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No nos encontraremos caminando

No nos encontraremos caminando

Hace diez años hice el Camino de Santiago siguiendo su ruta primitiva, la que une Oviedo y Compostela, y de vez en cuando me vienen a la mente algunas de las personas con las que coincidí en aquellos días y de las que poco o nada he vuelto a saber. Me acuerdo, sobre todo, de Joe. No coincidimos demasiado, pero las pocas veces en que se encontraron nuestros pasos, no más de cinco o seis, descubrimos que nos sentíamos extrañamente cómodos el uno junto al otro. Caminaba junto a una mujer puertorriqueña que se llamaba Vivian y que nunca supe si era su pareja o sólo una amiga con la que compartía una pasión por las andaduras kilométricas, y si en el momento en que nos conocimos ―a la salida de Oviedo, a punto de emprender el ascenso a Paniceres― me pareció un tipo arisco y hasta malencarado, cuando nos encontramos por segunda vez e intercambiamos algunas palabras ―fue dos jornadas después, en el vestíbulo de un palacio de Tineo― la impresión que me dio fue la contraria: un tipo jovial y franco que además venía entusiasmado tras haberse tropezado con una vuelta ciclista en el último tramo de la etapa. Comenzamos a buscarnos en los finales de cada jornada, y cuando ocurría ―que no era a menudo, porque a veces él se dejaba ver cuando yo ya me había retirado y viceversa― nos sentábamos juntos a cenar o a tomar algo y nos contábamos qué tal nos había ido durante el día. En aquellas largas charlas me hablaba de su querencia por los viajes, de cuánto le gustaba explorar los recovecos del mundo. Recuerdo con especial cariño las horas que compartimos en el que posiblemente sea el pueblo más feo del mundo, sentados a una mesa de un bar inhóspito en un atardecer cuajado de nubarrones. Los anteriores habían sido días duros y conjuramos aquella mala sombra con unas risas que prolongamos hasta la hora de poner rumbo a la cama sin saber que no íbamos a volver a vernos hasta que todo acabara. Fue el día en que yo me iba de Santiago. Quise despedirme de la ciudad desde las alturas del Monte do Gozo y allí mismo, junto a las esculturas de los peregrinos, me lo encontré. Vivian y él habían acumulado algunas jornadas de retraso y fue el puro azar el que hizo que coincidieran su entrada y mi salida. Lo celebramos alborozados porque creo que a ambos nos pareció un buen presagio, y nunca he olvidado las palabras que me dijo cuando, de manera un poco boba, caímos en la cuenta de que iba a ser difícil que nos volviéramos a tropezar en el futuro: «We’ll meet someday, somewhere, walking». Nos dimos un apretón de manos y después nos abrazamos, y luego permanecí unos minutos contemplándolos descender por la ladera.

"Era tal su frenesí andariego, su facilidad para pasarse la vida transitando de acá para allá, que a lo largo de todos estos años yo mismo había querido creerme su vaticinio"

Me escribió un correo algunas semanas después en el que me contaba que, tras completar el Camino, había emprendido junto a su acompañante una excursión por los conventos que fundó Teresa de Ávila en Castilla. Unos meses más tarde me informó de que acababan de completar un nuevo viaje, esta vez por Estambul, Budapest, Cracovia y Praga. «I wanted to keep you posted on the journey, but typing on a cell phone is just no compatible for me to try. I need a full sized keyboard». Me envió un último mensaje en septiembre de 2018 para informarme de que se estaba planteando seriamente la posibilidad de recorrer al año siguiente la Cresta del Pacífico, un itinerario de más de cuatro mil kilómetros que une el norte de México con el sur de Canadá. Era tal su frenesí andariego, su facilidad para pasarse la vida transitando de acá para allá, que a lo largo de todos estos años yo mismo había querido creerme su vaticinio y en algún sótano recóndito de mi consciencia habitaba la convicción de que, en el caso que me diera por calzarme otra vez las botas y lanzarme a andar por los laberintos jacobeos, me terminaría encontrando con Joe en algún recodo.

"En ocasiones pretende uno entregarse a una pequeña celebración y termina componiendo una elegía"

Le escribí hace unos días para saber cómo andaba su vida ahora que había transcurrido una década desde nuestra amistad en el Camino, si finalmente había llegado a consumar aquella larga caminata por la costa oeste estadounidense de la que nada más me dijo. El servidor me devolvió el correo al instante, y tras comprobar que había tecleado bien su dirección me dio por introducir en Google su nombre completo y sus señas postales —las tenía porque se las había solicitado en su momento para enviarle un ejemplar del diario que publiqué con los avatares de mi peregrinación—, por ver si se había cambiado de cuenta y figuraba en algún lugar una posible vía de contacto. Fue así como me abofeteó la noticia de su muerte. En la página de una funeraria de Houston leí, entre el estupor y la congoja, que Joe Murdock había fallecido el 15 de octubre de 2019, en el hospital MD Anderson, tras mantener «una reñida y corta batalla» contra un cáncer de páncreas. Me enteré de muchas cosas de su vida que ignoraba ―que se graduó en la escuela secundaria SP Waltrip y se tituló en la Universidad de Texas; que disfrutaba cocinando recetas de países extranjeros; que dirigía su propio negocio de fabricación de equipos y suministros de laboratorio; que su pérdida dejaba desconsolados a su madre, a sus sobrinos y a «su especial amiga viajera» Vivian González, de Puerto Rico― y contemplé algunas fotos suyas que me devolvieron a aquellas tardes en que lo veía llegar a los albergues sudoroso y feliz tras sus caminatas. En ocasiones pretende uno entregarse a una pequeña celebración y termina componiendo una elegía, y esto, que iba a ser un recuerdo amable de aquellas dos semanas que me pasé caminando hacia la tumba de un apóstol, por fuerza ha tenido que convertirse sobre la marcha en un mínimo homenaje al buen Joe Murdock, mi fugaz amigo Joe. Una expresión de la extrañeza que me procura el saber que estaba muerto durante todos estos años en que yo lo suponía vivo. Y de cuánto lamento tener que desertar de aquella ilusión mía, ahora que sí que sé que no hay remedio y que ya no nos encontraremos caminando.

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Ana
Ana
1 mes hace

Recuerda lo que escribió Machado: “Vive, esperanza, ¿quién sabe lo que se traga la tierra?” No sabemos nada de lo que hay después. Y ante la duda, nada tiene de malo la esperanza… Quizás os volváis a encontrar, sí, caminando por alguna senda de la Eternidad.