El diagnóstico y el rimero de prescripciones que lo acompañaron me reafirmó en algo que ya sabía: jode más que te quiten lo que deseas que lo que necesitas.
Recuerdo cuando la doctora me espetó que podía beber alcohol pero “ojo, con muchísima moderación”. Fue mi único momento de íntima satisfacción.
—Celia, yo no bebo, soy abstemio —verbalicé mi condición como si fuera un profesor de inglés enseñando a un estudiante de Murcia cómo se pronuncia portrait.
No se lo dije, claro, pero creo que intuyó lo que aleteaba en mi interior: “¡Venga, a por otra, que esta no te la esperabas!”.
Error. Éxito efímero.
Al alcohol siguieron otros vetos que, maldita sea mi sombra, no pude descartar.
Inconscientemente, enumeré en mi cabeza toda una lista de deseos, rezando para que Celia —a partir de ese momento, un führer de bata blanca— no cogiera carrerilla con parada sin fonda en el jamón ibérico, el queso, las pelis de tiros, los monólogos de Les Luthiers o “Black”, de Pearl Jam.
La lista era tan larga que pensé que a mi neuróloga, germánica no de nacimiento pero sí de formación, le habría sido más fácil —y rápido— enumerar lo que sí podía comer, beber, hacer.
Como tengo la fuerza de voluntad de una medusa, supe que me iba a costar cumplir las órdenes de Celia —ella las llama “recomendaciones”— más que a Edmund Hillary escalar el puto Everest.
Pero, oye, he podido. Aquí estoy: con mis altibajos, olvidos, autoengaños y sus pertinentes indulgencias. Es verdad que no puedo correr, pero nunca lo he necesitado. Solo lo deseo cuando el semáforo se pone en ámbar.
Debe de ser la primera vez en décadas que mis colegas dicen que soy admirable. Yo le resto importancia (con la clara intención de dársela).
—No es para tanto, de verdad. Lo del dulce es complicado, pero una vez que pasas el duelo, te acostumbras a moderarte.
Todos opinan, claro, porque llevan haciéndolo desde que teníamos acné.
El amigo zen te dice que todo está en la mente y te recomienda meditación, ayuno intermitente y un documental de Netflix sobre monjes que levitan.
El dramático te abraza y te recita, como un derviche puesto hasta las cejas de tripis, una retahíla de consejos sacados de un manual de autoayuda.
—Vamos, Pery, campeón. Estamos contigo. ¡Tuyo es el poder y la fuerza!
Interior, naturalmente.
Sonríes y piensas para ti que el que necesita mucha ayuda es él.
El amigo-científico, que ha leído dos artículos en Wikipedia y ya ejerce de neurólogo amateur, te insiste en que “lo importante es mantenerte activo”, mientras se baja otro whisky. Y a ti lo que te apetece es que todos, especialmente el dramático, se piren para su casa en fila india.
Ahora que estamos solos —seguro que ninguno de mis colegas tiene la más remota intención de leer este bodrio—, confieso que la esclerosis tiene sus cosas buenas.
Puedes usarla como excusa para todo.
Llegas tarde: es la fatiga.
No respondes un mensaje: brote neurológico.
No quieres salir: niebla mental.
Vociferan a tu alrededor: un leve cerrar de ojos y ladeo de cabeza, y se obra el milagro del silencio.
Quitar el friegaplatos: coló los primeros meses.
Es el único momento en que puedes ser un gilipollas y recibir comprensión a cambio.
Con el tiempo, uno desarrolla superpoderes.
Puedo anticipar cambios de tiempo con una precisión que haría temblar a la AEMET. Si noto que se me entumecen las manos, llueve en tres horas.
También he aprendido a leer el alma de la gente cuando me miran con esa mezcla de lástima y miedo: sé exactamente cuándo van a cambiar de tema para no incomodarme.
Otro punto positivo: descubres tu propia fuerza. No la fuerza de los anuncios motivacionales que tanto le van a mi amigo el brasas —que es funcionario pero, en realidad, siempre quiso ser coach—.
No.
La fuerza de levantarte por la mañana cuando tu cuerpo está de que no. La fuerza de ir al médico, siempre con miedo a que el último informe te certifique que has tenido algún “pequeño brote”. La fuerza de seguir siendo tú cuando todo en tu cuerpo se ha puesto en huelga. La fuerza para sobreponerte al engorroso balanceo de grumete en un día de mar arbolada.
Y sí, también te vuelves un experto en ti mismo.
Sabes cuándo parar (aunque no siempre lo haces), cuándo forzar, cuándo reírte de ti.
Aprendes a ser selectivo: con los planes, con la gente, con la energía. Descubres que decir “no puedo” no es una derrota, sino una declaración de dignidad.
La esclerosis no me ha convertido en un gurú ni en un ser de luz.
Tengo mis días buenos y mis días de mierda.
Mis momentos de cabreo.
El peor: pensar que no es justo que Teresa envejezca con un tipo cada vez más torpe, débil y malhumorado a su vera.
Ella dice que no sea cenizo.
La miro y tengo claro que, si hay algo que deseo, es que sea cierto.
Porque sé que Teresa es lo que más necesito.
Celia está de acuerdo.


Buenas tardes Agustín
Me he leído tú escrito sin saber, sin más me gustó el título, empecé a leer y me he quedado estupefacta, porque coincidencia o no a mí me diagnosticaron esclerosis múltiple hace unos tres años y al usted decirlo por aquí ha sido de un enorme valor.
Supongo que no está para leer penas, me he cuidado toda la vida y he sido deportista pero he de decir que por mi parte mi trabajo,mis sueños,mi vida se cerraron con este diagnóstico.
Por lo menos espero que usted se cuide y le vaya bien, porque sé lo que inunda de miedo tener una enfermedad sin cura y no lo sabía.
Muchas gracias por tener el valor de compartirlo espero seguir sus pasos también y poder hacerlo aunque no soy periodista ni un personaje público.