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Madrid

Madrid es un estado de ánimo en el que las alegrías se filtran por las alcantarillas de cada acera en cada barrio confinado por la indigencia intelectual de unos gobernantes que están convencidos de que lo público es algo susceptible de ser privatizado, tras un periodo de saqueo y deterioro, con el objetivo de convencer a la población de que no funciona.

Madrid es la metrópoli que lleva siglos acogiendo a gente que no tuvieron sitio en su lugar de origen. Gente como Fatou, senegalesa, violada sistemáticamente varias veces en las fronteras de Mauritania, República Saharaui y Marruecos en su intento de llegar al Mediterráneo para embarcarse en una patera y acercarse al sueño europeo. Gente como Svetlana, moldava, que creyó conseguir su sueño al encontrar trabajo en un restaurante italiano de Alemania hasta que el dueño, que la miraba cada día lascivamente, decidió violarla y amenazarla con que si se iba de la lengua la denunciaba a la Policía porque era una «simpapeles de mierda», así la llamó. Este fue parte del precio que pagaron por llegar a España, ambas con bebés no deseados en sus brazos. Fatou con un poco más de suerte que Svetlana, ya que a través de una oenegé entró a vivir en una residencia hasta que la encontraron trabajo en una casa de Núñez de Balboa. La moldava acabó en un club de carretera de Castilla La Mancha cuyo dueño descerebrado se olvidó de untar a unos guardias civiles corruptos que hacían la vista gorda con aquel tinglado siniestro. Fue liberada y llevada a una residencia, en Usera, en donde conoció a Fatou.

"La Yeni ya no trabaja porque no puede trabajar, pero el piso de sesenta metros cuadrados es lo que la mantiene, ya que le ha alquilado una habitación a Svetlana y otra a Fatou"

Madrid es la jodida metrópoli que acoge a los inmigrantes de tercera generación nacionales, los nietos de aquellos héroes sin nombre que vinieron en trenes atestados con cestas que contenían gallinas y un queso para encontrar en Madrid lo que les negaban en sus pueblos de origen porque eran hijos de republicanos represaliados en la Guerra Civil o sencillamente hijos de pobres y analfabetos. Gente como la Yeni, hija única, a la que la vida vapuleó como un toro embravecido, dándole cornadas hasta en el carné de identidad, y que creyó encontrar en el alcohol y las drogas aquella puerta de escape que la llevaba a ninguna parte. Ahora está enganchada a la heroína porque se ha puesto más barata que la coca. Además, que la coca ya no le sienta bien y con el caballo por lo menos se duerme y se distrae alucinando con metáforas de esas yonquis que se desvanecen nada más pasarse los efectos del narcótico, cada vez antes, hay que joderse. La Yeni ya no trabaja porque no puede trabajar, pero el piso de sesenta metros cuadrados es lo que la mantiene, ya que le ha alquilado una habitación a Svetlana y otra a Fatou. Ella duerme en el sofá, o en la calle, si se desvanece por un mal pico o se enrolla por ahí con lo que sea, desde luego nada bueno, aunque cada vez menos, por los niños. Picos programados, ni un puto chute a deshoras, no vaya a ser que… Ella lo intenta, aunque el yonqui sensato no existe.

Las tres mujeres ya estaban mal antes de la pandemia. Estaban tan mal que lo de este virus que nadie sabe de dónde ha salido les parece un anuncio malo de perfume barato, pero les afecta. Les afecta porque la heroína ha subido, porque los sueldos han bajado y porque sus circunstancias personales no las permiten enfermar. Ahora el caballo te lo traen hasta la puerta gañanes en patinetes eléctricos, aunque la Yeni preferiría salir a la calle a por el jaco y que no le cobraran tanto. Les afecta porque en la primera oleada, a Fatou, los señores le dijeron que no volviera hasta ver qué pasaba. Más tarde la readmitieron, como antes, sin contrato, pero le pagan menos por el riesgo que deben de asumir al dejarla trabajar en casa. «Riesgo Covid», le dijeron. Y ella acepta, claro. Como también acepta Svetlana estar más tiempo en el bar en el que lleva trabajando ya dos años. Trabajar más, sí, pero por menos dinero porque según el dueño «los ingresos después de la pandemia no son los mismos y hay que arrimar el hombro». El hombre le echa miradas libidinosas desde el principio, pero al menos se conforma con eso, con mirarla, probablemente será impotente, y para Svetlana eso es una bendición después del restaurante de Alemania y el puticlub.

"El alquiler y el cuidado de los críos le aseguran gran parte de los chutes, pagar la luz y el agua"

La Yeni es la encargada de llevar a los críos, incluido el suyo, fruto de un polvo en uno de esos pedos de caballo de dos días, a la guardería, y de recogerlos y llevarlos a una asociación sin ánimo de lucro en donde dan de comer a una buena parte de las criaturas de los más desfavorecidos de Usera. La Yeni, con menos espíritu maternal que una hormigonera, pero con la suficiente lucidez como para chutarse mientras los críos están en la guardería. Llevarlos y recogerlos, llevarlos a comer, recoger bolsas del banco de alimentos y después a casa, y los niños a su corralito con juguetes hasta que vengan la moldava y la senegalesa y a partir de ahí libre. El alquiler y el cuidado de los críos le aseguran gran parte de los chutes, pagar la luz y el agua. El resto del dinero ya se lo saca ella por allí haciendo servicios a taxistas viciosos o haciendo estriptis en fiestas de cumpleaños de pijos sin sesera y sin escrúpulos.

La segunda oleada les ha cogido por sorpresa. La segunda oleada les va a traer más problemas de los que ya tienen, aunque ellas todavía no lo saben. Se avecina un horizonte de confinamientos selectivos severos, de policías multando a hombres y mujeres que intentan cruzar las fronteras de los distritos para ganarse unos duros en trabajos sin contrato. La segunda oleada es la gran coartada de unos políticos que finalmente pueden hacer y deshacer bajo la patente de corso del virus, disfrazando sus órdenes de medidas, eliminando pobres e indigentes molestos y creando su Madrid limpio de indeseables, de muertos de hambre, de desgraciados que se llevan el dinero público en subvenciones y ayudas, pero que, sin embargo, son necesarios, solo unos pocos, para limpiarles su mierda, conducir sus coches o llevarles la comida a sus casas. Eso sí, con mascarillas, no vaya a ser… Eso sí, con uniformes, limpitos, no vaya a ser… Eso sí, a poder ser, pobres que hayan estudiado y tengan una mínima educación, que pasen el nivel de zarrapastroso, no vaya a ser…

Hay cierres perimetrales que reducen los índices de contagios junto a los confinamientos selectivos. Madrid, sin embargo, es un milagro porque apenas aplica medidas y provoca una inmigración temporal de otro tipo que se consolida en la tercera oleada: turistas guiris que no se cortan en declarar ante las cámaras que Madrid es la capital Covid, turistas guiris que vienen en vuelos baratos a fiestas ilegales a beber y a drogarse y que se descuelgan por ventanas o se esconden bajo colchones sucios de sexo furtivo y sin protección cuando la Policía llama a la puerta.

"Pablo se muere de frío cada madrugada en la Glorieta Elíptica junto a otros cientos de inmigrantes que esperan a las furgonetas siniestras que ofrecen cada día trabajos basura por horas a simpapeles"

Madrid es el ejemplo de lo que no se debe hacer, con listas milagro de nuevos contagios y nuevas muertes. Madrid es la nueva Babilonia en donde el desastre se viste de dignidad y la muerte pasea en carrozas revestidas de silencio, sobre una alfombra tejida de almas muertas. Madrid sostiene sobre su eterna memoria toneladas de historias tristes. Madrid conserva menos dignidad que el borracho que se puede intuir en cada bar triste de cada ciudad muerta. Madrid padece una metástasis que emponzoña el aire de pensamientos clónicos y absurdos. Tan absurdos que ya todo el mundo cree que constituyen la nueva normalidad.

Pablo se muere de frío cada madrugada en la Glorieta Elíptica junto a otros cientos de inmigrantes que esperan a las furgonetas siniestras que ofrecen cada día trabajos basura por horas a simpapeles. Son trabajos de un día o tres a lo sumo y que van desde pintar pisos a cavar zanjas, desde echar jornadas maratonianas en fábricas clandestinas montadas en naves abandonadas hasta trabajos de jardinería en chalés de nuevos ricos. Trabajos por los que no se pagan más de tres o cuatro euros (con suerte) la hora. Pablo es un negro colombiano que huyó de su país escapando del Gobierno, que le acusaba de colaborar con las FARC, y huyendo de las FARC, que le acusaba de colaborar con el Gobierno y escapando de los narcos, que le acusaban de colaborar con las FARC y el Gobierno. A veces, los trabajos consisten en dar palizas o quemar propiedades. Estos se pagan mejor, pero Pablo no quiere meterse en líos.

Una noche, la Policía llama repetidas veces al timbre del piso de la Yeni. Es Fatou la primera que llega hasta la puerta. Svetlana se asoma desde la habitación. La Yeni no está en el sofá. Hay dos policías nacionales tras la puerta que observan con expresión cansina a la senegalesa primero y después a la moldava. Preguntan que si pueden pasar y les piden su documentación. Afortunadamente las dos tienen regularizada su situación en España. Aun así, los policías las miran con desconfianza y les preguntan que si viven ahí. Las mujeres les describen la situación. Los policías les dicen que la Yeni está muerta y que los tienen que acompañar a comisaría para declarar.

Pablo, que conoció a Svetlana hace unos meses y desde entonces sale con ella, las espera en la puerta de la comisaría. Han entrado con tres niños y salen con dos porque al hijo de la Yeni se lo han llevado los de asuntos sociales. Ya no lo volverán a ver.

"Madrid, una vez más convierte en morgue sus calles e ignora que entre los sintecho el índice de contagios al compartir botellas y utensilios se multiplica"

Pablo y Sergei, un refugiado político ucraniano que sale con Fatou desde hace unas semanas, esperan muertos de frío a las furgonetas en la Glorieta Elíptica. Fuman cigarros hechos de picadura junto a Andwuele, otro refugiado de Tanzania que tuvo que huir de su país porque es albino. En Tanzania por una extremidad de un albino llegan a pagarse hasta tres mil euros y sesenta mil por un cuerpo entero. Los niños son atacados por la calle por redes de traficantes sin escrúpulos que no dudan en amputar a lo vivo cualquier parte del cuerpo que les hayan encargado para utilizarlos en rituales de brujería. A Andwuele lo traicionó su propio hermano, que necesitaba dinero para llevar comida a casa. Salió ileso porque logró huir de un ataque con machetes. Hoy han tenido suerte. Los han contratado para pintar un piso entero. Ya lo han hecho otras veces y tienen destreza. Nueve horas de trabajo a tres euros la hora por cabeza. No está nada mal.

Sergei es alcohólico, pero no lo sabe. Fatou quiere ayudarle, pero él no entiende qué es lo que quiere decir Fatou porque ignora que tiene un problema. Él cree que salir a las cuatro de la mañana en busca de un par de cartones de vino barato y una botella de whisky de marca sospechosa a «un veinticuatro horas» es algo normal. Cree que solo tiene insomnio. Sergei muere a los pocos días en un banco de un parque de Usera ahogado en su propio vómito.

Madrid, una vez más convierte en morgue sus calles e ignora que entre los sintecho el índice de contagios al compartir botellas y utensilios se multiplica. La muerte de los sintecho es sistemáticamente silenciada en los medios de comunicación, al igual que los suicidios, que se han multiplicado como consecuencia de la crisis debida a la pandemia. Muertes silenciadas, fin de unos sufrimientos personales que no importan a nadie.

"Pablo se lo piensa, pero descarta coger el bar. No hay dinero, ni para el alquiler ni para la fianza ni para nada"

A Fatou y Svetlana las desahucian unos meses después. Demasiado han durado en una vivienda que no era suya. Han luchado por seguir pagando un alquiler y si las han echado tan tarde ha sido por los niños. Pablo, que comparte un piso con Andwele y otros dos inmigrantes, las acoge y por una vez la suerte les sonríe cuando después de dormir dos meses en el suelo del salón con los niños, los dos inmigrantes son detenidos e ingresados en el CIE de Aluche en espera de ser deportados a sus países. Como Andwele y Fatou han empezado a salir juntos, el piso de dos habitaciones es ideal para las dos parejas. Los dos niños, uno muy rubio y el otro muy negro, no tienen problemas entre ellos, todo lo contrario, son como hermanos, y duermen juntos en una cama plegable del salón.

A Pablo un día le dan un chivatazo en una de las oenegés a las que van a recoger alimentos. Hay un bar en el barrio, el bar del hermano del tipo de la oenegé. Lo acaban de cerrar porque en él se pasaba droga. También la distribuían por los domicilios, un negocio que ha aumentado con la pandemia, de forma que una flota de chavales con patinetes eléctricos traslada cocaína, heroína o marihuana a cualquier punto del barrio e incluso a otros distritos. Al hermano del tipo de la oenegé le hace falta dinero para abogados y para seguir pasando la pensión alimenticia a sus tres hijos. Así que el tipo de la oenegé le ofrece el bar a Pablo, sabedor de que hace un favor a su hermano, pero también a Pablo. No es el primer inmigrante al que saca adelante. Pablo se lo piensa, pero descarta coger el bar. No hay dinero, ni para el alquiler ni para la fianza ni para nada. El tipo de la oenegé le dice que solo tiene que entrar y ponerse a trabajar, que ya se verá después qué es lo que pasa. Los dos hermanos son de Usera de toda la vida. El mismo barrio, los mismos padres, los mismos colegios públicos. Uno ayuda a la gente y el otro la envenena. Uno está no en una, sino en varias oenegés. El otro está en la cárcel.

Fatou, Svetlana, Andwele y Pablo se han hecho cargo del bar. En una cristalera han pintado un letrero: Bar la Yeni, se dan comidas. Fatou, a la que no se la da nada mal dibujar, ha representado toscamente debajo del letrero unos calamares a la romana junto a un chorizo y una morcilla. El bar empieza a funcionar bien, ya que las mujeres son hábiles en la cocina y los hombres mantienen a raya a la clientela sirviendo vinos y cervezas y manteniendo el orden. Todo va bien hasta que dos meses más tarde unos tipos con gafas de sol y mascarillas con bandera de España entran al bar justo antes de cerrar y exigen la caja apuntándoles con una pistola. Pablo, curtido en mil batallas, se da cuenta de que la pistola no es de verdad y salta la barra para forcejear con uno de los atracadores hasta que lo inmoviliza. Andwele sigue su ejemplo, pero no puede llegar a tiempo. El otro tipo se acerca a Pablo por detrás y le clava una navaja en el cuello. Pablo muere media hora más tarde en el suelo del bar rodeado de inmundicias, de policías y de médicos y enfermeros del SUMMA que no han podido hacer nada para salvarle la vida. Las lágrimas de Svetlana caen hasta el rostro moreno y muerto del colombiano.

El bar sigue abierto hasta que, un mes después, Andwele cae enfermo y tiene que ser ingresado en la UCI con neumonía lateral amiotrófica como consecuencia de haber contraído en la tercera oleada Covid 19, la variante argentina, más infecciosa y contagiosa que otras cepas. Andwele muere dos días más tarde en la cafetería de un hospital convertido en UCI de urgencia. A Andwele no pueden verlo, como tampoco les permitieron a las mujeres ver el cadáver de Pablo. Normas de la pandemia.

"Madrid es la diana de los exabruptos de mentirosos compulsivos, de traidores salvapatrias y de hipócritas de catecismo rancio"

Las mujeres siguen con el bar. Ya no sirven tanta variedad de comidas, pero todos los días hay cocido completo por seis euros, con bebida y trozo de pan. Cuando termina el turno, admiten a gente que no tiene dinero y les ponen cocido sin cobrarles nada. Sus niños, cuando no están en el colegio, pasan el día en una mesa de la cocina jugando y haciendo los deberes. El bar está más lleno que antes.

Una noche, después de acostar a los niños, las mujeres hablan. Están agotadas. Es la senegalesa quien propone beber algo para relajarse porque ha cogido una botella del bar. Ninguna de las dos es bebedora. La moldava ni siquiera ha probado nunca el alcohol. Pero accede porque no tiene nada que perder. Cuando lleva tres vasos de whisky, piensa que por qué nadie le ha dicho nunca que eso existía y que el efecto que provoca es lo más parecido al cielo que ha experimentado nunca. A Svetlana le ha gustado tanto que empieza a beber a diario y Fatou se arrepiente de haber propuesto beber aquella noche a su amiga, a su hermana. Vuelve a revivir la historia de Sergei, aquel novio ucraniano que tuvo. Svetlana se convierte en una borracha convulsiva, protagonizando más de una bronca en el bar, porque lo mismo hace un estriptis improvisado que provoca una pelea entre dos o más hombres o se cae desde lo alto de la barra y se la tienen que llevar en ambulancia. Un día Svetlana desaparece. Fatou la busca por todos los hospitales, por todas las comisarías, por todos los tanatorios. No vuelve a verla. No puede seguir ella sola con el bar. El bar cierra. Fatou se queda sola, sin dinero y con dos niños, uno muy rubio y el otro muy negro. Los dos tienen mucha hambre y muchas necesidades. Fatou no puede más. Lo último que piensa antes de saltar desde la ventana del cuarto piso que ya no puede pagar es que a lo mejor su hijo y el de Svetlana tienen más suerte que ellas.

Madrid despierta cada día de una pesadilla recurrente y dolorosa. Madrid es la diana de los exabruptos de mentirosos compulsivos, de traidores salvapatrias y de hipócritas de catecismo rancio. Madrid se vacía de memoria con cada muerto por cada injusticia programada. Madrid hace mucho que dejó de ser Madrid. Madrid ya no acoge. Madrid humilla y desprecia. Madrid descansa sobre un montón de basura tan densa e inestable que cuando descarrile nadie podrá apearse. Nadie querrá apearse. Nadie querrá seguir protagonizando una farsa tan perversa. Madrid se muere.

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