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Molly Butler

Hace algunos años, encontré al mismo tiempo dos libros de Blake Butler, un autor a quien conocía de nombre gracias al breve hype de la alt lit en la segunda década del 00, una escena de escritores norteamericanos que podían describirse como influenciados por la cultura internet y la autopublicación, algo que hoy es una ingenuidad o una redundancia: el tiempo de la red pasa demasiado rápido. Los dos libros eran Nada, retrato de un insomne (editado en castellano por Alpha Decay), y 300,000,000, aún no traducido. Los dos me gustaron muchísimo, sobre todo 300,000,000, un novela que empezaba como la crónica policial de un asesino serial y se descomponía hacia una enfermedad del lenguaje delirante, casi imposible de comprender, como escuchar música extrema en un idioma desconocido. Uno de los pocos libros desafiantes y deliberadamente arduos con los que me había encontrado en mucho tiempo. Su nombre quedó en el radar, pero de alguna manera salió de mi campo de referencias hasta hace muy poco, cuando me encontré con el memoir que escribió sobre el suicidio de su esposa, la poeta Molly Brodak, titulado sencillamente Molly. Creo que no está traducido al castellano. No leí ni una reseña, apenas una referencia de contratapa que hablaba de tristeza, tour de force, valentía y crudeza, todas cosas que Butler tiene, además de arrogancia, y lo digo en el sentido más positivo. Es un escritor seguro de sí mismo, no un pedante.

"El libro empieza con el suicidio de Molly en 2020. La pareja está en su casa de Atlanta, él está a punto de salir a correr, ella está en cama, deprimida"

El libro empieza con el suicidio de Molly en 2020. La pareja está en su casa de Atlanta, él está a punto de salir a correr, ella está en cama, deprimida. No sé por qué me sorprendió mucho este ambiente tan clase media de suburbia, pero es sólo la distorsión de no conocer una cultura, y pensar que los escritores jóvenes solo viven en ciudades, y que la literatura arriesgada sólo se pergeña en departamentos ruidosos con gatos y marihuana. Blake no lo sabe, pero ella ya ha escrito la nota suicida, una carta para él, y ya ha comprado el arma: solo espera que se vaya para poder usarla. Él corre, escucha música, piensa en ella y su depresión habitual, y cuando vuelve encuentra la nota que dice: “Blake, decidí dejar este mundo”. Y la sale a buscar. Gritando, desesperado, corre por el barrio tranquilo hasta llegar al parque por donde solían pasear. Después de mucha desorientación, después de preguntar y confirmar con vecinos que se escuchó un disparo, la encuentra acostada en el pasto, tranquila, con un agujero de bala en la cabeza.

Es una secuencia hermosa, escrita con gran belleza y mucha frialdad, claro está —no se logra esta elegancia con las manos temblando— y tiene cierta crueldad. De la misma manera, con frialdad y una brutalidad evidente, Butler reproduce a continuación la nota suicida, entera. Quizá lo más privado y dirigido que pueda existir, las explicaciones o disculpas por elegir la muerte, y al mismo tiempo un documento escrito para que se lea, que exige un público, un mensaje. La nota de Brodak dice: “Por favor hacé arte por mi, voy a leerlo todo”. Esto ocurre en la página 29. El libro tiene más de 300.

Molly detalla de forma exhaustiva y dolorosa la historia de la pareja: Blake Butler se muestra a sí mismo un poco como la víctima sufriente de la intensidad de su mujer: entiendo que frente a un suicidio es una forma de manejar la culpa. Lo hace con cierta prudencia además: siempre Molly es más interesante que él. Butler cree que ella es un genio, y nosotros también lo creemos. Hacia el final llega la revelación que parece hervir en todas las páginas anteriores, en cada alegría, cada frustración y cada terror: Molly fue infiel durante años, y de una manera bastante explícita. Los videos están en su teléfono, sin borrar, también las fotos, y los emails, que siguen en la bandeja. Butler los encuentra buscando imágenes para el funeral, una semana después del suicidio. Es una historia tramposa y desagradable. Queda para el lector por qué Butler no quiso saberlo, cuánto fue autodestrucción, cuánto desamor, daño o juego, en fin, las complejidades del deseo, la convivencia, la monogamia.

"Quedarse con la última palabra porque el otro renunció a vivir es, al menos, una cuestión ética compleja, muy excepcional"

Cuando lo leí no me pareció un texto polémico. Fascinante, feroz, injusto y lleno de amor, eso si me pareció, y también profundamente impúdico, un texto que desafiaba las nociones de que es mejor dejar descansar a los muertos. Pero la literatura, incluso el memoir, nunca me parece un terreno de juicio moral. Quizá, pensé, a alguien le pueda molestar que se apropie de la voz de Molly e interprete su vida, y la exponga, y nos comparta el combate de su rabia: quedarse con la última palabra porque el otro renunció a vivir es, al menos, una cuestión ética compleja, muy excepcional y, por esto mismo, difícil de juzgar. Pero, me dije, en estos tiempos de indignación exaltada y pública, quizá hubo problemas.

Los hubo. La escritora Sarah Rose Etter dijo que era “porno vengativo literario en contra de una mujer con una enfermedad mental que se quitó la vida”. Vanity Fair escribió que era “un strip tease suicida para los chismosos” —aunque les pareció un buen libro—. La propia madre de Molly Brodak, que aparece retratada como abusiva y distante, deja mensajes online en GoodReads diciendo que nada de esto es verdad y que hay que recordar a su hija por su bondad y talento. La discusión online duró meses. Butler hace un retrato tan verboso de Molly, la cubre de tantos detalles y palabras que resulta difícil aprehenderla, y por eso es un retrato vívido. El padre ladrón y preso —ella escribió su propio memoir sobre esto, Bandit: A Daughter’s Memoir, en 2016—, su adicción a los hurtos en comercios y a las mentiras más o menos piadosas, su amor por la pastelería, su vida como profesora, los tatuajes, los amantes, los alumnos, los documentales sobre naturaleza que ve, sus vestidos vintage, su música favorita, su humor, la intensidad del odio a sí misma, su misantropía, su poesía magnífica.

La reacción de los lectores indignados, y la defensa de Butler sólo son posibles con la redes y con estos protagonistas hoy, pero la escena se parece mucho al suicidio de Sylvia Plath, su matrimonio con Ted Hughes y las consecuencias. No porque Molly se parezca a Sylvia —aunque si, físicamente—, sino porque se nota que Butler tuvo ese modelo en la cabeza, este libro siendo una respuesta con muchas, demasiadas palabras, al silencio de Hughes. Una respuesta 2.0 en la escena indie norteamericana. En ambos casos, el hueco que las mujeres dejaron se convirtió en parte de la vida de los hombres, los dos escritores, que quedaron expuestos.

Sylvia Plath se suicidó en 1963, después de dos meses de creación frenética en los que escribió su poemario Ariel. Metió la cabeza en un horno, mientras sus hijos dormían en la habitación de al lado.

"Hughes eligió el silencio para Plath, un silencio que resultaba culposo, antipático, villano. Hasta que editó en 1988 su libro póstumo, las Cartas de cumpleaños"

Llevaba seis años casada con el poeta Ted Hughes, de quien se había separado el otoño anterior. El suicidio ha sido mitologizado, y no por Hughes, si somos honestos, mucho más por amigos de Sylvia como Al Alvarez con su libro Un dios salvaje, por ejemplo. En cualquier caso, la ira hacia Hughes fue constante y empeoró cuando él cometió dos acciones entre discutibles e imperdonables: purgar y controlar los diarios de la poeta, y editar Ariel con un orden distinto al que quiso Sylvia. Además no hay que olvidar que Assia Wevill, segunda esposa de Hughes y su amante durante el matrimonio con Plath, también se suicidó, y en su caso también mató a la hija de ambos, Shura.

Hughes eligió el silencio para Plath, un silencio que resultaba culposo, antipático, villano. Hasta que editó en 1988 su libro póstumo, las Cartas de cumpleaños, con un poema por cada cumpleaños de su (primera) esposa suicida. Ariel y Cartas de cumpleaños son una conversación extraordinaria, un campo en llamas. Quizá uno de los daños más importantes que haya traído la cancelación de los 00 no es la censura, sino la pérdida de esta noción de la canallada humana, de lo fallados y rotos que todos estamos, y la imposibilidad de ver alguna belleza o tener compasión por los infiernos que nos construimos y los demonios que nos poseen. El reclamo de textos “edificantes” es tan opaco y mediocre. Siempre se puede dejar de leer, siempre se puede cerrar el libro.

Sylvia Plath también escribe con mucha crueldad, como en su último poema, “Edge”

La mujer se perfecciona. 

Su cadáver 

muestra la sonrisa del triunfo, 

la ilusión de una Griega necesidad 

flota en los pliegues de su toga, 

sus desnudos 

pies parecen decir: 

hemos llegado muy lejos, se acabó. 

Cada niño muerto se enrosca una blanca serpiente 

cada quien con su pequeño 

tazón de leche, ahora ya vacío.

Y esto horas antes de morir y dejar a sus niños con tazones de leche, aunque llenos. Hay un deleite y hay belleza en la preparación para el acto final. Ted Hughes también es brutal cuando la recuerda en alguno de los poemas del extraordinario libro Cartas de cumpleaños: 

Cuando al final te saliste con la tuya 

nuestra habitación era roja. Una sala de juicios. 

Un cofre cerrado para gemas. La alfombra de sangre 

con diseños oscurecidos, como coágulos.

Molly no es una conversación: es una declaración. Un soliloquio de Butler, a veces redundante y repetitivo. Uno piensa todo el tiempo en Molly como alguien que lo escucha, que se burla, que dice “eso no es cierto”, “interpretaste mal”, “eso es mentira”. Que lee con sarcasmo y con desdicha. Traduzco (mal) uno de los poemas de Molly:

Los muertos vuelven 

no para los demás 

sino para ellos mismos 

para escuchar sus historias 

por primera vez.

La pregunta es, finalmente, sobre las biografías y el derecho a la intimidad, o a la verdad. Lo cierto es que no hay tal derecho, porque la objetividad es una fantasía, y más aún con escritores, con su narcisismo, con la compulsión por exponerse, tarde o temprano. V. S. Naipaul autorizó a su biógrafo a revelar su crueldad, la violencia que ejerció sobre sus parejas y otras conductas criminales. Es de los pocos escritores que llegaron tan lejos, y dijo sobre esta decisión: “Las vidas de los escritores son un legítimo sujeto de escrutinio. Puede ser de hecho que la historia de vida de un escritor resulte un trabajo literario más iluminador de un momento cultural o histórico que los propios libros del autor”. Cada uno es dueño de la narrativa de su vida, y la narrativa siempre es parcial.

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