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Los vecinos

A continuación, reproducimos la tercera entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.

Mientras me afano entre los tomates y pimientos de mi huerta veo aparecer por el camino cercano el inconfundible Renault 18 GTL amarillo de mi vecino Diego, que al llegar a la altura de mi portal toca el claxon esperando que le devuelva el saludo. Adopto postura erguida, despliego una gran sonrisa y ondeo la mano en su dirección como lo haría la mismísima reina Isabel II. El ritual se repite todas las veces que sube y baja la pista camino de su taller. Incluso a veces, cuando intuye que estoy sola en la casita porque no ve el coche de mi pareja y ya está anocheciendo, detiene el coche un momento hasta que aparezco para saludar y así confirma que no hay ningún problema. Que todo está bien.

Diego fue el primer vecino al que conocí cuando llegué a la aldea; nada extraño si se tiene en cuenta que es el habitante más cercano y cuya casa está al final de la estrecha carretera que une su casa con la nuestra. Lo cierto es que he vivido en muchos lugares de la geografía de este país, pero siempre en ciudades y en edificios. Ignoraba por completo lo que significa vivir en un pueblo; los códigos cambian.

Sabía que encontrarse con alguien por la carretera (aquí carecemos de aceras) y no saludar, por mucho que no tengas ni idea de quién es la persona que tienes delante, sólo demuestra que no tienes educación. No tenía tan claro que la misma norma se aplica cuando circulas en coche: también es conveniente pararse y saludar, especialmente si ya has visto a la persona en cuestión unas cuantas veces. Y con el saludo, interesarse de verdad por cómo está o por las últimas novedades.

"Nunca he tenido problemas para relacionarme con la gente, aunque siempre he disfrutado bastante de mi soledad. Eso sí, después de la pandemia, algo cambió"

Después de años perfeccionando el noble arte de fingir estar absorbida por la pantalla del móvil —todo para evitar cruzar miradas incómodas en el ascensor del trabajo o soltar un tímido “hola” a los desconocidos que veía día sí, día también en el edificio donde vivía— lo que vino después fue un auténtico choque cultural. Resulta que hablar con otras personas… no era tan terrible. Ya me imagino lo que estarán pensando: “Menuda iluminada, otra que necesita que le expliquen que el sol blanquea la ropa y que el agua moja”.

Nunca he tenido problemas para relacionarme con la gente, aunque siempre he disfrutado bastante de mi soledad. Eso sí, después de la pandemia, algo cambió. Si ya antes me incomodaban las multitudes y el ruido, ahora me parecen directamente una tortura. En estos últimos años todo me resulta más estridente, más frenético, más agotador. En el fondo sé que mi pareja tenía cierto miedo de que, al mudarnos a este rincón perdido, acabara convertida en la loca de los gatos… o en una versión femenina del Unabomber (sin explosivos, pero con muchas cartas indignadas al ayuntamiento).

"Lo que no se esperaba es que fuera precisamente aquí donde empezara a abrirme de nuevo a la gente"

Lo que no se esperaba es que fuera precisamente aquí donde empezara a abrirme de nuevo a la gente. Que dejara de mirar pantallas y redes sociales para ponerme a charlar —sí, charlar— con los vecinos. Y lo más sorprendente: sin sentir que estaba perdiendo el tiempo. Porque eso es lo que más me gusta de este lugar. Aquí el tiempo no se escapa a borbotones como el agua hirviendo, sino que discurre lentamente, al ritmo al que se supone que debe ir la vida.

Así que ahora cuando estoy sola en mi casa de la aldea perdida, en realidad no lo estoy porque sé que antes o después aparecerá por el camino el coche amarillo de Diego y que nos pararemos a hablar un buen rato de cualquier cosa. O quizás sean Rosa y sus amigas las que se asomen al caer la tarde en sus paseos vespertinos acompañadas por sus perros, que con mucha paciencia responderán mis preguntas acerca de cuándo es la época correcta para plantar los ajos, si las cebollas hay que regarlas poco o mucho, si debo usar un tipo u otro de tela metálica para evitar que entren los jabalíes y se lo coman todo, o si son mejores los tomates negros o los azules para las ensaladas.

"Se mantienen activas en sus huertas, más ágiles de lo que nunca será ningún gymbro de ciudad"

También me traerán noticias de los nuevos vecinos, hace tiempo que nosotros dejamos de ser la novedad. Más recientemente llegaron otras dos familias procedentes de Toledo y de los Pirineos, que además han traído niños. Las escucharé hablar de los niños como quien habla de un tesoro incalculable, que es lo que de verdad son para los pueblos. No se cansan de preguntarles si no les aburre vivir en la aldea; en realidad lo que no les cansa es escuchar su respuesta. Los niños siempre contestan que les gusta correr por todas partes detrás de su perro, descubrir cada día un pájaro o un animal, vivir una nueva aventura. Y ellas se maravillarán de que alguien quiera vivir aquí, que no se vuelvan por donde han venido al poco tiempo. Entonces me hablarán de la necesidad de poner un “wifi” que funcione de verdad, entre otras muchas cosas, para que los que estamos podamos trabajar.

Yo no me canso de oírlas hablar, de esto o de cuando eran jóvenes. La mayoría está ya más cerca de los ochenta que de los setenta, pero siguen siendo personas trabajadoras. Se mantienen activas en sus huertas, más ágiles de lo que nunca será ningún gymbro de ciudad. Ilusionadas al ver que esta tierra, que creían condenada a vaciarse y desaparecer para siempre, quizá no esté tan perdida como pensaban. Mi aldea es un batiburrillo de gente procedente de los cuatro confines del planeta: Rusia, Ucrania, Portugal, Brasil, y del norte al sur de España. No llegamos a los treinta vecinos y en ella se concentran casi tantos idiomas como en la ONU, pero nadie tiene problemas para pararse a hablar con los demás sin necesidad de intérpretes. Supongo que en esta vida todo es cuestión de tener ganas o de no tenerlas. Lástima que en tantas ocasiones por muchas ganas que se tengan todo sean trabas para que las cosas no lleguen a buen puerto.

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Entregas anteriores:

La Casita, mi casa

El fuego

Próximas entregas:

El agua, la piscinita y la madre que los parió

No hay turista para tanta cultura

La Tormenta

No son molinos, amigo Sancho, que son gigantes

De tejones, infancias y pies rotos

El robot Manolo

Las gallinas, la duquesa y el pintor

Mujeres, rural y soledad

Los jabalíes, el pulpo y las velutinas

Mi gato

Verbenas por encima de nuestras posibilidades

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