Poker Face demuestra que Colombo es una serie moderna

Estrenada en SkyShowtime, los diez episodios de la primera temporada de Poker Face dejan claras y diáfanas sus intenciones desde el primer capítulo. No estamos ante un whodunnit sino en un howcatchem en el que, a la manera de Colombo, el espectador sabe desde el principio qué crimen se ha cometido y quién y cómo lo ha realizado. En las manos de su protagonista, la jugadora de póker Charlie Case, recae la responsabilidad de resolver un caso que, a la manera “antigua”, durará un solo episodio en el que se dejarán caer estrellas invitadas como Adrien Brody, Nick Nolte, Ellen Barkin…

El juguete de misterio de Rian Johnson, realizador salido del cine indie, con ocasionales trabajos en el blockbuster, como Star Wars, y por ello plenamente inserto en el proceder habitual de la industria, parece haberse ganado un cierto espacio para hacer lo que le venga en gana. Puñales por la espalda, éxito sorpresa de los últimos años, refrendó su querencia por esa serie negra clásica que manifestó en obras más tempranas como Brick o Looper. Su jugada aquí es una honestidad brutal, en tanto todos los resortes están a la vista. Lo que no quita para que Poker Face, serie perfectamente engrasada en sus mecanismos a la hora de mezclar cierta modernidad (su puesta en escena cinematográfica, con ese homenaje evidente a Pulp Fiction) con un proceder de televisión clásica, antigua, en su esqueleto narrativo, funcionen de manera asombrosamente eficaz.

Basada en el carisma de Natasha Lyonne, que afortunadamente ha contenido el narcisismo de Muñeca rusa pero conservando su capacidad de elaborar un personaje atípico, Poker Face es uno de esos benditos soplos de aire fresco en la televisión en streaming que surgen de cuando en cuando. Frente a la previsible premura que podría imprimir resolver un caso en menos de una hora, Johnson se permite sin embargo el lujo de avanzar sosegadamente, explicando con tono agudo y enérgico las motivaciones de cada asesino hasta llegar a una resolución directa y sin artificios.

Todo un ejercicio de confianza por parte del realizador, que no necesita un gran enigma para fabricar una narración apasionante sino una buena puesta en escena y una vistosa caracterización de personajes, y sobre todo una absoluta reparación de la vilipendiada televisión tradicional, que Johnson aquí recupera sin añoranzas o melancolías impostadas, añadiéndoles un vigor que los revalida al despojarlos de cualquier aliento anacrónico. Una lección de progreso y modernidad bien entendida puesta, y esto es lo importante, al servicio del espectador.