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Orson Welles, el niño que perdió su tren eléctrico

Orson Welles, el niño que perdió su tren eléctrico

Si las maldiciones que impuso Hollywood a algunos de sus realizadores más sobresalientes siguieran una línea en el tiempo, en su curso a Erich von Stroheim le sucedería Orson Welles. Parafraseando a Godard, este segundo estigmatizado por la industria que le vio nacer habría de ser al cine estadounidense lo que Mozart a la música alemana o Robert Bresson a la pantalla francesa. Así, lo primero que cabe preguntarse puestos a enjuiciar la filmografía de Welles es qué prodigios hubiese alumbrado si en verdad se le hubiera permitido jugar con ese tren eléctrico, puesto a disposición de un niño, con el que el maestro fue a comparar su llegada a Hollywood con 25 años.

Nacido en Wisconsin en 1915, más que un niño propiamente dicho fue un adulto prematuro cuya infancia se le fue aprendiéndose de memoria la obra de Shakespeare y otras precocidades por el estilo. Verbigracia, ese ensayo que escribió sobre Así habló Zaratrusta (1883), la novela filosófica de Friedrich Nietzsche, cuando sólo contaba once años. Hollywood le reclamó con avidez tras haber conmocionado a su país de costa a costa con una versión radiada de La guerra de los mundos (1890), el clásico de la ciencia ficción de H. G. Wells. Programada dentro del Mercury Theatre on the Air, espacio con el que la compañía teatral fundada por el propio Welles y John Houseman en 1937 animaba la programación de la CBS desde 1938, aquella emisión hizo que las audiencias salieran a las calles enloquecidas: creían que en verdad se estaba produciendo una invasión marciana. Habida cuenta de su capacidad para pastorear a las masas y desatar la histeria colectiva, George J. Schaefer —a la sazón el presidente de la RKO— puso a disposición de Welles su estudio.

"Tal vez fueran los escasos dividendos que Welles dejó siempre en la taquilla lo que marcó el principio del fin de su carrera desde los comienzos de su filmografía"

El tren se le acababa de obsequiar al niño. Podía hacer cualquier cosa con él, y concibió Ciudadano Kane (1940). Cinta en verdad prodigiosa, su maestría es deudora, a partes iguales, del guión original de Herman J. Mankiewicz —en cuya redacción participó el propio Welles— y de la cautivadora fotografía de Gregg Toland. Habiendo colaborado anteriormente con el John Ford de Las uvas de la ira y Hombres intrépidos —entre otros mitos de antaño—, Toland supo crear esa profundidad de campo que Welles implicó dramáticamente en su debut cinematográfico. Y todo ello sumado a ese estado de gracia en el que se encontraban los miembros de ese Mercury Theatre que acompañaron al recién nacido cineasta desde la radio: Joseph Cotten, Everett Sloane, Agnes Moorehead…

Tal vez fueran los escasos dividendos que Welles dejó siempre en la taquilla lo que marcó el principio del fin de su carrera desde los comienzos de su filmografía. Eso o los comentarios que Louella Parsons —la lengua más viperina de Hollywood, la arpía que con sus difamaciones acabaría en el 43 con la carrera de Frances Farmer— hizo a William Randolph Hearst acerca de cómo Ciudadano Kane era un retrato patético de los amores adulterinos del magnate de la prensa y Marion Davis.

Más que por su encono al arremeter contra el romance del potentado del periodismo, la primera película de Orson Welles llama la atención por cómo un creador, procedente del rudimentario teatro, ha podido asimilar con tanta maestría todos los recursos del lenguaje cinematográfico, desde esa profundidad de campo —que de algún modo él se inventa— hasta el primer plano, pasando por su extraordinario retrato de los decorados a través de toda una gama de grises. Pero con la campaña desatada en contra de Welles por todo el aparato de Hearst y el sempiterno rechazo del público a cualquier película novedosa que se salga de las pautas habituales del lenguaje, Ciudadano Kane no respondió, ni por asomo, a los resultados económicos que se esperaban de ella.

"Pocos fueron también los elegidos para ver el montaje de Welles de El cuarto mandamiento. Era aquella una película desmesurada"

“La magnificencia de los Amberson comenzó en 1873, su esplendor perduró a lo largo de todos los años en que vieron sus tierras extenderse y llegar a convertirse en una ciudad”, nos cuenta el propio Welles en la voz en off con la que inicia El cuarto mandamiento (1942), su segunda película. El favor del maestro en Hollywood —ya muy relativo— habría de prolongarse hasta Sed de mal (1958). Pero su estrella dejó de brillar durante el montaje de El cuarto mandamiento. Charles Koerner sustituyó a Schaefer al frente de la RKO. Una de las primeras medidas que tomó el nuevo responsable del estudio fue despedir a Welles y bloquearle el material rodado para una cinta que habría debido titularse It’s All True. No llegó a mostrarse más que parcialmente y en proyecciones restringidas en 1978.

Pocos fueron también los elegidos para ver el montaje de Welles de El cuarto mandamiento. Era aquella una película desmesurada como esos delirios —alabados sean— de los grandes del silente. Esos afortunados que pudieron dar cuenta de eso que ahora se llama “montaje del director” se quedaron pasmados al ver esa otra edición que llevó a cabo Robert Wise a instancias de Koerner. Ese último ha sido el que ha llegado hasta nosotros. Aunque los cortes y la reducción de su metraje son equiparables a los perpetrados contra Avaricia (1924) de Von Stroheim, esa historia de George Amberson (Tim Holt), repelente vástago de una familia de la alta burguesía decimonónica estadounidense, que nos cuenta El cuarto mandamiento, toca a Welles mucho más de cerca que Ciudadano Kane. La apertura es majestuosa. En una de las secuencias más dinámicas que la historia del cine registra, se hace toda una disertación sobre la moda masculina, estilada durante la magnificencia de los Amberson, comentada por la voz en off de Welles y mostrada por Eugene Morgan (Joseph Cotten).

"La dama de Shanghái constituyó un regreso a sus propuestas más personales. En su momento, esta película fue entendida como un singular melodrama"

Disperso, como el hombre excesivo y de talento diverso que era, cuando fue despedido de la RKO, Welles también se encontraba rodando Estambul (1943), aunque el director que aparece en los títulos de crédito es Norman Foster. El Welles actor a sueldo nació con su creación del Edward Rochester de Alma rebelde, una adaptación de Jane Eyre dirigida por Robert Stevenson en 1944. A partir de entonces, la interpretación mercenaria, en la que parecía regocijarse con cierto cinismo, tanto que incluso llegó a interpretar anuncios comerciales en los que ironizaba sobre su genio, se convirtió en su forma de ganarse la vida.

El extraño (1946), cinta comercial y comedida donde las haya, fue un intento de reconciliación con Hollywood. Pero los propósitos de enmienda del maestro fueron tan efímeros como inexorable la condena que ya obraba sobre él. Habida cuenta de la grandilocuencia de su lenguaje, a Welles se le respetaba más que a Von Stroheim o a Edgar G. Ulmer. Pero de cara a los productores, ya constaba en las mismas listas negras que ellos.

La dama de Shanghái (1947) constituyó un regreso a sus propuestas más personales. En su momento, esta película fue entendida como un singular melodrama. Muy por el contrario, hoy se considera todo un clásico del cine negro en el que nos presenta a su exmujer, Rita Hayworth, teñida de rubia y convertida en una hermosa y perversa asesina. Esas secuencias en el parque de atracciones de El tercer hombre (Carol Reed, 1949) —película por otro lado espléndida— son deudoras de las de ese fabuloso parque de atracciones que se nos muestra aquí. Las nuevas insidias de Louella Parsons —“Wells es un niño terrible, un supuesto genio que está acabado como director”— fueron a abundar en el estrepitoso fracaso comercial de La dama de Shanghái.

"Tan cautivadora como Ciudadano Kane, aunque menos abigarrada visualmente hablando, la complejidad de Mr. Arkadin radica en el fondo antes que en la forma"

Bien podría decirse que el regreso a Shakespeare fue el regreso a los orígenes, tras los reveses recibidos, por el niño que perdió sin remisión el tren que se le regaló con tanto mimo. Macbeth (1948), aunque rodada en Hollywood, fue montada en Francia. El maestro ya estaba un expulsado de la pantalla estadounidense. Empieza así un periplo que le lleva a filmar un Otelo (1952) en Marruecos. Ya en 1955, su vagar le trae a España para localizar aquí una buena parte de la coproducción franco-hispano-suiza Mr. Arkadin. No es gratuito afirmar que este nuevo magnate de Welles es una variación de Charles Foster Kane en la que el Xanadu de Kane es sustituido por el acueducto de Segovia. En efecto, fue esta la cinta en la que Welles descubrió definitivamente una España que, al parecer, ya había visitado de niño junto a sus padres.

Tan cautivadora como Ciudadano Kane, aunque menos abigarrada visualmente hablando, la complejidad de Mr. Arkadin radica en el fondo antes que en la forma. Así, Arkadin —personaje incorporado por el realizador— es un hombre que, asegurando que la amnesia le impide saber quién y qué era más allá de donde sus recuerdos alcanzan, contrata a Bracco (Grégoire Alsan) para que lo averigüe. Sin embargo, lo que en verdad mueve a este otro magnate de Welles para poner en marcha la investigación sobre su pasado es saber si el crimen que lo mancha sigue siendo una incógnita.

"Convencido de ser una suerte de Dios de la frontera mexicana, Quinlan es un policía que convierte sus sospechas en realidad"

Y llegamos finalmente a Sed de mal, que se abre con un movimiento de la grúa en la que está instalado el tomavistas que da lugar a uno de los planos más largos, complicados y admirados que se recuerdan. En su nueva obra maestra el realizador interpreta a Hank Quinlan, sin duda el más grande de sus malotes. Convencido de ser una suerte de Dios de la frontera mexicana, Quinlan es un policía que convierte sus sospechas en realidad enjaretando pruebas falsas a quienes estima culpables. Esa línea de demarcación en la que se mueve es tan sombría como la cruzada por Dante al trasladarse al Infierno. Entre los bares, hoteles y burdeles que conforman esas sombras, languidece Tanya (Marlene Dietrich) un antiguo amor de Quinlan. Película gratamente abrumadora, en opinión de no pocos comentaristas marca el punto final de la Serie Negra canónica.

Lo que siguió fueron proyectos inacabados como Don Quijote (1972) o víctimas de la inviabilidad de su adaptación a la pantalla. Éste último fue el caso de El proceso (1964), fallida adaptación de Kafka, al igual que de Una historia inmortal (1968), telefilme basado en un texto de Karen Blixen. Y fallida es también Al otro lado del viento (2018). Estrenada tras una peripecia de más de cuarenta años, en los que su producción fue parada por problemas de malversación y su distribución detenida por diversas cuestiones legales, defraudó las expectativas puestas en ella durante tanto tiempo.

"Tras su muerte en 1985, sus cenizas fueron aventadas en nuestro país, la España que tanto amó"

Pero al Welles transterrado también se le deben dos genialidades. La primera fue una producción del español Emiliano Piedra, Campanadas a medianoche (1966). En sus secuencias fue a rendir un homenaje a su bienamado Shakespeare, mediante la síntesis de varias de sus obras, en un filme original. El resultado es el mejor acercamiento del cine al universo del bardo de Avon.

Fraude (1973), la segunda de sus últimas obras maestras, es un documental sobre la falsificación. Protagonizado por Elmyr de Hory, uno de los más famosos falsificadores de arte del siglo XX y uno de los personajes más singulares de la Ibiza mítica, a la postre Fraude puede entenderse como una exaltación del cinismo. Ese cinismo en el que el gran Orson se instaló cuando comprendió que el destino que le aguardaba era perder el tren eléctrico y ver frustrada su ambición.

Tras su muerte en 1985, sus cenizas fueron aventadas en nuestro país, la España que tanto amó.

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