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Maria Schneider, una hippie de los 70

Maria Schneider, una hippie de los 70

Las hippies de los años 70 olían a pachuli, vestían faldas de artesanía oriental, engarzaban en sus pulseras piedras de Mauritania y tarareaban las canciones de Bob Dylan con inenarrable gracia. Las hippies de los años 70 no tenían novio, se entregaban sin contemplaciones al chico que les gustaba más. Eso sí, llegado el caso, eran capaces de irse con él, a dedo y sin un duro, hasta Ámsterdam. Las hippies de los años 70 se burlaban del autoritarismo que, en mayor o menor medida, imperaba entonces en toda la sociedad occidental. Las hippies de los años 70 eran tan libres y viajeras que ya tenían forma de recuerdo apenas las acababas de conocer. Memoria incólume, que aún estremece en lo más íntimo a cuantos tuvieron la inmensa fortuna de compartir su bohemia, porque ellos saben, a ciencia cierta, que las hippies de los años 70 destacan entre las mejores chicas que ha dado la humanidad.

Maldita, heterodoxa y alucinada, Maria Schneider fue una muchacha inmersa en aquella sedición juvenil. Maldita por su padre, el actor Daniel Gelin, quien la engendró en una relación adulterina que mantuvo con la modelo Marie-Christine Schneider y nunca la reconoció; heterodoxa porque la ortodoxia de su tiempo aún mandaba que las chicas fueran todo lo buenas, trabajadoras y limpias que precisaba la felicidad de un chico de idénticas características; y alucinada por su experiencia con las sustancias estupefacientes, que la llevaron a un hospital psiquiátrico en 1978. En aquel centro conoció al único chico al que se la asocia —se había declarado bisexual en 1974, cuando nadie lo hacía— y se fue con él a Suecia en busca de una paz que nunca encontró.

"El segundo estigma que obró en Maria Schneider fue el que le impuso Bernardo Bertolucci cuando decidió que Marlon Brando la sodomizase"

Porque el segundo estigma que obró en Maria Schneider fue el que le impuso Bernardo Bertolucci cuando decidió que Marlon Brando la sodomizase en la célebre secuencia de la mantequilla de El último tango en París (1972). Aquella violación también la mantuvo alucinada hasta su último aliento. Nunca se lo perdonó. Cuando le preguntaban por el realizador aseguraba que no le conocía. Se carteó con Brando durante mucho tiempo. Consideraba que el único culpable del ultraje sufrido fue Bertolucci y no volvió a dirigirle la palabra. El cineasta, tras el óbito de su actriz, reconoció que aquello —que en el guión no estaba escrito en ningún lado— fue una forma de violación. “No quería que fingiese, quería que lo sintiera”. ¡Vaya si lo sintió! Siendo tan solo una hippie de diecinueve años, nadie le dijo que perfectamente podía haber denunciado a Bertolucci por aquello. Si los empleadores pudieran violar u ordenar la violación de sus empleados estaríamos apañados. Siempre según las declaraciones del cineasta, de aquella orden en concreto nunca se arrepintió. De hecho, en su momento, se puso a preparar el rodaje de Novecento (1976), toda una loa al Partido Comunista Italiano, sin dar mayor importancia al asunto. Fue en 2013 cuando, a raíz de nuevas afirmaciones al respecto del realizador, entre las exigencias del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer se empezó a pedir que la violación de Maria Schneider no quedase en la impunidad. Bertolucci murió en 2018 sin pagar por ello. Se marchó entre los aplausos que, dejando a un lado aquella orden, merece su filmografía, una de las mejores del cine de su tiempo.

Por más que su realizador sostuviera que El último tango en París no era una película erótica, lo cierto fue que cientos –quizá miles– de españoles en las postrimerías del franquismo viajaban a Perpiñán ex profeso para asistir a su proyección. Y no es exagerado sostener que cruzaban los Pirineos sólo para ver si la famosa secuencia de la mantequilla era verdad. Pero “reprimidos” —aquellos que asistían atónitos a la revolución sexual de los “liberados”— había en todo el mundo. Además de en Italia y en España, El último tango en París fue prohibida en muchos otros países. Paul (Brando), su protagonista, es un cuarentón suicida que acaba de perder a su mujer. Jeanne (Maria) es una joven que se entrega a él fortuitamente en un piso en alquiler, en las inmediaciones del puente de Bir-Hakeim. Allí mismo y a partir de entonces establecerán una relación brutal. Fue tanto el escándalo provocado por las procacidades mostradas en El último tango en París que Wendell Ambruster Jr. (Jack Lemmon), el simpático protagonista de Avanti! (Billy Wilder, 1973), para dárselas de liberado asegura que ha visto el filme de Bertolucci, como si sodomizar a las jóvenes en los pisos en alquiler fuera lo más normal.

"La violación de la que fue objeto ante la cámara de Bertolucci podría figurarse una brutal representación de cómo la vida burguesa y el mundo adulto habrían de acabar con esas hippies de los 70"

Si Maria Schneider llegó a ser un mito erótico de los años 70, fue el más singular. Quizás sea más acertado escribir que simbolizó de forma inequívoca el desencanto, las excentricidades y la inconstancia de aquel tiempo. Y, ya puestos, la violación de la que fue objeto ante la cámara de Bertolucci podría figurarse una brutal representación de cómo la vida burguesa y el mundo adulto habrían de acabar con esas hippies de los 70 que aún emociona recordar.

Nacida en París en 1952, la hostilidad de Maria Schneider hacia su padre le hizo adoptar el apellido materno en su carrera profesional. “Estoy cansada de que me presenten como hija de Daniel Gelin cuando él nunca me ha reconocido. Lo he visto tres veces en mi vida”, aseguraba en tono de reproche, si bien su madre —tan bohemia como habría de ser la propia Maria— también la abandonó. Parece ser que, prácticamente, pasó dos años al cuidado de la niñera. Vivió junto a su progenitora entre los diez y los quince abriles, edad a la que se fue a casa de su tío, el psicólogo y escritor Michel Schneider. Una hija de éste y prima de la actriz, la conocida periodista Vanessa Schneider, publicó en 2018 una biografía de Maria en la que afirmaba que ésta tuvo más trato con su padre del que pretendía. Incluso hay declaraciones de la actriz referidas a cómo uno de sus hermanastros “ejercía de rojo” en las protestas de mayo del 68, “mientras estudiaba para convertirse en un burgués”, y ella no podía asistir a una escuela de bellas artes, atendiendo a su primera vocación. En cualquier caso, son referencias tan confusas que no pueden llevar a ninguna conclusión.

Lo que sí está claro es que lo primero en ella fue la contestación, ese inconformismo preceptivo en los hippies de los años 70. Al no poder estudiar arte como hubiera querido, pese a que la familia de su madre pertenecía a cierta bohemia burguesa que sí le hubiera podido costear los estudios, la joven Maria comenzó a ilustrar las cartas de los menús de algunos restaurantes. Debió de ser su padre quien la llevó a los primeros montajes teatrales. El caso fue que se subió por primera vez a un escenario con sólo 15 años. Siempre como comparsa, pasó del escenario a la pantalla en Vidas truncadas (1969), un dramón de Terence Young. Ya en su segundo trabajo para el cine, Las mujeres (Jean Aurel, 1969), el desamparo de Maria conmovió a la mismísima Brigitte Bardot, quien la tomó bajo su protección.

Siendo BB una de las grandes musas no solo del cine, de todo aquel tiempo en general, Maria Schneider no tardó en convertirse en actriz de reparto. Madly (Roger Kaen, 1969) fue su primera cinta con la nueva condición. Alain Delon, su protagonista, también simpatizó con el desamparo y el desarraigo de Maria y se convirtió en su segundo protector. Al punto, la joven actriz empezó a ser la hippie de títulos como Les jambes en l’air (Jean Dewever, 1971), Hellé (Roger Vadim, 1972) o What a Flash! (Jean-Michel Barjol, 1972).

"Y llegó la violación. Desde entonces se volvió irascible e iracunda, una de esas actrices antipáticas con las que es muy difícil trabajar"

Convertida al cabo en una de las representantes ideales en la pantalla europea del prototipo de las chicas de los años 70, eso fue, sin duda alguna, lo que llamó la atención de Maria a Bertolucci. Y ella se prestó a esas secuencias de los desnudos y demás placeres de los “reprimidos” con la misma naturalidad que las mejores chicas de aquellos días se daban a la revolución sexual. Lejos estaba de imaginar la todavía incipiente actriz que esa historia de amor tan desesperado como sus cópulas, narrada en El último tango en París, habría de estigmatizarla fatalmente. Y llegó la violación. Desde entonces se volvió irascible e iracunda, una de esas actrices antipáticas con las que es muy difícil trabajar. Si se hace es sólo porque sus creaciones de los personajes rozan la perfección.

Aunque en su filmografía hubo filmes de títulos tan inequívocos como El último adiós en Londres (Enrico Maria Salerno, 1973), los cineastas más sutiles supieron ver en Maria a esa genuina representante de ciertas chicas de los años 70 que fue. Así, el gran Michelangelo Antonioni, siempre atento a la modernidad, le encomendó la interpretación de la muchacha sin nombre de El reportero (1975). Rodada en buena parte en España, en aquella ocasión la actriz compartió protagonismo nada menos que con Jack Nicholson. Fue, junto con la Jeanne de El último tango en París —una de las mejores películas de Bertolucci según la crítica, independientemente del escándalo—, el gran personaje de la actriz.

Antes de que acabara 1975 tuvo tiempo de ponerse a las órdenes de René Clement para ser la Michelle de La cicatriz. Con Claude Chabrol trabajó en Locuras de un matrimonio burgués (1976). Siempre quiso desmarcarse de su condición de símbolo sexual, para lo que incluso llegó a renunciar a su popularidad. “Que piensen de mí lo que quieran, que soy una perdedora, una drogadicta, que voy muy mal peinada, que tengo muy mal genio… Me da igual”.

"Del rodaje de Calígula, otra cinta prohibida en medio mundo por sus secuencias de sexo explícito, fue expulsada cuando se negó a desnudarse"

Del rodaje de Calígula (Tinto Brass, 1978), otra cinta prohibida en medio mundo por sus secuencias de sexo explícito, fue expulsada cuando se negó a desnudarse. En el de Ese oscuro objeto del deseo (Luis Buñuel, 1977) ya le había pasado algo parecido. Con el tiempo, don Luis comentaría que la descubrió en El último tango en París y, tras rodar unos días con ella, su productor, Serge Silberman, dijo que no quería tenerla allí.

En los años 80, Maria Schneider afianzó su filmografía con colaboraciones con algunos de los mejores cineastas europeos. Así, fue la Leo de Merry-Go-Round (Jacques Rivette, 1982). En esta ocasión, el realizador le permitió que ella misma escogiera a sus compañeros de reparto, y ella se decidió por el estadounidense Joe Dallesandro, el antiguo actor fetiche de Paul Morrissey. Sin olvidar su colaboración en Bunker Palace Hôtel (1989), una de las distopías del siempre sugerente —ya sea un álbum de cómics o una película su propuesta— Enki Bilal.

El resto prácticamente fue televisión. Las noches salvajes (Cyril Collard, 1992) y La clienta (Josiane Balasko, 2008) fueron las últimas ocasiones que tuvieron los espectadores de apreciar su buen hacer en la gran pantalla. Su toxicomanía y sus salidas de tono siempre fueron del dominio público. Pero murió de cáncer hace ahora diez años. En la ceremonia de despedida, Alain Delon, muy emocionado, leyó unas palabras sobre Maria Schneider escritas por Brigitte Bardot.

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