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Paco el piloto

Estos dos artículos de Arturo Pérez-Reverte sobre su amigo Paco el Piloto fueron publicados en mayo de 1994 y marzo de 2003. Se encuentran recopilados con otros sobre el mar en el libro Los barcos se pierden en tierra.

Ni sabe quién fue Joseph Conrad ni maldito lo que le importa. Fue marino mercante, y también cornetín de órdenes en el Almirante Cervera cuando en los barcos los almirantes daban las órdenes con cornetín, lo que equivale a decir cuando Franco era cabo. En los últimos tiempos dejó de fumar y ha engordado, pero todavía conserva buena planta a pesar de que navega hacia los setenta con viento por la aleta, rumbo al dique seco. Tiene la piel curtida como si fuera cuero viejo, el pelo blanco e intacto, rizado, y los ojos azules. Hace diez años, a las extranjeras que subían en su lancha para darse una vuelta por el puerto de Cartagena les temblaban las piernas cuando les hacía un huequecito entre los brazos para que cogieran el timón. Era mucho tío, el Piloto.

Se le ve por las mañanas apoyado en cualquier tasca del puerto, honesto mercenario de la mar, esperando clientes que no llegan, con su vieja y repintada lancha que se llama como él y como se llamó su padre. Además de turistas guiris a las que daba una palmada en el culo para subir a bordo, el Piloto ha llevado familias de soldaditos que iban a la jura de bandera, tripulantes de petroleros fondeados frente a Escombreras, prácticos en días de temporal, marineros yanquis hasta arriba de jumilla, los hijoputas, largando hasta la primera papilla por la borda, a sotavento, después de que les partieran el morro en los bares de lumis del Molinete. Su lancha y él han visto de todo: la mar pegando de verdad, cuando Dios se cabrea, y esos largos y rojos atardeceres mediterráneos en que el agua es un espejo y la paz del mundo es tu paz, y comprendes que eres una gotita minúscula en un mar eterno.

"Cuando un pesquero se pierde no se va un hombre, sino que desaparecen juntos el hijo, el marido, el hermano y los cuñados."

Ahora Paco el Piloto está cerca de jubilarse y anda, como sus compañeros de las barcas y las lanchas, en confusos pleitos con las autoridades que pretenden —las autoridades siempre pretenden hacerte faenas así— cambiarles el atracadero de la dársena de botes donde han estado amarrados toda la vida, como lo hicieron sus padres y sus abuelos, y llevárselos a otro sitio.

Estuve hace unos días tomando cañas con ellos y, como siempre ocurre en estos casos, al final no sabe uno exactamente dónde reside la razón legal, pero termina adoptando por corazón e instinto la causa de tipos como Paco y sus colegas, gente con manos ásperas y ojos quemados por el salitre, llenos de arrugas y cicatrices, sencillos, honrados y duros. Así que la razón, sea cual fuere, me importa un carajo. Escribe algo para defendernos, me dijeron, liándome. Y aquí ando, cumpliendo mi palabra a cambio de unas cañas, aunque sin saber muy bien qué diablos es lo que tengo que defender.

De un modo u otro, a Paco el Piloto le debo esta página. A su lado, hace ya casi treinta años, aprendí cantidad de cosas sobre los hombres, sobre el mar y sobre la vida. Una vez, en mitad de un temporal gris y asesino de esos que de vez en cuando sabe sacarse de la manga el Mare Nostrum —nuestro: de Paco y mío—, estuve con él en la bocana del puerto, en el faro de San Pedro y junto a mujeres vestidas de negro, viendo cómo los pequeños y desvalidos pesqueros intentaban poco a poco, entre olas de cinco metros, ganar el abrigo del rompeolas.

Los divisábamos a lo lejos, vacilantes y minúsculos, tan frágiles entre montañas de agua y rociones de espuma, avanzando a duras penas con el estertor de sus motores a poca máquina. Se había perdido uno, y cuando un pesquero se pierde no se va un hombre, sino que desaparecen juntos el hijo, el marido, el hermano y los cuñados. Por eso las mujeres enlutadas y los críos estaban allí mirándolos venir, en silencio, intentando adivinar cuál faltaba. Entonces el Piloto, que estaba a mi lado con la colilla a un lado de la boca, las miró de reojo y, discretamente, casi con embarazo, se quitó la gorra. Por respeto.

Otro de mis recuerdos ligados al Piloto es el Cementerio de los Barcos sin Nombre. Una vez me llevó con su lancha allí donde los viejos vapores rendían su último viaje para, ya sin nombre y sin bandera, ser desguazados y vendidos como chatarra. En aquel desolado paisaje de planchas oxidadas, de chimeneas apagadas para siempre y cascos como ballenas muertas bajo el sol, el Piloto lió el primer cigarrillo de mi vida y lo encendió con su chisquero de latón que olía a mecha quemada. Después lió otro para él, y entornando los ojos miró con tristeza los barcos muertos.

—Es mejor hundirse en alta mar —dijo por fin, moviendo la cabeza—. Ojalá nunca nos desguacen, zagal.

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8 de mayo de 1994

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El Piloto largó amarras

Se ha muerto Paco el Piloto, y yo no estaba. No pude ir. No pude verlo. No lo sabía. Me telefonearon lejos, a Italia, para contarme que estaba listo de papeles. «Muy malico», resumió la hija. Cáncer. Cuando los médicos le abrieron el asunto, se lo volvieron a cerrar y se fumaron un pitillo. Nada que rascar, Paco. Así que lo metieron en un hospital de Cartagena, a esperar. Entonces lo supe. Estaba en Milán mientras el Piloto agonizaba, y no podía volver hasta una semana más tarde. «No me llama ni se acuerda de mí», fueron sus palabras. Y se murió creyéndolo. Cuando telefoneé y pude hablar con su mujer, él estaba en la cama con la mascarilla de oxígeno, y ya no se enteró de nada. Se fue al desguace pensando que no me acordaba de él. Al enterarme, llamé a Paco Escudero, de la tele local, que es un periodista respetado y mi hermano de toda la vida, desde que traducíamos juntos Arma virumque cano. Está palmando el Piloto, dije. No tiene remedio y no sé si aguantará hasta que yo vuelva; pero quiero que la gente sepa que ha muerto un tío como Dios manda. Un hombre de bien, un marino y una leyenda. Y a él le habría gustado saber que no casca ignorado como un perro. Que lo recuerdo y que lo recordamos. Tranquilo, dijo Paco, que es un señor. Yo me encargo.

Ahora Telecartagena me ha mandado la cinta que emitió en el informativo, y en ella veo al Piloto con su piel atezada, los ojos azules y el pelo rizado y blanco, algo más gordo que en los años de mi adolescencia, pasear conmigo por el puerto, beber cerveza en el bar Sol, en la Obrera y en el Valencia, o pararse ante el gran bar de la calle Mayor cuando acababa de salir La carta esférica, aquella novela sobre el mar y sobre los marinos donde al Piloto lo llamé Pedro en vez de Paco, pero donde todo Cristo pudo reconocerlo en los gestos, palabras y silencios. Aunque eso de los silencios ya era relativo; porque en los últimos tiempos el Piloto se había vuelto más hablador que de costumbre. Los años, quizá: saber que te vas poco a poco, y hay cosas que no has soltado nunca y quisieras no llevártelas dentro. El Piloto era uno de los últimos supervivientes de otra época: cuando los hombres se ganaban la vida en los puertos trabajando en lo que podían, trampeando, contrabandeando un poquito si era preciso, viviendo siempre, además de sobre una movediza cubierta de barco, en el foso margen exterior de la legalidad vigente.

"No tenía estudios, pero sí la profunda sabiduría del Mediterráneo cuyo sol y salitre le habían impreso miles de arrugas en torno a los ojos."

No tenía estudios, pero sí la profunda sabiduría del Mediterráneo cuyo sol y salitre le habían impreso miles de arrugas en torno a los ojos. Sabía de mar y de la vida; que, como él decía, son iguales uno que otra. Quizá en los últimos años se había vuelto más hablador para echar afuera los diablos que le dejaron dentro las autoridades portuarias, y el ayuntamiento, y las normas legales la madre que parió a todos quienes lo obligaron malvender el barco con el que se ganaba la vida dejándolo a él en tierra, jubilado forzoso a veinticuatro mil cochinas pesetas de pensión al puto mes. Ahí reconozco a cierta gente de mi tierra. Hace un par de años propuse a las personas adecuadas comprar yo mismo el barco del Piloto y restaurarlo —costaba sólo cuatro duros— y que ellos lo colocaran en algún sitio, con el compromiso de conservarlo para que no se perdiera ese modesto trocito de la historia portuaria de Cartagena. Pero les importó un carajo, y pasaron del barco igual que habían pasado de su patrón; y El Piloto, que así se llamaba en realidad el otro barco que aparece con el nombre de Carpanta en mi novela —el Piloto era hijo de un marinero también apodado Piloto y nieto de Paca la Pilota— se pudrió al sol varado en el muelle comercial, y nunca más de él se supo.

Por eso hoy escribo estas líneas para recordar a mi amigo. Al navegante de piel atezada y ojos azules que parecía recién desembarcado del Argo, que me llamaba zagal y que me guió por el mar color de vino. El hombre con quien saqué ánforas romanas que llevaban dos mil años abajo. El zorro mediterráneo que me enseñó a pescar calamares al atardecer, frente a la Podadera, con la misma naturalidad que a contrabandear tabaco rubio y whisky. El marinero que en el Cementerio de los Barcos sin Nombre me dio el primer cigarrillo y dijo que los hombres y los barcos deberían hundirse en el mar antes que verse desguazados en tierra. Hoy escribo para atenuar el remordimiento de no haber estado allí para ayudarlo a largar amarras en su último viaje y gritarle mientras se alejaba del muelle, lo que nunca le dije: que era el amigo leal, valiente y silencioso que todo niño desea tener mientras pasa las páginas de libros del mar y de la aventura.

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16 de marzo de 2003

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