Nace Italo Calvino

La vergüenza ajena, la envidia sana y la falsa modestia son tres frases hechas, referidas a cosas inexistentes. La primera es mero desprecio; la segunda, envidia sin más contemplaciones; la tercera, petulancia como la copa de un pino.

No hace falta discurrir mucho para comprender que si en la solapa de un libro el autor escamotea el año de su nacimiento, lo hace porque ya se considera a sí mismo talludito. Si ya andando en el texto, al referirse a su persona, quien lo escribe cambia de pronombre, reemplazando el orgulloso “yo” —que en la lengua del gran Malcolm Lowry siempre se escribe en mayúscula, “I”, con independencia del lugar que ocupe en la oración— por el “uno”, en la idea de que referirse de esta manera a la propia persona es más humilde, viene a hacer lo que en un menú de mi primera base de datos se ofrecía tras un lema al que, como se ve, aún vuelvo: “Sustituir los valores por su defecto”. Me gusta esa mecánica, y ahora que es tan frecuente que los ovacionados respondan con aplausos a quienes les están aplaudiendo me complace traerla a cuento.

"Es sabido que Calvino era de esos autores que defienden que lo único que cuentan son las obras en sí y no los datos de sus creadores"

En esa exaltación del yo, que en el fondo entraña esa vanagloria que viene a suavizarse bajo el eufemismo de la falsa modestia y esa costumbre de repercutir los aplausos en quienes aplauden, puede que el caso de J. D. Salinger, el misterioso novelista de El guardián entre el centeno (1951), sea el más destacado de estos misterios. Nada mejor que ocultar los datos para convertirse en un autor de culto, si lo que se concibe merece tal dignidad, por supuesto. El caso de Italo Calvino, aunque apuntó maneras en este mismo sentido, es algo diferente. Vamos con ello.

El 15 de octubre de 1923 fue un día grande para la literatura universal porque, ya presagiando a ese maestro de la desubicación que habría de ser, Calvino —uno de los grandes escritores italianos del amado siglo XX— nació en Cuba. En efecto, fue en Santiago de las Vegas —un municipio de la provincia de La Habana que empleaba a su padre, oriundo de San Remo, como ingeniero agrónomo y profesor de botánica— donde vio la luz por primera vez uno de los grandes de las letras trasalpinas. Aunque todo lo dicho anteriormente podrían ser meras conjeturas: es sabido que Calvino era de esos autores que defienden que lo único que cuentan son las obras en sí y no los datos de sus creadores. Con las mismas, llegaba a jactarse ante quien le estaba entrevistando de responder a las cuestiones biográficas con invenciones o con falsedades, incluso en graciosa alternancia de unas con otras.

Hacía falta ser Calvino, y que el periodista le admirase mucho, para escucharle semejante afirmación y seguir charlando humildemente con él. Pero a buen seguro que cualquier lector de El barón rampante (1957), de toda la Trilogía de nuestros antepasados —de la que El vizconde demediado (1951) y El caballero inexistente (1959) serían las novelas restantes— lo habría hecho.

"De una manera o de otra, hoy vengo a celebrar el nacimiento de Italo Calvino reivindicando la figura de Cosimo Piovasco di Rondò, el barón rampante"

Así que Italo Calvino hacía profesión de mantener en las solapas un cierto misterio sobre su persona, para que el lector le descubriera en las páginas de sus libros. En las de la trilogía de Nuestros antepasados no era tarea fácil. Lícito o ilícito el artificio —en la literatura todo es artificio—, la operación es relativamente frecuente para que no se mezcle la obra con la experiencia vital de quien la escribe. Qué hacemos entonces con aquella lúcida sentencia de Flaubert —“Madame Bovary soy yo”— puesto a demostrar que su impronta, su personalidad, su yo, en definitiva, estaba detrás de todo lo que escribía.

De una manera o de otra, hoy vengo a celebrar el nacimiento de Italo Calvino reivindicando la figura de Cosimo Piovasco di Rondò, el barón rampante. Hablamos de un rebelde con mayúsculas, como el “I” de los ingleses, un espíritu libre, ajeno a las masas, nada que ver con los pastoreados por las lideresas en las manifestaciones. Hablamos de quien, tras discutir con su padre porque su hermana Battista, acuciada por esos rigores que abruman a los nobles arruinados, cocinaba ratas, hongos y alimentos raros, antes de comerse semejante bazofia decidió subirse a un árbol y, yéndose por las ramas, nunca más volvió a bajarse.

Si Calvino era como Cosimo, a mí, que puedo jactarme de haber comido desde que abrí la boca por primera vez única y exclusivamente lo que me gusta, y vanagloriarme, también, de haber hecho, siempre y en todo momento, lo que me ha dado la gana, la rebeldía del barón rampante me conmueve infinitamente más que la grey entera puesta a dar voces.

"Si Italo Calvino fue como sus personajes, hoy conmemoramos la llegada al mundo de un ser fabuloso, una figura clave en el siglo XX, porque logró combinar lo imaginativo con lo filosófico"

El vizconde demediado (1951) fue anterior. Llegó a las librerías en el 52, pero como por lo común suele leerse tras la fascinación que causa El barón rampante, vamos a dar noticia de él en segundo lugar. Es la historia de Medardo de Terralba y de Cruzio, su escudero, que marchan por la llanura de Bohemia prestos a unirse a la hueste cristiana en la lucha contra el turco, cuando la bala de un cañón otomano parte al vizconde en dos, separando al hacerlo, como en la cabeza del dios Jano, al dios bueno del dios malo.

Y por último, El caballero inexistente (1959), como la vergüenza ajena, la envidia sana o la falsa modestia, no es más que una armadura vacía, sostenida por una voluntad suprema, la impuesta por su conciencia de ser, que marcha junto al ejército de Carlomagno.

Si Italo Calvino fue como sus personajes, hoy conmemoramos la llegada al mundo de un ser fabuloso, una figura clave en el siglo XX, porque logró combinar lo imaginativo con lo filosófico. Una obra que, desde una aparente jovialidad, invita a la reflexión grave.

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