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Pícaros en la literatura (XIV): El siglo pitagórico. La sátira cifrada de un converso contra el poder

Pícaros en la literatura (XIV): El siglo pitagórico. La sátira cifrada de un converso contra el poder

Hubo en el Siglo de Oro una novela que convirtió la filosofía en arma y la carcajada en contraseña. Se tituló El siglo pitagórico y vida de Don Gregorio Guadaña (1644) y su autor, Antonio Enríquez Gómez, no fue un escritor “normal”: fue descendiente de judíos conversos que vivió entre la sospecha y la delación, con la Inquisición como telón de fondo. Ese dato no es decorativo; modula la obra entera. Enríquez imprime la novela en Rouen, refugio francés desde donde podía escribir con mayor libertad, y regresa a España bajo el alias de Fernando de Zárate para continuar una vida semiclandestina. La leyenda cuenta que asistió oculto a su propio auto de fe cuando lo quemaron en efigie. De ese trayecto —exilio, seudónimos, censura— nace la temperatura moral del libro: una sátira cifrada, escrita desde los márgenes, que se protege con máscaras para decir lo indecible.

Metamorfosis y delación: cuando lo que migra no es el alma, sino el vicio

El título de la obra hace alusión a Pitágoras y su doctrina de la transmigración de las almas. Enríquez Gómez recoge esta idea antigua para armar la estructura narrativa de la novela: el protagonista es un espíritu que, tras la muerte, va reencarnando sucesivamente en distintos personajes de la sociedad de su época. Cada “transmigración” se presenta como un capítulo o episodio con entidad propia. Sin embargo, el autor le da un ingenioso giro moral a esta filosofía: más que las almas inocentes, parece insinuar que son los vicios los que se transfieren de un cuerpo a otro. En otras palabras, cada persona en la que se encarna el protagonista representa un defecto dominante, como si la maldad y la corrupción fuesen las verdaderas constantes que viajan a través del “siglo pitagórico”. Esta premisa le permite a la novela ser una sátira total de la sociedad, pues el protagonista (o mejor dicho, su alma itinerante) se pasea por múltiples estratos sociales y profesiones, sacando a la luz las lacras de cada ámbito.

"El mismo narrador se encarga de aclarar que no debemos tomar literal la fantasía pitagórica: en un arranque de lucidez, declara que ha llegado la hora de despertar del sueño alegórico"

La novela combina prosa y verso —rasgo típico de la literatura barroca— y adopta externamente la forma de novela picaresca. No en vano, en uno de los pasajes iniciales Enríquez Gómez guiña el ojo al lector culto diciendo que lo que va a leer no es otra vida de pícaro al uso: “Entreténganse los curiosos leyendo, no la vida del Buscón (pues está por nacer quien pueda imitar al insigne don Francisco de Quevedo), sino la de don Gregorio Guadaña”. Con esta declaración, el autor se mide juguetonamente con Quevedo, cuyo Buscón era la gran novela picaresca precedente, para acto seguido presentar a su propio protagonista: Don Gregorio Guadaña, “hijo de Sevilla y trasplantado en la corte”. Sevilla y Madrid —se nos dice con sorna— son “las dos mejores universidades del orbe, donde se gradúan los hijos de vecino en la ciencia del bien y del mal.” Estas líneas cargadas de ironía anuncian el tono de la obra: Enríquez Gómez va a describir un aprendizaje vital, pero es un aprendizaje corrupto, una cátedra de vicios en la que toda España (desde la bulliciosa Triana hasta los salones cortesanos) funciona como escuela de picardía, engaño y desengaño.

La estructura de El siglo pitagórico se despliega así en una serie de avatares. El alma narradora pasa a habitar sucesivamente a un ambicioso, a un malsín (un delator malicioso), a una dama frívola, a un valido todopoderoso, y en su quinta transmigración llega a encarnarse en Don Gregorio Guadaña. Aquí la novela se detiene más extensamente, pues la “Vida de Don Gregorio Guadaña” ocupa todo un bloque central y da título a la segunda parte de la obra. En esencia, Guadaña es un pícaro que recorre su propio camino de penurias y astucias, al estilo de los pícaros clásicos pero bajo la lente satírica particular de Enríquez Gómez. Tras las aventuras de Gregorio (que incluyen episodios en Sevilla, en el camino y en Madrid, con jueces, alguaciles, damas y rufianes de por medio), la narración vuelve a retomar el hilo de las transmigraciones para mostrar al alma protagonista pasando aún por otros cuerpos simbólicos: el hipócrita (un religioso falso), el miserable avaro, el doctor pedante, el soberbio arrogante, el ladrón, el arbitrista charlatán, el hidalgo ridículamente vanaglorioso… En total, doce transmigraciones retratan doce tipos de mal moral, para finalmente culminar en una “transmigración última” en un hombre virtuoso. Este cierre sorprende al lector con una nota de optimismo o, mejor dicho, con una lección final: después de tanta maldad observada, sí es posible encontrar un alma buena. Pero el mismo narrador se encarga de aclarar que no debemos tomar literal la fantasía pitagórica: en un arranque de lucidez, declara que ha llegado la hora de despertar del sueño alegórico. Así, al final nos sugiere corregir el “sueño pitagórico” y salir del engaño, porque “no hay transmigraciones” reales —lo que hay, implícitamente, es la responsabilidad de cada individuo por sus actos en esta vida. El relato cierra con el alma habiendo aprendido que la Virtud es la rara avis de ese siglo lleno de vicios, un rayo de luz en medio de tanta oscuridad.

Un converso contra el decorado: sátira, Iglesia y Estado

A pesar de su andamiaje fantástico, El siglo pitagórico fue concebido como una crítica mordaz a la realidad española del Barroco. Enríquez Gómez emplea la satira como espada y escudo: la utiliza para desenmascarar los abusos del poder y las falsedades morales, a la vez que la ficción alegórica le sirve de escudo para decir verdades peligrosas en un entorno de censura. Cada transmigración del protagonista es, en el fondo, un cuadro de costumbres degradadas o un alegato contra algún aspecto del orden establecido. El tono, no obstante, es ameno y a ratos humorístico: el autor recurre a la burla, la caricatura y la parodia constante. Esta mezcla de entretenimiento picaresco y mensaje subversivo hace que la lectura funcione en dos niveles. Por un lado, el lector puede gozar de las disparatadas peripecias de Don Gregorio Guadaña —que incluyen enredos amorosos, trifulcas nocturnas, cárceles y engaños típicamente picarescos—. Pero por otro lado, está siempre la segunda lectura, más profunda, donde Enríquez Gómez lanza dardos envenenados contra los pilares del sistema.

"La sociedad barroca aparece, así como un mundo al revés, donde casi nadie ocupa el lugar que merece y donde los valores están trastocados por la avaricia y la falta de escrúpulos"

Uno de los blancos principales de su sátira es la hipocresía religiosa. No hay que olvidar que el autor, como criptojudío, había sufrido de cerca la intolerancia y sospecha del Santo Oficio. En la novela retrata clérigos y devotos fingidos que predican virtud, pero ocultan inmoralidad. Hay una escena particularmente incisiva en la que describe a un obispo hipócrita saliendo con su mitra, recibiendo la pleitesía superficial de sus fieles… mientras a sus espaldas solo cosecha desprecio. Con imágenes así, el escritor hace una crítica velada a la Iglesia oficial y a la Inquisición, mostrando cómo una sociedad aparentemente devota está carcomida por la falsedad y la delación interesada (el “malsín” inquisitorial al que dedica toda una transmigración es prueba de ello). Estas denuncias nunca son directas —sería impensable hacerlo abiertamente en 1644— pero el lector barroco astuto podía leer entre líneas la audacia de Enríquez Gómez.

El otro gran objeto de sátira es la corrupción del poder político. La novela fue escrita en el contexto del declive del reinado de Felipe IV, cuando las guerras, los impuestos y los favoritismos del valido (el conde-duque de Olivares) tenían al país en crisis. Enríquez Gómez se atreve a satirizar la figura del valido real mediante su personaje transmigrado “en un válido”. Lo retrata como un símbolo de la ambición y la tiranía que arruina al reino. En un pasaje notable, el narrador —bajo la máscara de esa alma que todo lo ha visto— arremete contra un poderoso ministro con inusitada fiereza, llegando a llamarlo “el más mal hombre de la tierra, la hambre, peste y guerra de la especie mortal… hidra cruel de toda monarquía, cabeza que alentó la tiranía.” La dureza de estas palabras, puestas en boca de un personaje de ficción, demuestra la magnitud de la crítica política que subyace en la obra. Enríquez Gómez convierte su novela en un espejo deformante pero revelador: exagera los rasgos de los poderosos para exponer su verdadera cara. La ambición desmedida del favorito, la injusticia de jueces venales, la codicia de los nobles y la ineptitud de los supuestos sabios (médicos, letrados) desfilan por las páginas con sus vergüenzas al aire. La sociedad barroca aparece, así como un mundo al revés, donde casi nadie ocupa el lugar que merece y donde los valores están trastocados por la avaricia y la falta de escrúpulos.

"Este mensaje, envuelto en humor y fantasía, debió de resultar incómodo para las autoridades. No es de extrañar que la obra quedase relegada y que su autor acabase siendo blanco de la censura más implacable"

Importa subrayar que esta crítica global está filtrada por la sensibilidad particular de un autor converso. La identidad criptojudía de Enríquez Gómez aporta a la novela un trasfondo alegórico muy interesante: Don Gregorio Guadaña y las diversas encarnaciones del alma pueden interpretarse como figuras marginales o perseguidas que, al moverse en distintos ambientes, ven con claridad la hipocresía de los “cristianos viejos” poderosos. Es decir, el autor escribe desde los márgenes, disfrazando sus propias reflexiones en una fábula. Su visión moral es la de quien ha probado la injusticia en carne propia, y por ello condena el fanatismo y el dogmatismo con especial vehemencia. El Barroco español fue una época de rígido control ideológico; sin embargo, El siglo pitagórico se cuela por las rendijas de ese sistema opresivo, usando la sátira y el ingenio para cuestionar, por ejemplo, por qué en un mundo supuestamente cristiano triunfan los vicios y sufre la virtud. La respuesta implícita es demoledora: porque las instituciones encargadas de velar por la moral (la monarquía, la Iglesia) están corrompidas desde dentro. Este mensaje, envuelto en humor y fantasía, debió de resultar incómodo para las autoridades. No es de extrañar que la obra quedase relegada y que su autor acabase siendo blanco de la censura más implacable.

Comparaciones que hacen llorar

Es inevitable comparar El siglo pitagórico y vida de Don Gregorio Guadaña con otra gran obra alegórica de su tiempo: El Criticón de Baltasar Gracián. Ambas novelas, surgidas en la década de 1640-1650, comparten el espíritu del desengaño barroco, esa visión desencantada de la vida y la sociedad tras el esplendor ilusorio. Sin embargo, difieren en estilo y enfoque de manera reveladora. Gracián, jesuita y hombre inserto en el grupo de poder eclesiástico, compuso El Criticón (publicado en tres partes entre 1651 y 1657) como una alegoría filosófica de la existencia humana. Su obra es un viaje simbólico protagonizado por dos personajes —Critilo y Andrónico— que representan la razón y la naturaleza, y a través de sus peripecias el autor realiza profundas reflexiones morales. El Criticón está escrito en un estilo conceptista, denso de aforismos e imágenes intelectuales, y su crítica a los vicios humanos es más universal y abstracta. Gracián codifica su mensaje de forma sutil para sortear la censura, aunque terminó teniendo problemas con sus superiores por la audacia de algunas ideas.

"Enríquez Gómez incluso satiriza eventos y figuras reconocibles bajo pseudónimo, mientras que Gracián se mueve en un plano alegórico más general"

Por el contrario, Enríquez Gómez adopta un tono más satírico y directo. El siglo pitagórico es más festivo y novelesco en la superficie: recurre a la tradición picaresca y a la exageración caricaturesca, haciendo reír al lector con las situaciones estrafalarias de las distintas reencarnaciones. Su crítica social es inmediatamente reconocible tras el disfraz humorístico. Don Gregorio Guadaña y los demás personajes alegóricos hablan con el lenguaje del pueblo, con refranes, chanzas y hasta versos burlescos, en un estilo accesible y vivaz. Donde Gracián lanza enigmas morales para ser meditados, Enríquez Gómez lanza pullas para ser celebradas con una carcajada amarga. Esto no significa que El siglo pitagórico sea una obra menor o superficial —al contrario, bajo su capa popular es profundamente inteligente—, sino que utiliza un registro más popular y satírico frente al tono elevado y erudito de El Criticón.

Otro contraste está en la perspectiva del autor: Gracián critica la sociedad desde dentro, con la mirada de un moralista cristiano preocupado por la virtud en términos casi atemporales; Enríquez Gómez critica desde fuera, con la mirada de un outsider que ha sufrido la marginación. Por eso, en El siglo pitagórico se palpa una indignación más personal y concreta hacia la España de su momento. Los abusos que denuncia no son solo ejemplos de la “miseria de la condición humana” (como en Gracián), sino auténticas referencias a la realidad histórica: la negligencia de los gobernantes, la ruina económica, la caza de brujas de la Inquisición, el hambre del pueblo. Enríquez Gómez incluso satiriza eventos y figuras reconocibles bajo pseudónimo, mientras que Gracián se mueve en un plano alegórico más general. Así, podríamos decir que El Criticón es un gran fresco filosófico sobre la vida y la condición humana, mientras que El siglo pitagórico es un esperpento satírico sobre la España del siglo XVII. Ambos conducen al lector al desengaño —ese despertar de las ilusiones tan caro al Barroco— pero por caminos distintos: Gracián lo hace por la vía de la meditación intelectual y la alegoría seria; Enríquez Gómez, por la vía de la risa sardónica y la fábula mordaz.

"Hoy en día, El siglo pitagórico comienza a ocupar un lugar más visible en la historia literaria, apreciada como joya oculta del Siglo de Oro y como testimonio literario de la voz de los marginados en aquella España imperial"

Curiosamente, ambas obras tuvieron destinos muy diferentes en cuanto a fama. El Criticón llegó a ser considerada una de las cumbres de la literatura española, ampliamente estudiada y leída (aunque en su día también fue controvertida). En cambio, El siglo pitagórico, tras algunas ediciones en el siglo XVII, cayó en un silencio prolongado. El hecho de que su autor fuera un converso proscrito contribuyó a ese olvido: su nombre no figuraba en el panteón de escritores ilustres que la cultura oficial promovía. Además, la misma rareza híbrida de la novela —mitad picaresca, mitad alegoría— pudo desconcertar a lectores posteriores menos familiarizados con las claves de la sátira barroca. No sería hasta el siglo XX cuando los estudiosos rescataron la obra de Enríquez Gómez, reconociendo su originalidad y su valor testimonial. Hoy en día, El siglo pitagórico comienza a ocupar un lugar más visible en la historia literaria, apreciada como joya oculta del Siglo de Oro y como testimonio literario de la voz de los marginados en aquella España imperial.

Vigencia de la sátira de Enríquez Gómez

¿Por qué leer El siglo pitagórico y vida de Don Gregorio Guadaña en pleno siglo XXI? En primer lugar, por el puro placer de descubrir un relato entretenido, ingenioso y sorprendentemente moderno en su ironía. La novela, con sus cambios constantes de escenario y persona, tiene un ritmo casi cinematográfico: atrapa con situaciones cómicas que podrían, salvando las distancias, recordar a las sátiras contemporáneas donde un personaje camaleónico va exhibiendo las taras de la sociedad. Enríquez Gómez despliega un abanico de tipos humanos reconocibles en cualquier época: el político corrupto, el falso devoto, el rico avaro, el noble presumido, el charlatán estafador… Al leerlo, uno no puede evitar sonreír al ver cuán poco han cambiado ciertas conductas en trescientos años. La crítica a la hipocresía y al abuso de poder que late en la novela resuena con fuerza hoy, en un mundo donde seguimos viendo líderes arrogantes, fanatismos irracionales y desigualdades que se perpetúan. La literatura satírica barroca, en ese sentido, se hermana con la actual: ambas buscan sacudir la conciencia del lector riendo.

"Igual que el protagonista despierta del sueño pitagórico y reconoce la necesidad de enmendar la realidad, el lector es llamado a despertar de sus propios engaños"

Además, El siglo pitagórico ofrece al lector moderno una ventana a un aspecto poco conocido del Siglo de Oro. Habitualmente se asocia esa era con autores insignes como Cervantes, Lope, Quevedo o Calderón, pero Enríquez Gómez nos muestra otra cara de la literatura barroca, más heterodoxa y audaz. Su voz narrativa es la de un crítico social que escribe entre líneas para esquivar la censura, lo que añade un atractivo especial: leerlo es casi como descifrar un mensaje secreto de rebeldía lanzado desde 1644. Por si fuera poco, la prosa —salpicada de versos satíricos— de Enríquez Gómez tiene un encanto literario propio. Maneja el español barroco con gracia, alternando registros cultos y coloquiales, con imágenes agudas y un sentido del humor que oscila entre la farsa y la amarga melancolía. Esta riqueza estilística hace que la obra no sea solo un panfleto moral, sino también un texto de valor estético, pleno de la inventiva verbal típica del Siglo de Oro.

En la conclusión de la novela, tras tantas reencarnaciones y lecciones, Enríquez Gómez nos deja una invitación implícita al discernimiento. Igual que el protagonista despierta del sueño pitagórico y reconoce la necesidad de enmendar la realidad, el lector es llamado a despertar de sus propios engaños. A través de la risa y la alegoría, la novela nos anima a ser críticos con nuestro siglo, así como el autor lo fue con el suyo. En el último capítulo, cuando el alma encuentra por fin a un hombre virtuoso, parece alumbrarse una tenue esperanza: la virtud es posible, aunque escasa, y solo reconociendo los vicios (identificándolos uno por uno, como hace el libro) podemos aspirar a algo mejor.

Leer hoy El siglo pitagórico y vida de Don Gregorio Guadaña es, en definitiva, un acto de redescubrimiento. Significa recuperar una voz casi perdida que nos habla con sorna y valentía desde el Barroco, y que nos demuestra que la literatura puede ser a un tiempo divertimento e incisiva crítica social. Esta obra olvidada nos provoca a reflexionar sobre el poder y la moral con una lucidez envuelta en humor. Su tono culto pero accesible, su imaginación desbordante y su mensaje de fondo la hacen merecedora de nuevos lectores. Al cerrar el libro, uno no solo habrá conocido las andanzas de un alma pitagórica en el Siglo de Oro, sino que tal vez mire con nuevos ojos —más escépticos, más despiertos— la realidad de nuestro propio siglo. Enríquez Gómez, con su sátira alegórica, nos hace esa invitación a través del tiempo: la de reír, pensar y no conformarnos con las apariencias. ¿Se anima el lector actual a emprender este viaje olvidado? Seguramente descubrirá que las páginas de El siglo pitagórico todavía tienen mucho que decirnos, con su mezcla irresistible de ingenio y conciencia crítica.

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Para leer el texto: Cervantes Virtual.

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Fabián Acosta
Fabián Acosta
1 mes hace

¡Me parece excelente, me siento invitado a leer la obra!