Nadiuska, un juguete roto

Manuel Summers es uno de esos cineastas cuya valía se tiende a menoscabar por sus cintas más comerciales. Sin embargo, antes de estrenar Adiós cigüeña, adiós (1970), ¡Ya soy mujer! (1975), la trilogía de Todo er mundo é güeno (1982-1985) y el resto de sus grandes éxitos de taquilla, Summers conoció cuatro grandes éxitos de crítica con sus cuatro primeras realizaciones. Un cuarteto en verdad sobresaliente que le convirtió en uno de los autores más destacados del Nuevo Cine Español de los años 60.

Del rosa al amarillo (1963), la primera de aquellas producciones, es uno de los clásicos más entrañables de nuestra pantalla. Integrada por dos historias, la rosa nos habla del primer amor, el que Martín, un flecha de la OJE interpretado por Pedro Díez del Corral, siente por Margarita (Cristina Galbó), quien le acabará dejando por un chico mayor. La historia amarilla es la de un amor en la senectud: el surgido entre dos ancianos internos en uno de aquellos tristes asilos anteriores a las modernas residencias para la tercera edad. Josefa (Linda Onesti) y Valentín (José V. Cerrudo), hasta sus nombres se antojan antiguos, intentarán inútilmente escapar de allí. Más que los muros de la casa, lo que les impide fugarse es que ya no tienen tiempo para vivir su amor. Personalmente, siempre que reviso La chica del atardecer (1978), sobre la peripecia de un actor jubilado que se enamora de la muchacha que sirve el desayuno en la residencia que le acoge —una de las últimas delicias que nos depara la filmografía del italiano Dino Risi—, me acuerdo de la historia amarilla de Summers y acabo viendo las dos. ¡Que festín de buen cine!

"Pocos caminos fueron tan tristes y tortuosos como el reservado a Nadiuska"

Lo que no tiene parangón es La novia de luto (1964). El segundo de los grandes filmes de Summers está ambientado en lo más profundo de aquella España donde lo que no estaba prohibido era obligatorio, en uno de aquellos pueblos en los que el luto, el medio luto y el alivio de luto se guardaban más que en Madrid. Ante semejante panorama, Rafael (Alfredo Landa) no puede ver a su novia, Rocío (María José Alfonso), hasta que la muchacha termine de llorar a todos sus difuntos. Y a la joven se le están muriendo tíos hasta que su novio, que en verdad la quiere, se cansa y se marcha desesperado del lugar.

El juego de la oca (1965), tercera de las cintas en cuestión, versa sobre la aventura que un dibujante publicitario, felizmente casado y con un hijo, mantiene con una compañera de trabajo. Protagonizada por la maravillosa Sonia Bruno —otra de las cosas que hay que reconocerle a Summers es su exquisito gusto para la elección de las actrices—, es uno de los más lúcidos y dramáticos acercamientos a uno de los temas favoritos de la comedia española de finales de los 60: el de las relaciones extraconyugales.

Si las tres películas anteriores son auténticas obras maestras de la pantalla de ficción autóctona, la cuarta es otro tanto respecto al documental. Juguetes rotos (1966) lleva por título, y resulta todo un recital de cine sobre la realidad elevado a la enésima potencia. Tanto que viene a mostrarnos lo poco que le queda a las celebridades de antaño cuando su gloria se acaba, su tiempo queda atrás y se convierten en juguetes rotos de otra época. Entre el plantel de personajes finiquitados sobre los que Summers dirige su mirada destacan los boxeadores. Y en verdad que fue triste la suerte de Nicanor Martínez —campeón de España del peso ligero (1923) y del wélter (1934)— cuando colgó los guantes. El ocaso de Paulino Uzcudun casi fue peor. Campeón de los pesados de España y de Europa, el curso del tiempo le borró de la memoria la mayor parte del esplendor de su pasado.

"Los graves problemas económicos que sufría se mezclaron con un desequilibrio que la llevó de la pensión donde languidecía al antiguo hospital Alonso Vega"

Entre todos aquellos ocasos desdichados, sólo se da noticia del de una modelo y actriz: Marina Torres. Si Summers volviese a emplazar su cámara en nuestros días, a buen seguro que habría muchas más, y entre todas ellas Nadiuska ocuparía un lugar de excepción. Cuando los escotes se taparon, los ardores se aplacaron y los guiones dejaron de exigir los desnudos de sus intérpretes, menudearon los destinos desdichados entre las musas del destape, como se llamó al softcore patrio que conoció la pantalla de los años 70. La suerte última de casi todas sus starlettes es la demostración de que, por más literatura que inspirasen y aún inspiran, fueron utilizadas como una hermosa mercancía, poco más que carnaza, y posteriormente olvidadas cuando la coyuntura cambió.

Pocos caminos fueron tan tristes y tortuosos como el reservado a Nadiuska. Su suerte acabó siendo tan atroz como la de esos boxeadores, sonados tras décadas recibiendo golpes en el cuadrilátero, que al bajar de la lona apenas pueden hablar. Ya en el fin de siglo, los graves problemas económicos que sufría —clásicos en la decadencia— se mezclaron con un desequilibrio que la llevó de la pensión donde languidecía al antiguo hospital Alonso Vega —actual Rodríguez Lafora—, el entonces psiquiátrico de Madrid. Allí le diagnosticaron una esquizofrenia que la mantuvo ingresada hasta el año 2002.

"Nadiuska volvía a estar en el candelero por el dramatismo de su situación"

De nuevo en la calle y sin medio de ganarse la vida, volvió a llamar la atención de la prensa. Pero no por mostrar sus encantos más íntimos, como hacía en las revistas —masculinas y de información general, pues fue varias veces portada de Interviú— durante la transición. Nadiuska volvía a estar en el candelero por el dramatismo de su situación. Los comentaristas de la crónica social aseguraron que estaba maldita por un productor al que negó sus favores. Pero aunque todos parecían conocerlo y estar de acuerdo en ese dato, no dieron su nombre.

Hay que escrutar muy detenidamente en los casi cincuenta títulos que integran su filmografía para dar con una cinta digna de mención. Si acaso esa madre del cimmerio a la que Nadiuska recreó en Conan el bárbaro (John Milius, 1982). Pero su aparición en ella se limita a coger de la mano al pequeño Conan —Jorge Sanz, en uno de sus primeros trabajos— mientras una hueste rival la decapita en un ataque a su aldea.

En 1971, unos diez años antes de aquel rodaje, uno de los últimos que los norteamericanos localizaron en España concibiendo nuestro país como un plató barato, arribó a Barcelona una modelo alemana. Había nacido en el municipio bávaro de Schierling. Llamada Roswicha Bertasha Smid Honczar, no es de extrañar que, un año después, cuando debutó en el cine, ya lo hiciera con el nombre de Nadiuska. Aunque ya había cobrado cierta notoriedad mostrando todo lo que se podía mostrar entonces —muy poco, a decir de los lectores de las revistas que sin ser eróticas ya iban dirigidas al elemento masculino—, su primera cinta fue Timanfaya, un drama erótico turístico —ambientado en las Canarias— dirigido por José Antonio de la Loma.

Aunque en aquella ocasión la protagonista era la reina del fantaterror patrio, la maravillosa —a la par que entrañable, pues había sido la chica del anuncio del brandy Fundador— Patty Shepard, debió de ser entonces cuando Nadiuska se convirtió en una de esas actrices de las que, se decía, rodaban desnudas en la versión internacional de las películas.

"Se casó con Fernando Montalbán Sánchez, un chatarrero e indigente ocasional, para adquirir la nacionalidad española"

En efecto, a comienzos de los años 70 era frecuente que las producciones españolas contasen con copias específicas para la distribución extranjera en donde las actrices se destapaban por completo. Con el tiempo, que lo explica todo, y el pase de aquellas cintas para la distribución en el extranjero en emisiones televisivas españolas, se comprobó que sí, que los desnudos eran verdad. Pero entonces, mientras lo verde empezó en los Pirineos —vaya parafraseando el título del cuarto filme de Nadiuska, una comedieta del 73 de Vicente Escrivá— aún faltaban unos años para los primeros topless de aquella joven alemana que ya figuraba en la mitología masculina entre las chicas más deseadas.

Ella misma tenía tantas ganas de descubrir el esplendor de su lirismo al paisanaje que, en 1973, se casó con Fernando Montalbán Sánchez, un chatarrero e indigente ocasional, para adquirir la nacionalidad española. En efecto, fue un matrimonio de conveniencia que nunca se consumó. De hecho, Nadiuska aún era la señora de Montalbán —la nulidad no se produjo hasta 1980— cuando en octubre de 1975 asistió a un desfile del diseñador Miguel Marinero en el Casino de Madrid. Siendo ésta una institución concebida a la antigua usanza y a imitación de los clubes ingleses, prohibía la entrada a mujeres solas, que además no pudieron ser socias hasta 1987. De modo que Nadiuska se presentó acompañada por el marqués de Cubas. En aquella ocasión coincidió con una de las grandes intérpretes de la pantalla italiana, Gina Lollobrigida. “Nadiuska era un personaje auténtico. Amiga de Jean-Louis Mathieu, el relaciones públicas encargado de la organización del evento”, recordaba recientemente el diseñador. “Vino sin dudarlo cuando él se lo propuso. ¡Y sin cobrar! Llevaba un turbante de plumas negro y un vestido divino”.

Conan el bárbaro

Sí señor, aquellos fueron los días de gloria de Nadiuska. La vida había empezado a tratarla bien un par de años antes, con el arranque de su filmografía. Vida conyugal sana (1973), una de las aportaciones de Roberto Bodegas a la llamada Tercera Vía, fue otra de las primeras cintas de la actriz. Fue la Tercera Vía un empeño del productor José Luis Dibildos de poner en marcha un cine entre la pantalla de autor y la comercial. En esas producciones deberían buscarse los mejores trabajos de Nadiuska, si bien en sus secuencias era poco más que la chica del desnudo.

En efecto, corría 1974 cuando el topless de Ana Belén frente al espejo en El amor del capitán Brando, una de las mejores cintas de Jaime de Armiñán, marcó el comienzo del destape en la pantalla autóctona. Nadiuska empezó a desnudarse en filmes como El chulo (Pedro Lazaga, 1974). Desde entonces hasta comienzos de los años 80, cuando la libido del paisanaje se calmó, la voluptuosidad de su belleza más íntima la convirtió en todo un mito erótico en cintas como Chicas de alquiler (1974), del nunca bien ponderado Ignacio F. Iquino; Un lujo a su alcance (Ramón Fernandez, 1975) o La amante perfecta (Pedro Lazaga, 1976). Ya como protagonista, fue la María de Dos hombres y en medio dos mujeres (1977), de Rafael Gil.

"Como los boxeadores sonados, apenas recordaba que fue uno de los grandes mitos eróticos de la Transición"

En fin, multitud de producciones en las que, amén de por su lirismo, se hizo querer por su trabajo. De no ser así, ya entrados los años 80, con su belleza a punto de marchitarse, su carrera no se hubiera prolongado en teleseries como Tristeza de amor (1986). En sus últimos rodajes de los 90 comenzaba a perder la razón.

Cuando se supo de su desdicha, había abandonado su residencia en El Viso, una de las zonas más postineras de Madrid, para ocupar un modesto apartamento en Chamberí del que estaban a punto de echarla por no pagar la renta. Buscaba en los cubos de basura y desvariaba. Decía que su novio era el rey, que Javier Sardá le enviaba cartas de amor y que fuentes próximas al monarca se querían deshacer de ella para que no hablase. Los pocos amigos que le quedaban le pagaron el alquiler y le llenaron el frigorífico. Volvió a posar desnuda para sacar dinero.

No sirvió de nada. Como los boxeadores sonados, apenas recordaba que fue uno de los grandes mitos eróticos de la Transición. Cuando volvió a los cubos de basura, todavía lucía en su muñeca su antiguo reloj joya, último resto de su gloria. No era consciente de su valor.

De vuelta al psiquiátrico, encontró la paz entré las monjas del centro. Como Laura Antonelli, Nadiuska buscó el sosiego en la espiritualidad. Y allí sigue esperando, sin recibir visitas, pasar a mejor vida.

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