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Su nombre, Ramón. Su apellido, combate

Su nombre, Ramón. Su apellido, combate

A sus 87 años, Rafael Guerra Ramos —Guerrita, como lo llama Alberto Barrera Tyszka— ha vivido tres versiones distintas de un mismo país. La nación rural y asolada por un caudillo pecuario de los años treinta del siglo XX. La República que construyó y echó a andar sus instituciones democráticas; aquella versión de nosotros mismos que pensamos duraría para siempre. Y esa otra nación saqueada  y depauperada, desprovista de toda ley y razón en la que se convirtió Venezuela a partir del año 1998. Las tres las vivió Rafael Guerra Ramos. Las tres.

Son esas versiones de un mismo país las que atraviesan la vida de este hombre y las que el lector conseguirá en las páginas de La lucha que no acaba (Fanarte), una biografía del político venezolano Rafael Guerra Ramos escrita por María Teresa Romero y prologada por Moisés Naím. Al lector de estas Barbitúricas quizá no le resulte familiar este personaje que lleva por primer apellido la palabra combate. No se apure, lector; sus compatriotas tampoco recuerdan quién es Rafael Guerra Ramos. Le ocurre a los países cuando los gobierna durante años un mismo régimen: pierden los recuerdos con la misma velocidad que pierden los dientes.

"En casi cien años de vida, Rafael Guerra Ramos ha visto esa extraña forma en que los países se alumbran —el esfuerzo del paritorio— y luego se matan."

Ésta es, sin duda, una historia venezolana. Lleva el germen del genio y la tragedia. Rafael Guerra Ramos es un ser excepcional, alguien cuya vida atestigua el ascenso y desarrollo de una Venezuela extinta; él fue uno de sus constructores, actor directo y memoria viva. Alguien que todavía alza su voz en el aquelarre. No es casual, insisto, que entre el primer nombre y el segundo apellido de este hombre permanezca la guerra como una estirpe. La genealogía de quienes luchan porque llevan una vida entera rehaciendo los significados de la palabra combatir. No es casual.

En casi cien años de vida, Rafael Guerra Ramos ha visto esa extraña forma en que los países se alumbran —el esfuerzo del paritorio— y luego se matan. Ese momento en que descerrajan el tiro del olvido. Se desfiguran con el disparo de la escopeta de perdigones. Rafael Guerra Ramos nació en Guárico, los  llanos centrales venezolanos, en 1930, dos años después de la irrupción de aquella generación prodigiosa que se levantó contra la dictadura de Juan Vicente Gómez, el dictador gobernó el país durante 27 años hasta su muerte. Nació un año más tarde de la publicación de Doña Bárbara y de la trágica expedición del Falke. Como el país palúdico que se movía allá donde reventaba un pozo petrolero, Guerra Ramos también vivió el éxodo del campo. Pasó de los campos a las plantaciones de arroz, luego se buscó la vida en la capital, Caracas.

De muchacho vio la Venezuela del 46, la que tuvo por presidente de su  Asamblea  Nacional Constituyente a un poeta, Andrés Eloy Blanco, y de presidente de la República a un novelista, Rómulo Gallegos. En el liceo Fermín Toro se batió como los buenos. Militó en el Partido Comunista Venezolano. Luchó en la clandestinidad contra el dictador Marcos Pérez Jiménez en los años cincuenta. Ayudó a instaurar un régimen democrático contra el que se levantó luego en armas. Se fue a la guerrilla y volvió de ella exhausto. Con el corazón hambreado y tiroteado de preguntas. Aprendió que la rectificación es todavía más democrática que cualquier obcecación. Que de la derrota aparecen nuevos caminos.

"Leo La lucha que no acaba durante un verano bronco en el que Venezuela se desangra con más intensidad. Leo después de 90 días de protestas. Leo después de un centenar de muertos por represión oficial."

En la década de los setenta, junto a Pompeyo Márquez, Teodoro Petkoff y otros líderes, fundó el Movimiento al Socialismo (MAS), partido político que representó la escisión de esa izquierda radical en otra más crítica que vio en la Primavera de Praga la peor de las advertencias. Valga decir que a Rafael Guerra Ramos no le tembló el pulso al momento de abandonar el partido que él mismo ayudó a fundar cuando este dio su apoyo al Hugo Chávez Frías que después de sus dos intentos de golpe de Estado y sobreseído de la causa penal, comenzó la carrera electoral hacia la presidencia de la república de Venezuela.

Leo La lucha que no acaba durante un verano bronco en el que Venezuela se desangra con más intensidad. Leo después de 90 días de protestas. Leo después de un centenar de muertos por represión oficial. Leo mientras una Asamblea Nacional Constituyente perpetra una orgía, el todo en uno de las violaciones democráticas. Mientras eso ocurre, leo. La biografía se cuenta, sabrosa, con la sustancia de las vidas desbordantes. “La Modelo era un mundo interdisciplinario. Fue mi verdadera universidad”, dice Rafael Guerra Ramos de aquella cárcel adonde enviaban a los presos políticos de los cincuenta. Esa a la que entraron muchachitos y de la que salieron hombres. Bien leídos y bien torturados.

Leer este libro es atravesar la historia de Venezuela y de quienes nacimos en ese país. El libro, cuya portada está ilustrada por Jacobo Borges —aquel artista total, el espíritu del Taller Libre de Artes—  llegó a mis manos  envuelto en un grueso papel. Lo envió Marcos Santana. Un venezolano talentoso. Actual presidente de NBC Universal Telemundo Internacional. El menor de cinco hermanos. Sobrino de Rafael Guerra Ramos y artífice de este libro. El depositario de esa energía necesaria para que algunas cosas ocurran. Nada más terminar la lectura marco su número y concertamos una hora para conversar. Él a un lado del Atlántico, yo del otro.

"Repartidos a ambos lados del mar, conversamos de las páginas del libro. De Rafael Guerra Ramos. Del liceo Fermín Toro. De la generación de su tío. De ese país en el que ya no vivimos, aunque nuestra mente jamás se haya marchado."

Hablamos largo rato Marcos Santana y yo. En Miami son las ocho y media de la mañana. En Madrid casi las tres de la tarde. Repartidos a ambos lados del mar, conversamos de las páginas del libro. De Rafael Guerra Ramos. Del liceo Fermín Toro. De la generación de su tío. De ese país en el que ya no vivimos, aunque nuestra mente jamás se haya marchado. Sé, también —porque aparece en los apuntes de mi libreta— que hablamos del Inciba. Del Celarg. Acaso de una Caracas y de un país del que su tío nos parece una prueba, para demostrar que aquello no fue una invención. Existió.

No sé por qué, ni exactamente en qué punto de la conversación, pregunté a Marcos cuál es el recuerdo más temprano que guarda de Rafael Guerra Ramos. Del país contenido en ese nombre. Él responde sin dudarlo: las tardes, correteando, de niño, en la sede del Movimiento al Socialismo, aquella casa de la urbanización caraqueña de La Florida. A mí algo se me atraganta. Lo sé por la línea de puntos suspensivos que aparece dibujada con tinta azul en mi libreta de notas. Mientras él se recrea en aquella imagen, recibo una brisa de otro tiempo. Repaso los tres países que caben en la vida de un hombre que lleva por primer apellido la palabra combate.

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