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Matojos inquietantes

De un tiempo a esta parte, se me está llenando la casa de bolas de pelo. Las encuentro bajo la cama, en los rincones de todas las habitaciones, escondidas detrás de las figuritas o los libros de las estanterías. Las he visto rodando, como esos matojos inquietantesestepicursores se llaman— de las películas del lejano Oeste que, sin embargo, se filmaron en una no tan lejana Almería. Son del tamaño de pelotas de tenis, hechas de largos y delgados filamentos negros. Por más que las retiro y las echo al cubo de la basura, siempre vuelven a aparecer. Es cosa de los gatos domésticos, imagino. El problema es que yo no tengo gatos. Los tuve, eso sí, hasta casi treinta en la casa en la que me crié, entre el campo de las afueras y la carretera principal que llevaba al pueblo, a pocos kilómetros. Esa casa tenía un magnetismo extraño, inquietante. Como estas bolas peludas.

Vivíamos en un anexo para el «servicio», todas las habitaciones alineadas en hilera, con una puerta principal por la que se entraba desde el jardín interior y daba a la cocina; y con una trasera que daba a un huerto seco y un descampado más allá del verjado y del que, hoy por hoy, no quedan restos ni de los surcos para las lechugas ni de los plásticos que cubrían las sandías o los melones. Solo piedras y barro seco, un piso arcilloso agrietado. La casa principal, muy señorial, estaba mejor distribuida, pero, si en el anexo en el que vivíamos mi familia y yo, se respiraban esas vibraciones incómodas y, de vez en cuando, se te colaban las sombras en el rabillo del ojo y sentías el frío aliento del señor con sombrero en la nuca, en aquella otra era aún peor: los cuadros —retratos de muertos que dejaron este mundo hacía tiempo— te seguían con la mirada. Había en esos ojos una turbiedad espeluznante que te erizaba el vello de todo el cuerpo. Se percibían, además, en la oscuridad opresiva del salón y las habitaciones, corrientes de aire frío que no se sabía de dónde procedían. Incluso en verano. A mí me gustaba ver la colección de bichos del hijo de los propietarios. «Los señoritos». Se acabó dedicando a ello al otro lado del charco, descubriendo nuevas especies en el Amazonas, escribiendo sesudos libros de entomología y dando clases en Estados Unidos. O eso creo. La mayor parte de lo que sé, es de oídas y en la familia hay muchos «teléfonos rotos».

"Otra atribución fortuita para intentar definir lo que sucede. Emiten un chillido como el de un bebé o el de un gato"

Ni siquiera en esa casa donde te perseguían los espectros de los antepasados se sentía lo que con estas pelotitas rodantes. No bastaba con tirarlas a la basura. Era raro el día en que no encontraba alguna dando vueltas por el patio interior, sobre el sillín de una bici que lleva años pudriéndose poco a poco bajo el sol o encima de la lavadora. A veces nos rozan los dedos desnudos de los pies cuando estamos sentados a la mesa del comedor. Da un poco de repelús, para ser honestos. Aunque ya nos habíamos acostumbrado. Como a los mosquitos. Son molestos y pesados, pero soportables. Hasta cierto punto. Cuando te zumban cerca de los oídos o se lanzan hacia los párpados como kamikazes es el momento de tomar medidas. Por las noches, sobre todo. Cuando creemos que, además, salen estas bolas negras. Que parezcan reproducirse por mitosis —como si fuesen células— no es muy halagüeño. Porque, por más que las quitamos, siempre hay más que antes. El fin de semana que estuvimos fuera, a nuestro regreso el suelo del salón parecía un tapiz oscuro de hebras retorcidas. Y no es lo peor. Lo peor es lo que sucede cuando llevan demasiado tiempo entre nosotros: despiertan.

Lo de despertar es algo que me digo a mí mismo por atribuirles una característica reconocible. Les aparecen dos puntitos, como dos bolitas de brea brillantes en la parte superior, y una hendidura curva longitudinal que casi la divide en dos, como a los Muppets y ese tipo de muñecos cuya cabeza parece una esfera partida por la mitad, apenas unida por la zona que linda con el cogote. Eso las dota de una apariencia sobrecogedora, porque da la impresión de que, en alguna parte de su ser, poseen una inteligencia. No se comunican. Al menos, no entiendo lo que hacen como un acto de comunicación. Lloran. Otra atribución fortuita para intentar definir lo que sucede. Emiten un chillido como el de un bebé o el de un gato. Me resulta tan gracioso como perturbador pensar en las similitudes e imagino como sería si alguna de estas bolas de pelo regurgitara un gatito, del mismo modo que los felinos suelen hacer con las bolitas de pelo. Y pienso en la casa llena de gatos y casi me entra la risa. Hasta que vuelvo a ver esas cosas negras chillando de forma endemoniada y ya no me hace tanta gracia.

"Cuando"

Hemos pensado en llamar a uno de esos exterminadores que se anuncian por la radio. Dicen que acaban con plagas de todo tipo. No sé si habrán lidiado alguna vez con una de estas. «Por suerte —pienso—, no tienen dientes». Y no quiero esperar a que los tengan (en caso de que sea algo que se de en una fase ulterior de su crecimiento). Estoy convencido de que, cuando no me deshago de ellas, crecen. Ayer vi una del tamaño de un balón de baloncesto que debió haberse escondido en el altillo del armario para eludir la aspiradora. La delató su llanto. Cuando la descubrí e intenté cogerla con el cepillo, bufó como una fiera, gruñó y me enseñó el abismo que guarda celosamente en el hueco de su boca. Y pensé que aquella oquedad, profunda e insondable, era aún peor que unas fauces llenas de dientes. Los dientes mastican la carne, ese agujero negro devora el alma y los sueños y el pensamiento. Volví en mí a tiempo de darle un escobazo y sacarla de su escondite. Los gritos del cubo me dicen que es hora de sacar la basura. Otra vez. Van tres bolsas hoy. Ayer otras tres y la semana pasada, a dos por día. Mañana puede que seamos nosotros quienes tengamos que irnos. No podremos escapar: hoy me ha parecido ver la sombra de un diminuto matojo inquietante negro y peludo a través del espejo retrovisor del coche. Están por todas partes.

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