He estado un tiempo sin escribir, en blanco, perdido entre una vorágine de temas a los que intentar dar respuesta. Sin nada que contar. Angustiado. Turbado ante el documento sin mácula y el parpadeo cadencioso del cursor. Llegué incluso a pensar en el silencio como la forma más inteligente de decir algo, y hasta me sumí en una meditación bartlebyana sobre la renuncia.
El hombre más sabio de su época, según el oráculo de Delfos, no solo reconocía su ignorancia sino que, ante la ausencia de una réplica plausible, prefirió el cuestionamiento como vía —que no meta— del saber. Esta elección de recuperar la incógnita, el interrogante, de reconocer que se desconoce, contrasta con las horas del hoy, un presente ahogado por la certeza y el encubrimiento de lo que no sabemos. De hecho, desvelar nuestra propia inopia intelectual nos hace sentir desnudos en mitad de la plaza, vituperados acaso al grito de “vergüenza”. Es lo esperable: nunca antes habíamos tenido acceso a tanto conocimiento ni de manera tan simple —el nous aristotélico a golpe de clic—. Esa es la razón por la que la duda no ha lugar, el motivo por el que se convierte en una posición deshonrosa en el ágora implacable de las redes sociales, donde la verdad se halla perspectivada y certificada por la gracia de su emisario. Hemos abolido el mundo del «me parece», del «depende», por el de «esto es así y punto».
En La vida del espíritu, de la genial pensadora Hanna Arendt, se nos presenta como seres interrogativos (homo quaerens) y se nos dice que es muy probable que si cesáramos de plantear preguntas sin respuesta, no solo dejaríamos de crear esos objetos del pensamiento conocidos como obras de arte, sino también la capacidad de plantearse preguntas con respuesta que sirven de base a toda civilización. O lo que es lo mismo: nos posiciona al enigma como motor del progreso frente a la inmovilidad de las certezas autoevidentes.
Y sin embargo, nuestra estructura social, educativa incluso, da la impresión de que privilegia la respuesta y la seguridad de lo resuelto, el discurso dicotómico de lo uno y lo otro, impermeable a la suspicacia y el matiz. La pregunta —ese temblor que encierra otras réplicas— queda relegada a la infancia, a los años en que desafiábamos lo manifiesto a base de porqués, y de lo que, por desgracia, únicamente aprendimos que preguntar incomoda.
Luego nos hicimos adultos, reducidos y autoritarios, amnésicos ante la idea de que pensar es el oficio de edificar interrogaciones en el aire, y nos volvimos sentenciosos. ¿Por qué?
Como apunta Byung-Chul Han, en esta sociedad contemporánea, donde se cree que todo ha sido ya desvelado, la transparencia ha impuesto una atroz tiranía que censura cualquier opacidad o misterio. El desconocimiento y la vacilación han pasado a ser defectos en pos de un discurso de fe, dogmático, donde la sola pretensión dubitativa se considera una malsana provocación.
Sin la duda, el tiempo no es una necesidad. En consecuencia, surge el juicio rápido y la exaltación de la eficacia, el posicionamiento abrupto tras la asunción de «realidades» ajenas, la respuesta estanca —autómata—, la propaganda y la mentira. Con la muerte de la deliberación, renace el homo vulgaris: un feligrés de las soluciones dadas y una espada al servicio de su defensa.
¿Y es necesario recuperar la pregunta? Quizás. Ortega y Gasset creía que como no es posible raer de la mente humana su dimensión filosofante, se ha pretendido reducirla a un minimum. Y eso es peligroso: disminuye nuestra posibilidad de equivocación hasta hacerla casi imperceptible. Y lo que es peor: estrecha la probabilidad de que el otro esté en lo cierto. El resultado es la intransigencia, la obcecación y el fanatismo. ¿Les suena?
No hay mayor acto de resistencia que desenterrar la pregunta, abrir grietas en los discursos monolíticos y permitir que los argumentos ajenos tambaleen nuestros alegatos.
Parece paradójico, pero petrificarnos como seres pensantes supone dejar que las dudas nos erosionen. Es la contradicción socrática del «solo sé que no sé nada».
Creo decisivo recobrar así el valor de la pregunta y la vocación de indagar en lo aparentemente indudable, habitar la incertidumbre. En los días de la inteligencia artificial, donde este oráculo moderno ofrece respuestas inmediatas, sin titubeos, se torna indispensable la crítica y el discernimiento, así como volver a las grandes incógnitas, esas que nos hacían verdaderamente humanos, moradores del pensamiento libre.
Expuesto lo cual, no duden en ponerme en duda. Después de todo, la mayor sabiduría es la que nos devuelve al trazo curvo y sutil, al punto suspendido y pensante de la interrogación.


Fantástico. Ya no es que siempre muestres una gran lucidez, sino que escribes de una forma impecable, Ismael. Se nos está llenando el parque de listillos que se han titulado en ver vídeos de TikTok. Cualquiera desacredita la experiencia o el conocimiento por haber leído un cartel publicitario, y es una pena.
Gracias Isma. Es una pasada leerte.
La mayor sabiduría es la que nos devuelve al trazo curvo y sutil, al punto suspendido y pensante de la interrogación.
¿Por qué?
¿Cómo podría yo conocer las cualidades de una cosa cuya naturaleza ignoro?
No lo digo yo, que no sé escribir, lo ha dicho el sonido rico y silencioso al disfrutar de tu escritura…
Un abrazo de el Gorrión de las Ondas.