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¿Quién teme al canon feroz?: Las limitaciones de un concepto

Detalle de la portada de The Western Canon, de Harold Bloom

El título de Zenda remite a la noción, expresada por varios autores, pero con especial insistencia por Arturo Pérez-Reverte, de la literatura como patria común de sus lectores, así como al momento en que, quizá aún no en la conciencia, pero sí en la sensibilidad del lector, se tiene la experiencia que permitirá pensar la literatura como esa patria común rica y compartida, la cual, por la propia naturaleza de la escritura es ajena a las fronteras del tiempo y del espacio y también, gracias a la abnegada labor de los traductores y de los profesores de idiomas, de las lenguas. Una patria, pues, que no tiene nada de patria chica, ni de patrioterismo ni de nacionalismo, porque es una patria que forman por igual todas las personas que a ella se acercan; una patria global y cosmopolita o, si se me apura, y en la mejor tradición del pensamiento de izquierdas, internacionalista. El aludido momento germinal de empadronamiento en esa patria literaria común es el de las lecturas infantiles y juveniles, que para muchos de nosotros comenzaron mediante las novelas de aventuras, las de capa y espada o los peplum, como el Prisionero de Zenda de Anthony Hope, la trilogía de los tres mosqueteros de Alejandro Dumas o el Ben Hur de Lewis Wallace, sin olvidar, desde luego, los clásicos entre los clásicos, como el Ivanhoe de Walter Scott o La isla del tesoro de Robert L. Stevenson , por citar solo algunos títulos en los que seguramente coincidirán la inmensa mayoría de los habitantes (al menos, los occidentales) de esa patria virtual. Hay aquí una selección deliberada de títulos, por parte del que suscribe, pero hecha desde la experiencia compartida con otros muchos lectores. ¿No es esto, precisamente, el comienzo de un canon, tomado en la quinta acepción del DRAE: «Catálogo de autores u obras de un género de la literatura o el pensamiento tenidos por modélicos»?

Convendrá comenzar señalando que se trata de una acepción recentísima, pues se incorpora al léxico académico únicamente en la última edición, la vigésimotercera, aparecida en 2014. Anteriormente, la acepción más parecida era la de ‘catálogo o lista’, incorporada solo en la primera edición del DRAE propiamente dicho, la de 1780, que es también la que incluye la acepción escrituraria: «Catálogo de los libros sagrados y auténticos recibidos por la Iglesia Católica», la cual constituye la decimoquinta acepción de la última edición del DRAE, donde se la define como «Catálogo de los libros tenidos por la Iglesia católica u otra confesión religiosa como auténticamente sagrados».

En efecto, durante mucho tiempo, el término canon, referido a una relación de obras, se aplicó en Europa tan solo al conjunto de los libros de la Biblia que se consideraban genuinos e inspirados y, por lo tanto, integrantes seguros de la misma: el canon de las Sagradas Escrituras, frente a los textos tenidos por apócrifos. Cuando, mucho antes de eso, se encuentra en Cicerón la expresión, medio griega medio latina, kanōn scriptorum, no se refiere a una lista de obras, como podría parecer fuera de contexto, sino a una persona concreta: tu, qui kanōn esse meorum scriptorum soles = ‘tú, que sueles ser un severo crítico de mis escritos’ (Familiares, 16.17.1). En griego, kanōn se refería originalmente a una vara, de ahí pasó a designar a la regla de los carpinteros y, metafóricamente, a un precepto, principio o modelo de actuación en una rama cualquiera de la actividad humana, aunque con aplicaciones específicas en el ámbito de las humanidades (reglas gramaticales y retóricas), de las artes (proporciones artísticas o arquitectónicas), del derecho (ley o conjunto de las mismas) o del método lógico-matemático (la forma de operar o de obtener una inferencia correcta). De ahí que el adjetivo kanonikós designase lo ‘regular’, esto es, lo elaborado o construido conforme a las reglas de una disciplina dada.

Lo más parecido a lo que hoy suele entenderse por canon en el ámbito literario antiguo fueron las pínakes ‘tablas’ o ‘listas’, especialmente en referencia a la obra homónima de Calímaco de Cirene, pero estas, hasta donde sabemos, constituían un extenso catálogo de la Biblioteca de Alejandría, no un elenco de los autores dignos de estudio o de conservación. Cierto es que entre los griegos, como luego entre los romanos y más tarde entre los letrados medievales, existía cierta conformidad sobre cuáles eran los autores o las obras dignas de imitación (según los diversos géneros literarios). Sin embargo, ese consenso de los cultos pocas veces se tradujo en listas y mucho menos institucionales; era simplemente un conjunto difuso de nombres o títulos que se suponía que cualquier persona bien formada debía conocer y que no solía ser excluyente (véanse Escobar, 2011 y 2012).

Aunque a estos autores y obras se los podría haber adjetivado de canónicos, en el sentido de ‘modélicos’, lo cierto es que ni en griego ni en latín se les aplicó ese calificativo, ya que su sentido fundamental no alude a lo que sirve de regla, sino a lo que sigue las reglas. Por ello, en latín medieval, canonicus es sobre todo lo que se atiene al derecho eclesiástico, frente al civil, y por metonimia la persona misma a la que aquel afecta (véase Du Cange et alii, Glossarium mediæ et infimæ latinitatis, s. v. «canonicus»). De ahí que canonicus diese lugar a nuestro canónigo, lo mismo que al francés chanoine  y al inglés antiguo canonic (hoy canon), originalmente ‘clérigo regular’ y luego específicamente ‘eclesiástico que disfruta de una prebenda por la que se pertenece al cabildo de iglesia catedral o colegial’.

De hecho, el uso de canon referido a la literatura es muy reciente. El testimonio más antiguo del Trésor de la Langue Française, s. v. «canon», son las referencias de Taine en su Voyage en Italie (1866) al «Canon d’Alexandrie» y al «canon des auteurs classiques». Por su parte, en las adiciones de 2002 del Oxford English Dictionary (= OED) el ejemplo más antiguo s. v. «canon» se toma de un artículo de la revista American Literature de 1929: «Those who read bits of Mather with pleasure will continue to feel that those bits cannot be excluded from the canon of literature until much excellent English ‘utilitarian’ prose is similarly excluded». Ahora bien, aquí canon no significa «A body of literary works traditionally regarded as the most important, significant, and worthy of study», como (ateniéndose a la acepción hoy habitual) explica el mismo OED, sino el más genérico de ‘conjunto de las obras (que se consideran) literarias’, como evidencia el contexto.

Hasta donde se me alcanza, el primer intento de aplicar de manera sistemática el concepto de canon hoy usual (al que responde la citada definición del OED) es el de Ernst Robert Curtius en su ya clásico estudio sobre Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, (1948, 2.ª ed. rev. 1954, trad. esp.: Literatura europea y Edad Media latina, 1955). Allí dedica un apartado (III.5) a establecer qué autores se leían en las escuelas medievales, constatando que en ellas «no [se] conoce el concepto de lo “clásico”; todos los escritores son autoridades con idéntico derecho». En consecuencia, las listas existentes, a partir de la compuesta hacia 975 por Walther de Espira, poseen esencialmente valor pedagógico y no pretenden establecer un canon con valor absoluto. Se trata, ante todo, de modelos lingüísticos, aunque también morales. Además, tales relaciones están en constante evolución y ampliación, y pasan de los once autores citados por Walther a ochenta en el Registrum de Hugo de Trimberg (1280), pese a incluir únicamente poetas. Como concluye el mismo Curtius, «Esto por lo que se refiere a los autores leídos en las escuelas. Claro está que los grandes letrados de la Edad Media conocían también a otros autores». En los propios centros docentes, a partir del llamado Renacimiento del siglo XII, «el plan de enseñanza deja amplio margen a las predilecciones y a la libre iniciativa del maestro y del director de la escuela».

En una sección posterior (XIV.4), Curtius vuelve sobre lo que denomina ya expresamente mittelalterlicher Kanon o ‘canon medieval’, que, cuando no coincide con el ya visto «canon escolar medieval», resulta ser una relación no menos cambiante que las de aquel, constituyendo, en muchos casos, una selección de lecturas estrictamente personal. La noción misma de autores recomendados o recomendables amenazó con desaparecer ante el creciente rechazo de las auctoritates como garantes de la veracidad del discurso, sustituidas por la lógica y los datos empíricos en la corriente nominalista. De modo que, cuando Curtius aborda la moderne Kanonbildung o ‘formación del canon moderno’ (XIV.5), lo que se aprecia es que, a partir del Renacimiento, se apuntan los cánones de las actuales literaturas nacionales, sin que al final se alcance a fijar ninguno, mucho menos a escala europea.

Pese a esta aportación pionera, el concepto de canon no se generalizó hasta la eclosión de las posturas críticas postestructualistas. Ese es el contexto que refleja la siguiente cita (última de las que recoge el OED), tomada de un artículo de The New York Review of Books aparecido en 1999: «The canon was under attack from feminists and social historians who saw it as the preserve of male and bourgeois dominance». En efecto, fueron las críticas vertidas, especialmente, desde los estudios culturales y de género las que dieron definitiva carta de naturaleza a la noción de canon en el ámbito de la Literary Theory. No deja de resultar algo paradójico que el auge del concepto se vincule más bien a su rechazo que a su empleo y, de hecho, esto constituye uno de los elementos que lo lastran y que hacen de él algo, en realidad, escasamente operativo, salvo en el sentido restringido en que lo empleara Curtius.

Esto se debe a que, como hemos visto, en realidad the canon, individualizado con artículo, nunca ha existido. Lo único históricamente dado son diversos cánones, es decir, elencos concretos de autores u obras considerados recomendables, los cuales han variado en diacronía y a veces han competido en sincronía. Tales cánones han estado vinculados ante todo a la inevitable selección que es preciso hacer con fines didácticos, dado que la materia excede la longitud de cualquier curso efectivo. En cambio, la caracterización del canon como una entidad propia e inmutable, establecida por la mano negra de los intereses creados, no es más que una construcción ad hoc hecha por esas y otras corrientes de la postmodernidad a fin de promover sus propios modelos, planteados como alternativa a un supuesto monolito reaccionario. Esto es lo que, en el estudio de las falacias discursivas, se denomina «un hombre de paja», es decir, una versión simplificada y tergiversada de los argumentos del adversario, más fácil de rebatir que aquellos.

El problema es que, en este caso, ni siquiera existía realmente al argumento a rebatir, sino solo la alternativa a promocionar, de modo que se creó artificialmente una categoría que en rigor no existía, el Canon por antonomasia, concebido como un coto cerrado y fijo de autores considerados indispensables. A partir de aquí, se pretendió explicar cómo surgía y se formaba ese Canon mediante la acción, más o menos coordinada, de determinados factores eminentemente extraliterarios, de tipo político, económico o sociocultural. El asunto es que, al tratarse de una entelequia, no susceptible de observación empírica, era imposible encontrar datos que permitiesen dar razón del surgimiento o el funcionamiento del Canon. Tampoco importaba mucho, porque la explicación, como su propio objeto, estaban preestablecidos por la teoría misma: la interpretación «conspiranoica» de la historia y la «hermenéutica de la sospecha». De este modo se generaba un planteamiento perfectamente circular: el Canon era excluyente y represivo porque estaba elaborado por fuerzas (reaccionarias) excluyentes y represivas, que aspiraban con él a perpetuar su dominio sobre las conciencias individuales y, con ello, sobre la colectividad. En suma, como tantos otros productos culturales anteriores a la ideología que los criticaba, se trataba del perverso resultado de un poderoso cónclave, secreto y maligno, dedicado a subyugar a sus receptores.

Frente a este tipo de planteamientos, es razonable suponer que, en la literatura, lo mismo que en otras manifestaciones culturales, una defensa ideológica puramente tácita (y por tanto irreconocible) sencillamente no existe, por lo que, en tales circunstancias, resulta metodológicamente preferible explicar una obra dada como un producto coherente con un contexto sociocultural determinado, bien por religarse al mismo, bien por todo lo contrario (opción esta que casi nunca se tiene en cuenta, en especial desde la hermenéutica de la sospecha). A este respecto, conviene subrayar que condicionar no es lo mismo que determinar, de modo que, como para toda contingencia histórica, el marco sociocultural e histórico-político es la condición necesaria, pero no suficiente, de la obra elaborada en su seno. Esto no significa desentenderse de la episteme que hace posible una obra, de la cosmovisión que refleja o de la mentalidad que la anima; antes bien, supone atender específicamente a todos esos niveles de contextualización de la misma, justamente sin caer en la simplificación de reducirlos a un vector único, a una flecha lanzada contra un objetivo concreto o a una nota monocorde.

En consecuencia, puede apreciarse que, sin haber profundizado en cómo surgen, se transforman y, en su caso, eventualmente desaparecen los cánones (siempre en plural), resulta imposible saber qué fuerzas inciden en tales procesos, y aunque no cabe negar el ineludible influjo del contexto sociopolítico y cultural, la forma en que este opera sobre aquellos no puede darse por sentada. De los ejemplos que aducen Curtius y Escobar, lo que se deduce es, ante todo, la inercia que opera en tales listas, donde se repiten numerosos nombres que no sabemos si responden a lecturas reales. En realidad, salvo para los planes de estudios desde la formalización de la enseñanza pública en el siglo XIX (con la excepción de la preexistente ratio studiorum de los jesuitas, de alcance social mucho más limitado), ni siquiera tenemos la seguridad de que esos cánones constituyeran otra cosa que un desideratum. En suma, desconocemos la dinámica tanto endógena como exógena de los cánones e incluso su verdadero peso social, así que en muy malas condiciones estamos para analizar, no digamos ya explicar, su funcionamiento. Lo que sí está claro es que, por lo común, no han pretendido ser excluyentes, sino selectivos, y esto eminentemente por razones prácticas, como queda dicho. Podemos dar por sentado que en esa selección han influido, entre otras cosas, opciones ideológicas, pero esto, que es perfectamente admisible como hipótesis de trabajo, tiene que someterse al contraste con los datos empíricos. Si no, como tantas otras afirmaciones de la Literary Theory, se convierte en un apriorismo, cuando no en un dogma de fe.

Para complicar aún más la cuestión, varias de las corrientes que criticaban el Canon que ellas mismas habían forjado no aspiraban a desmantelarlo, sino a sustituirlo por un nuevo Canon, supuestamente abierto y progresista, pero que seguía obedeciendo a la misma lógica del que se pretendía erradicar. Es decir, de hecho, al pretender deconstruir el Canon, lo que se estaba era directamente construyéndolo, dado que previamente no existía. Si uno compartiera los principios analíticos de quienes condujeron esta operación, no dejaría de aprovechar la ocasión para presentarla como un coup de force destinado a otorgarles a sus promotores justamente el poder de decidir quién entraba o no en ese recién erigido Canon. En justicia, hay que señalar que otros críticos del Canon llegaron justamente a la conclusión más coherente con su planteamiento: que aquel había de eliminarse. Sabia decisión, si no fuera porque, como reza el viejo y expresivo refrán, para este viaje no hacían falta alforjas.

Ahora bien, como en tantas otras ocasiones, el guante lanzado por los detractores fue recogido por los presuntos agraviados, que se convirtieron en los defensores de un concepto que, en rigor, había carecido de efectividad, o bien dio lugar a una tercera vía, que pretendía conciliar la validez del Canon en abstracto con la crítica o, al menos, revisión del Canon establecido en concreto. De estas posturas, la más ha sido influyente la primera, conocida precisamente como como Teoría del Canon (aunque de teoría tiene, en rigor, bastante poco). Baste con ver en la Wikipedia las entradas «Western Canon», «Canon occidental» o sus equivalentes en otras lenguas, como la alemana, la italiana o la portuguesa, si bien se ha de advertir que en algunas versiones se remite a otros conceptos, como ocurre en la francesa: «Le canon littéraire est une expression parfois utilisée pour évoquer l’ensemble des classiques de la littérature». Uno de los más conocidos representantes de esa Teoría del Canon es Harold Bloom, con su controvertido The Western Canon (1994). En principio, una virtud de este planteamiento era reivindicar, frente a los análisis postestructuralistas (estos sí, canónicos) el papel del componente estético, es decir, del específicamente literario. Sin embargo, la Teoría del Canon no solo no criticó el concepto mismo propuesto por la que Bloom denomina en conjunto School of Resentment, sino que lo asumió tal cual, justificándolo mediante una exacerbación del papel del juicio estético en su constitución, pese a que, como él mismo reconoce, «el yo individual es el único método y el único criterio para percibir el valor estético». Esto aboca al subjetivismo total, por lo que, mal que le pese, Bloom queda preso del mismo irracionalismo que los movimientos que critica, con lo cual convierte lo que debería ser la solución en parte del problema.

En efecto, el gusto, aunque no sea arbitrario, tampoco es objetivo. Fruto de pautas socioculturales (derivadas en parte de la existencia de sucesivos y variables cánones artísticos) combinadas inextricablemente con circunstancias tan personales como intransferibles, el juicio estético es esencialmente subjetivo y aunque pueda explicarse históricamente, no puede fundamentarse ontológicamente, a menos que se participe del concepto eidético de Belleza, al modo platónico. De este modo, incluso coincidiendo con los teóricos del canon en que el estudio de la literatura debe basarse en su dimensión estética, ello no implica confundir el análisis con el enjuiciamiento. Porque, ¿qué hacemos al estudiar una obra literaria? Examinamos una obra del ser humano y para el ser humano. Ahora bien, si confundimos la explicación racional con el efecto subjetivo que produce en el lector, es mucho más honesto dejar a la obra literaria producir su efecto y dar por concluida la indagación. Por el contrario, si lo que se pretende es realizar una investigación a la vez racional y empírica (es decir, eso que incluso en el ámbito de las Humanidades se entiende por ciencia), la solución pasa por entender por qué y cómo se disfruta de la lectura y, por lo tanto, de dónde nace su valoración. En suma, aunque esta sea inherente a la recepción de la literatura (como manifestación estética que es), resulta ajena al estudio de la misma (salvo como uno de sus objetos).

A todas luces, la noción de un Canon antonomástico como elemento fundamental en la determinación y funcionamiento del campo cultural de la literatura carece de apoyo empírico. Por tanto, la utilidad del concepto como herramienta de análisis es, a mi entender, nula y solo tiene interés, desprovisto de la mayúscula (con todo lo que ello implica), como un procedimiento auxiliar en el caso de establecer un programa de estudios, necesariamente limitado (es decir, con la finalidad escolar que siempre tuvieron los cánones). En este caso, sí puede tener interés plantear alternativas justificadas a las nóminas vigentes (véase, por ejemplo, el modelo propuesto en Montaner, 2015). Por su parte, el estudio de la literatura tiene como objeto la comprensión de un conjunto abierto de fenómenos y productos socioculturales que responden al mecanismo de la lectura estética (esto es, los textos literarios en su composición, difusión y recepción), no la elaboración de un ranking de autores o de obras, que ha de quedar al arbitrio de cada cual, según sus particulares gustos.

En este terreno, es fundamental subrayar una distinción muy pocas veces efectuada o, al menos, asumida: una cosa es el lector, con su capacidad libérrima de escoger, interpretar y valorar las obras literarias, y otra el estudioso de la literatura, cuya misión es explicar las obras en la relación dialéctica (o más propiamente, en la antiperístasis) entre el texto y sus sucesivos contextos, tanto el de origen, que enmarca a un tiempo su producción y su primera recepción, como en los posteriores, que dan cuenta de las diversas recepciones experimentadas y, con ellas, de la pervivencia o no de una obra en el acervo cultural vigente. Desde esta perspectiva, sí es de utilidad estudiar los procesos de «canonización», es decir, los que han hecho que una obra o un autor se conviertan en «clásicos», por unas u otras razones, para unos u otros sectores socioculturales; pero esta ha de ser una indagación abierta, sin explicaciones prefabricadas ni reduccionistas. Algo que poco o nada tiene que ver con ese supuesto e inútilmente denostado Canon.

 

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