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Modelo de sustitución Alberto R. Torices

Modelo de sustitución Alberto R. Torices

A continuación reproducimos el relato Modelo de sustitución Alberto R. Torices, incluido en su libro El trabajo está hecho (Trea).

Ya en el recibidor, se inclinó ante el espejo y apartó el pelo que le caía sobre la cara. Con un par de trazos color sangre se dibujó la boca y estuvo a punto de sonreír:

—Bueno… Hasta la vista.

—Todavía tenemos un poco de tiempo —traté de retenerla—, ¿seguro que no quieres tomar algo? ¿Un café, un… batido?

Paciente, no sé si enternecida, extendió un brazo para acariciarme y pensé que dudaba, pero no.

—Tu mujer llegará en cualquier momento, Markus.

Se dejó estrechar de nuevo y me apartó suavemente. Tuvo que abrirse ella misma la puerta. Cuando iba por la mitad del jardín, se volvió y alzó una mano. Todavía intentaba sonreír y su melena flotaba, oscilando al compás de sus pasos. Al alcanzar la acera, se puso unas gafas oscuras, cruzó la calle con una carrerilla, desapareció.

Han sido siete días, al final. Me habían dicho que en tres o cuatro estaría todo resuelto, pero algo se complicó. Tuvieron que pedir unas piezas a la fábrica y el envío se retrasó, no recabé más pormenores. Al final han sido siete días. Ciento sesenta y dos horas, exactamente, que pueden parecer muchas, pero no lo son. No lo son.

Fue el martes pasado, a media mañana. Un accidente, tampoco hacen falta más detalles. Vi cómo se llevaban a June en una camilla y acudí a las oficinas de la compañía. En la recepción atendía un hombre, un tipo corriente. Expuse la situación, saqué del bolsillo de la chaqueta mi garantía y apelé a la cláusula número 13. Era un joven prematuramente calvo, con aspecto de carecer de cualquier tipo de talento. Me miró y tomó la tarjeta, yo le miré y pensé en esos personajes de la mitología condenados a repetir el mismo papel una y otra vez, hasta el fin de los tiempos. Acostumbrado, inconmovible, comprobó los datos y respondió al fin: «Acompáñeme».

Me condujo a un despacho en penumbra. Encendió la luz y a través de un cristal vi una gran sala, iluminada con focos azules. Había una piscina en el centro, una piscina con forma de corazón y alrededor césped, flores, arbustos; todo artificial, supongo, pero muy logrado. Serían unas veinte, veinticinco, no me detuve a contarlas. Algunas nadaban, otras hacían como que tomaban el sol, echadas en distintas posturas. Se las veía conversar entre risas y bromas en pequeños grupos, entregadas a un ocio lánguido y perezoso. Algunas se entretenían con juegos de cartas o fichas, otras dos se lanzaban una pelota de colores, una leía un libro. Una visión de ensueño, ciertamente, inevitable imaginarse como el Adán de semejante paraíso. «Usted dirá», oí a mi espalda. Seguí de pie frente al ventanal; un cristal de visión unidireccional, imagino. Me di el gusto de mirar sin prisa, aparentando dudar. Lo cierto es que no dudé, apenas. No supe por qué, no necesito saberlo, solo sentí que sería ella, la que en aquel momento salía de la piscina y se dirigía a la ducha, y abría el grifo y levantaba el rostro hacia el chorro, los ojos cerrados, la boca abierta. Tal vez fue por el biquini, o por su manera de andar, o por sus pechos o por su cintura o por su pelo. O por algo que solo existe en mi cabeza, algo como una piedra con la que se ha de tropezar siempre. Da lo mismo.

Ahora estoy seguro de que, si me hubiera fijado, habría descubierto en algún rincón a Cupido, el malicioso, riéndose tras ensartar mi corazón.

—Aquella —señalé con el dedo—, la que se está duchando, la del biquini de cerezas.

—Veamos… —El tipo joven pero calvo manipuló el catálogo digital—. Ah, Eufrat.

—¿Perdón?

—Se llama Eufrat, pero podemos ponerle el nombre que usted quiera.

—No… Eufrat está bien. Es perfecto.

El calvo se sentó a la mesa, tecleó y en la pantalla del ordenador apareció una ficha con la fotografía de la joven. Oí un chasquido, el sonido que hace la lengua al despegarse de los dientes.

—Tal vez no sea el modelo más adecuado para usted, señor Volt. Si me permite sugerirle alguna otra opción…

—No. Quiero esa. Eufrat. Total, no serán muchos días, ¿verdad?

—Como prefiera. Sígame, por favor. Estará lista enseguida.

A los quince minutos se presentó en la sala donde me hicieron esperar. Llevaba una blusa blanca y una faldita a cuadros. Mascaba chicle, sonreía de aquella manera, aún tenía el pelo húmedo.

—¿Markus? —Se acercó y me extendió su mano. Olía a una hierba del campo; tomillo, espliego, alguna de esas.

La llevé a tomar algo. Dijo que le gustaban los batidos y pidió uno de vainilla. No tardó en dejar caer su mano sobre la mía, en preguntarme si no hacía demasiado calor allí.

Lo hicimos nada más entrar en casa, sobre la alfombra del recibidor. Lo hicimos, en total, veintinueve veces en estos siete días. Estoy un poco cansado, sí. Me despertaba en mitad de la noche porque le apetecía. Por la mañana, durante la siesta y al atardecer, también le apetecía. En la cocina, en el sofá, en el jardín. Le apetecía siempre, en todas partes. También en el cine, en el campo, en el túnel de lavado. Y en casa de mi madre, cuando fuimos de visita.

El tercer día me dijo que yo le gustaba. «Me gustas —dijo—, me gustas mucho, Markus». Y siempre sonreía mientras lo hacíamos, entornaba los ojos y sonreía como si no pudiera ser más feliz. Hizo conmigo cosas que nunca le hubiera pedido a June, cosas que yo no sabía que se hacían. No se parece nada a ella, es verdad: escucha música moderna, le gustan las películas de acción y la comida enlatada. No sabe una palabra de literatura y cuando la llevé a ver Madama Butterfly, al final del segundo acto, cuando suena el cañón que anuncia el barco en el que regresa Pinkerton, me preguntó al oído si quedaba mucho, se estaba haciendo pis… Encantadora, sí. Una criatura verdaderamente deliciosa. El quinto día dijo: «Ojalá fuese tu mujer». Fue solo un susurro, pero lo dijo. El sexto la sorprendí llorando.

El séptimo día, hoy, sonó el teléfono mientras desayunábamos. Aún estábamos en la cama, tenía el pelo revuelto y la luz del sol se mecía en su torso como en un columpio. Dijeron que June ya estaba lista, que me la enviaban en un vehículo de la empresa. Que llegaría en media hora, dijeron. Estuve a punto de preguntar una estupidez, pero me faltó valor. Colgué, le di la noticia a Eufrat. Aún tenía un pedazo de tostada en la boca, pero dejó de masticar y sus ojos se encharcaron. Se limpió los labios y salió de la cama, comenzó a vestirse. Fui a su lado, la abracé. Quise hacerlo por última vez y ella trató de sonreír, pero no le salió igual.

—Tengo que irme, Markus —dijo mientras permanecíamos abrazados, y se levantó de nuevo, terminó de vestirse, la acompañé al recibidor.

June me preguntó si la había echado de menos, yo le pregunté por su tía Adele, siguiendo las instrucciones que traía para mí. Estaba radiante, como nueva. Aplastó su pecho contra el mío, me besó con toda la delicia de su boca amorosa y fragante. Le he dicho que es maravilloso tenerla de nuevo en casa, que no quiero que nos separemos nunca. Le he dicho que hay batidos en la nevera y que hoy no me encuentro muy bien: debilidad en las piernas, dolor de espalda, estómago revuelto… Creo que me acostaré un rato, le he dicho, si no te importa. Ella me ha acompañado hasta la cama y luego ha ido a prepararme una manzanilla.

Estoy confuso. No sé si seré capaz de dejarla, me ha costado mucho dinero. Tampoco sé si la reciclarían o iría directamente al desguace. En cuanto a Eufrat, no sé si será algo más que un modelo de sustitución durante toda su vida útil, si nunca hará otra cosa que bañarse en una piscina y suplir a esposas averiadas mientras duran las reparaciones. No sé si abaratarán su precio cuando empiece a tener fallos, si la saldarán antes de deshacerse de ella. No sé si entonces seguirá enamorada de mí, si se enamora de todos, si alguna vez pensará en las cosas que nos dijimos. No sé si este malestar que siento es amor verdadero, por fin, o la inminencia del vómito.

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Autor: Alberto R. Torices Título: El trabajo está hecho. Editorial: Ediciones Trea. Venta: Todostuslibros

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