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Niños invisibles

Niños invisibles

La dedicatoria con la que se abre Fiebre, la primera novela de Jonathan Bazzi, es toda una declaración de intenciones sobre su contenido: «Para los niños invisibles». Y es que esa invisibilidad, expresada en dos tiempos y en múltiples sentidos, es uno de los temas centrales de esta crónica autoficcional en la que el narrador convierte a su autor en personaje y logra tal empatía con quienes leemos sus palabras que, al acabar el libro, casi sentimos ganas de abrazarlo. De seguir con él. De pedirle que no se vaya del todo de nuestra vida, porque esta es una de esas lecturas que permanecen en la memoria y en la que es imposible no reconocerse en muchas de las situaciones que nos plantea, aun cuando la realidad del protagonista pueda diferir mucho de la nuestra.

Porque más allá de los hechos que construyen la arquitectura argumental, que pueden sintetizarse en el diagnóstico del VIH que recibe el personaje en su edad adulta y en la complejidad de su vida en un barrio de las afueras de Milán en su edad infantil y adolescente, lo que nos plantea esta novela es un viaje por las fisuras que constituyen nuestro carácter, buceando en cómo nos marca y determina el entorno, empujándonos siempre hacia una normatividad que invisibiliza a quienes se salen de sus márgenes, a todos esos niños de la dedicatoria y entre quienes se incluye su protagonista.

"Niños que han crecido ocultando parte de sus rasgos por miedo a no encajar. Que se han visto en la obligación de tejer capas con las que protegerse"

Niños que han crecido ocultando parte de sus rasgos por miedo a no encajar. Que se han visto en la obligación de tejer capas con las que protegerse cuando descubren que algo tan inocente como querer disfrazarse en Carnaval de Jessica Rabbit puede convertirse en sinónimo de burla y, por supuesto, de prohibición: «No se puede: no puedes ir disfrazado de Jessica Rabbit. Me obligan a ir de Roger, el conejo. Siempre quiero lo que no toca. ¿Quién me lo ha enseñado?”.

En ese aprendizaje —en este caso, negativo: se aprende a no ser, de modo que el protagonista tendrá también que aprender a rebelarse contra ello—, la novela tiene un punto de Bildungsroman, pues no dejamos de asistir a los hechos que forjan el carácter de Jonathan y que nos explican cómo es en este hoy, en ese momento en que llegan un diagnóstico que cambia su vida y que lo empuja a una nueva invisibilidad: la del estigma que, a fecha de hoy, aún convive con el VIH y que, como explica bien el narrador, tiene que ver con la ignorancia, sí, pero también con el silencio y el tabú social que pesa sobre la enfermedad, con ese lenguaje épico y, peor aún, a veces hasta poetizante con el que se disfrazan realidades que deben tratarse con la misma verdad con que se abordan en este libro.

Y ahí, precisamente, es donde Fiebre resulta más brillante. En el modo en que, en esa narración que oscila entre el pasado y el presente, se combinan los saltos temporales con los cambios estilísticos. Aunque en todas sus páginas predomina un registro con tendencia a lo nominal y a la sintaxis escueta y certera, esa concisión nace de perspectivas muy distintas. En los capítulos del pasado, la brevedad resulta coherente con el punto de vista del niño que, a través de las palabras de su yo adulto, intenta contarnos su historia, invitándonos a ser testigos de una suerte de cuento perverso donde cabe la ingenuidad al mismo tiempo que la denuncia social o, cuando se adentra en ciertos aspectos de su vida en Rozzano, hasta la crueldad.

"A pesar del auge del subgénero de la autoficción, no son muchos los textos que destacan por la universalidad de sus propuestas"

En los capítulos del presente, sin embargo, esa depuración verbal refleja la angustia y las dudas del personaje que, atenazado por el miedo y la incertidumbre, trata de buscar palabras mientras asume lo que le está ocurriendo. La enfermedad, encarnada en la fiebre que da título a la novela, lo devuelve a una experiencia tan íntima que hasta llega a apartarlo de quienes lo rodean: «La enfermedad separa, escinde, confina en una esfera aparte (egoísta, asustada) a su portador, lo devuelve a ese yo-yo-yo atávico en el que no se ve nada que no sea él mismo.» Una experiencia que condiciona su mirada y también los cauces de su relato, dotado en todo momento de una extrema y valiosa sinceridad.

A pesar del auge del subgénero de la autoficción, no son muchos los textos que destacan por la universalidad de sus propuestas. Muchos, sospecho, acabarán sumidos en un notable olvido proporcional a la banalidad de su contenido que, a menudo, parece tener más de ajuste de cuentas un tanto victimista que de verdadera vocación literaria. No es este el caso de Fiebre. Al revés. En sus páginas se respira la misma verdad que en otras lecturas autoficcionales como Apegos feroces, de Vivian Gornick, o Despojos, de Rachel Cusk. Los tres títulos abordan temas muy diferentes, pero constituyen una magnífica trilogía sobre las posibilidades literarias que nos ofrece la autoficción cuando se combinan  con acierto verdad, desnudez emocional y valentía literaria. Y quizá esa suma sea la que hace que Fiebre no solo sea una novela que se recorre con emoción por la honestidad que destilan sus páginas, sino con auténtico placer lector por la capacidad con que Jonathan Bazzi construye el universo de situaciones y espacios que la componen, convirtiéndonos en parte de esos niños invisibles que aún necesitan ser contados.

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Autor: Jonathan Bazzi. Título: Fiebre. Editorial: Literatura Randon House. Venta: Todostuslibros.

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