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Miles de cerebros abrasados

Miles de cerebros abrasados

En la ruta del bakalao ocurrieron las fiestas más locas y nihilistas de la historia de España, tal vez incluso de la humanidad, si exceptuamos las bacanales romanas. Miles de jóvenes pasaban 72 horas, incluso 96, bailando sin descanso, poseídos por un furor cuasi religioso, auspiciado, como no podía ser de otra forma, por diversas drogas. Sus fiestas parecían un ritual místico, similar a aquellos episodios de danzamanía que ocurrieron en Europa Central durante la alta edad media. Cuentan las crónicas que los alemanes afectados bailaban, sin saber por qué ni para qué, de manera compulsiva, hasta que caían derrumbados. Se ignora cuál era el propósito de los afectados por el baile de San Vito. Sí se sabe cuál era el motivo de los juerguistas valencianos: el olvido radical.

La ruta es escenario y protagonista de una de las series de televisión más importantes de la pasada temporada. Como tal ha sido reconocida en los recientes Premios Feroz. La narrativa, harta de la movida madrileña, se está aproximando a fenómenos más oscuros, más periféricos pero no por ello menos interesantes. Así lo ha hecho ya, por ejemplo, la escritora valenciana Bárbara Blasco. O, desde una perspectiva más dura incluso, el artista gráfico granadino Juarma.

Lo que ocurrió en aquellos años no forma parte de la gran Historia de España, pero sí de nuestra historia privada, que es mucho más recordada y tal vez también más importante, que la pública. Sus consecuencias y su extensión al resto del país afectaron si no a todos, sí a amplias capas de la sociedad española. Fue tan demencial que cuando Marc, el personaje central, afirma “Cuando seamos viejos no nos acordaremos de nada de esto, creeremos que lo hemos soñado todo, pero no pasó de verdad”, lo hace con motivos más que convincentes.

"El público también cambió: desaparecieron las crestas y el maquillaje, y llegaron los bakalas: duros, rapados y violentos, próximos a los skins"

La ruta tuvo dos etapas. Una blanca, aunque fuera negra, y otra más negra aún. La primera fue una derivación de la movida y convirtió a Valencia en capital del movimiento siniestro/new romantic mundial. Los grupos góticos británicos eran más famosos allí que en Londres y la mezcla de encajes y crestas nunca fue más cotidiana. Sin embargo, pese a su insistencia en la tiniebla, los siniestros eran más o menos joviales. No querían pintar el mundo de rosa chicle, como gran parte de la movida madrileña, pero sí querían divertirse. Su presencia domina esta primera temporada de La Ruta. Sin embargo —y esa transición queda ejemplificada por la evolución de Marc— pronto llegó la electrónica pura, sin estribillo, ni voz, ni guitarra. Solo ritmo, cada vez más brutal y abstracto. Al principio el tecno duro tenía una etiqueta intelectual, viniera de Berlín o de Detroit, pero poco a poco fue degenerando. Nada queda fuera de la entropía. Una muestra de esa degradación fue su exponente más célebre: Chimo Baio. El público también cambió: desaparecieron las crestas y el maquillaje y llegaron los bakalas: duros, rapados y violentos, próximos a los skins. Quienes afirmaban la inocencia del movimiento parecen (o fingen) ignorar que es imposible, con 20 o con 40 años, pasar 72 horas seguidas de juerga sin descanso sin estar absolutamente drogado. Pero la Valencia de los 90 es solo el contexto de La Ruta. Más allá de eso, es una serie sobre amistad, traición, dinero, familia, adicciones, éxito y dinero, sobre decepciones, éxito y fracaso. Sobre los mismos temas de todas las narraciones desde el principio de los tiempos.

El mayor mérito de La Ruta es la reproducción perfecta y verosímil de la época. Quienes vivimos aquellos años, fuera en Valencia o en Madrid, experimentamos, al ver la serie, un auténtico viaje en el tiempo. Las relaciones entre amigos eran tan ingenuas, tan comprometidas como lo cuentan. Los vínculos entre los miembros de las pandillas, como muestra también Fernando León de Aranoa en Barrio, eran tan fuertes o más que los de sangre. También eran así las relaciones familiares y los prejuicios, tan próximos aún a lo rural.  No son, por lo tanto, personajes de 2023 situados en 1991. Son personajes de 1991 situados en 1991. Ese acto casi mágico se percibe también en los diálogos. Encontramos gente más brutal, más directa, sin filtro alguno, sean padres o hijos. Vivían a bocajarro, sin cinturón de seguridad. Si algún joven quiere saber cómo eran sus padres o algún aspirante a viejo quiere recrear sus correrías reales o soñadas, debe ver La ruta. En esa verosimilitud influye la falta de preciosismo. No puede haberlo porque aquello pudo ser fascinante, pero también fue rotundamente feo. Aciertan, por lo tanto, al escoger una fotografía y una dirección de arte sucias, propias de tiempos pobres, que podrían vincularse con la zona de qualité del cine quinqui (27 horas, Deprisa, deprisa, incluso Colegas, de Eloy de la Iglesia). No es la única conexión con ese subgénero, además de la época. Aquí también hay drogas y una enorme inocencia, pero los protagonistas de La Ruta tienen recursos económicos —y educativos— suficientes para pagarlas. No necesitan delinquir. Tampoco llegan al nihilismo extremo de Historias del Kronen, aunque tal vez lo alcancen en la siguiente temporada, cuando la música industrial lo domine todo.

La ruta también muestra la evolución histórica de España del 81 al 93. Lo hace de manera directa, utilizando las noticias que aparecen en la televisión, e indirecta, a través de los diálogos y las actitudes de los personajes. Podría haber caído en la órbita de Cuéntame, en ese estilo a lo Forrest Gump que combina una historia privada con la historia pública del país. A veces se acerca a la tentación, por ejemplo cuando insiste hasta el cansancio en las empanadillas y Martes y 13, pero ciertas complicidades parecen irremediable en una serie comercial.

"La ruta del bakalao, aunque dejara miles de cerebros abrasados, sobre todo durante su declive, merecía una serie así"

El consumo continuo de drogas y los viajes en coche en condiciones precarias funcionan como amenazas continuas. Son los enemigos ocultos, las pistolas que serán disparadas, pero se ignora cuándo. Esa presencia de lo ominoso propicia una reflexión sobre el tiempo, lo inesperado, sobre cómo lo imprevisible, la catástrofe que todo lo rompe puede surgir donde menos lo esperas, alterando cualquier plan previo, por muy sólido que parezca. También contiene una reflexión también sobre los estigmas familiares, en concreto sobre algo tan poco tratado como las relaciones entre hermanos, donde desde Abel y Caín se mezcla el amor y una rivalidad a veces enfermiza.

Hay una diferencia apreciable en la calidad de las distintas tramas. La línea del joven que ansía ir a la mili para aprender a leer es la más interesante, por su alto contenido épico, por la evolución del personaje y por lo que revela de nuestro pasado. Entre el resto destaca Marc, el hermano que pasa de la ejemplaridad al nihilismo. También resulta interesante el desarraigo de Nuria, la niña pija abandonada por sus padres. Lucas, el mártir, tal vez sea demasiado histriónico y un tanto plano, pese a su aparente complejidad. Cuando La ruta acierta consigue un ritmo tan duro como la música, diálogos precisos, cortantes, profundos sin pedantería, sin ese exceso propio de tantos guiones españoles.

La ruta del bakalao, aunque dejara miles de cerebros abrasados, sobre todo durante su declive, merecía una serie así. Nos encontramos ante un documento imprescindible para los nostálgicos, historiadores y para quienes quieran disfrutar de una historia de rara intensidad.

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Josey Wales
Josey Wales
1 año hace

La ruta del bakalao fue una escuela de corrupción física y moral, dejó en el cementerio a millares de personas e impidió el normal desarrollo social de otras. Dicho en otras palabras: te metías en las drogas cuando aún estabas aprendiendo a mantener una conversación con una chica. No tuvo nada de sublime, no mintáis.