, con fervor innovador pero también con firmes raíces en la tradición. Razonar este papel pide rescatar la trayectoria vital del escritor, contar su peripecia personal y artística, imbricar arte y vida, como hace el prologuista con toda solvencia académica. Solo le habría agradecido al prologuista —tan buen conocedor del Lorca entero— que hubiese ampliado la peripecia externa del escritor con un mayor detalle acerca del Lorca íntimo.

Releída en la paz agosteña, la escueta prosa lorquiana, la del tempranero Impresiones y paisajes (1918), no produce gran impresión. Quién sabe, pero Lorca no habría ido muy lejos por ahí. Le falta garra, carece de instinto narrador, le sobra convencionalismo en la observación y rutina en la descripción. Reflejará una nueva sensibilidad hacia la naturaleza, pero solo es una explicación histórico-cultural. Otra cosa son las conferencias, que el autor trabajaba en serio, escribía y no improvisaba, y donde adornaba el rigor de la exposición con el recurso de una simpática captatio benevolentiae. Tienen enjundia. Alguna constituye inmejorable aportación al entendimiento de sus libros, una guía del todo aconsejable para penetrar, por ejemplo, en el fondo de Poeta en Nueva York. La bien conocida “Juego y teoría del duende” supone un magnífico ejercicio de reflexión estética. Y la “lección” sobre la imagen en Góngora explica mejor que nada el sustento mental del enloquecido metaforismo que arrasó en nuestras letras, con el escándalo de alguna gente juiciosa, como Manuel Azaña. No es Góngora oscuro para Lorca. Al revés, “peca de luminoso”. Tan luminoso, podríamos alegar, que el discípulo resultó más bien timorato al seguirle. En cualquier caso, su oscuridad es de muy otro tipo que la del Príncipe de las tinieblas.

"Con Primer romancero gitano el poeta granadino logró un éxito enorme y también sufrió una visión muy parcial de su marca literaria"

La lectura seguida de la poesía lorquiana revela desde la primera recopilación de versos juveniles, Libro de poemas, en 1921, la entrega a esa “ambición sin medida” que confiesa en las palabras preliminares a esta obra, esfuerzo que le llevará a depurar materiales pegadizos biográficos y artísticos con exigencia. Esa obra personal irá saliendo en nuevas entregas que pasan por el cedazo diversas influencias, el modernismo, la poesía pura, el ya circulante vanguardismo, el popularismo y resonancias formales varias, hasta llegar al Primer romancero gitano, del año siguiente al famoso manifiesto gongorino en Sevilla en el que Lorca participó. Con él el poeta granadino logró un éxito enorme y también sufrió una visión muy parcial de su marca literaria, pues, como él mismo explicará, lo gitano solo ocupa un trecho inicial del poemario y éste, en conjunto, consiste en un “retablo de Andalucía” que acoge múltiples figuras en sus cartelas. Magnífico el atrevimiento de convertir en poesía experimental, como señala Soria Olmedo, la más nuestra de nuestras estrofas, el romance. Y plenitud de acierto al colorear una estampa popular variopinta —con arcángeles, brisa judía y romana, crímenes y una nota vulgar, enumera el propio autor— con sorprendentes imágenes. De esa intuición poética salió un poema tan redondo como el “Romance sonámbulo”, preñado de encantador misterio que subsiste a pesar de su enorme popularidad (famosísimos primeros versos: “Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verdes ramas”).

Otros textos, algunos no dados a conocer en España hasta mucho más tarde, van fraguando una poesía creativa, intelectual y emocional. La docena de íntimos, extraños y doloridos Sonetos del amor oscuro, tan oscuros ellos en su sentido último como sugestivos por el reverbero de la pasión que muestran y por el desgarro supremo que comunican. En “El poeta pide a su amor que le escriba”, después de confesarle al anónimo destinatario “que si vivo sin mí quiero perderte”, remata su súplica con esta desazón irreparable de linaje místico: “Llena, pues, de palabras mi locura / o déjame vivir en mi serena / noche del alma para siempre oscura”. Y el prodigioso Llanto por su amigo el torero Ignacio Sánchez Mejías, donde el cálculo formal y el artificio abusivos, en principio, y el arrebato poco literario logran una elegía de conmovedora emotividad.

"De los varios Federicos no fue este el último pero sí el mejor, el que puso nuestra lírica en la órbita de la gran poesía universal"

“Muchos Federicos hay en Federico”, escribe con razón el excelente periodista cultural, y escritor de varios géneros, Guillermo Busutil en La cultura, querido Robinson (merece la pena, por cierto, leer con atención este ejemplar libro recién salido de las prensas, celebración de las letras y del humanismo). Entre esos Federicos se encuentra el mejor, el de Poeta en Nueva York. Haciendo sus particulares américas —mucho entretenimiento y escaso provecho— andaba García Lorca cuando se produjo el crack de la bolsa neoyorquina. Sus tremendas consecuencias económicas y sociales no podían dejar de afectar al señorito andaluz que era el granadino (detestó al pueblerino Miguel Hernández por calzar rústicas alpargatas). Tampoco ser indiferente a la música negra de Harlem, al jazz que compartía con el cante jondo de su tierra una parecida llamada a raíces ancestrales. Pobreza, desesperanza, vida insoportable e injusticia percibe en la gran metrópoli, meca de la modernidad. Reacciona frente a tanto dolor, ante el sufrimiento de los marginados, que es lo que de verdad le importa, no los suicidios de los ricos, como él mismo se preocupa de advertir. Y de ahí sale la torrencialidad visionaria de su poemario. Hay impresiones que no se pueden expresar con la fotografía de unos sucesos. Les va mejor ese turbión de imágenes, presentimientos, alucinaciones, mezclas. La denuncia adquiere la dimensión de retrato cabal, testimonial y a la vez premonitorio de un mundo deshumanizado.

De los varios Federicos no fue este el último pero sí el mejor, el que puso nuestra lírica en la órbita de la gran poesía universal. El odio lo ajustició en plena madurez. El fanatismo no le permitió cumplir los cuarenta años. ¿Qué habría dado de sí aquel torrente de creatividad? El compromiso del escritor con lo radical humano, existencial y social, la musicalidad de sus poemas, su potente imaginería y la reflexión estética que subyace en la escritura permiten sospecharlo.

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Autor: Federico García Lorca. Título: Obras completas, I (Prosa y poesía). Editorial: Biblioteca Castro. Venta: Amazon

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