Y cuando asomas suenan todos los ríos […],
sacuden el cielo las campanas,
y un himno llena el mundo.
(Pablo Neruda)
Estos días, las lecturas de mi adolescencia han retornado con fuerza y los títulos han pasado como por un teleprompter por mi mente. Sin embargo, el título de la novela ¿Por quién doblan las campanas?, de Ernest Hemingway, se ha quedado detenido como un flash luminoso y me ha recordado que, ante el silencio de la muerte, durante la Guerra Civil Española, solo se oían las campanadas doloridas y no había nada que consuele. Aquellos sonidos profundos y melancólicos, que sacudían nuestros tímpanos y aceleraban las palpitaciones del corazón, también están impregnados en la memoria colectiva de mi ciudad. Cuando los oíamos, todos nos preguntábamos por quién doblan las campanas, como dice el poema “Las campanas doblan por ti”, de John Donne.
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?
Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida,
como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquier hombre me afecta,
porque estoy unido a toda la humanidad;
por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas;
doblan por ti.
Las campanas forman parte de mi huella mnémica y me recuerdan los buenos tiempos de celebración permanente de la vida, porque en la ciudad de iglesias y conventos renacentistas y barrocos donde crecí siempre había algún motivo para celebrar. Los sábados y domingos la plaza principal congregaba artistas, guitarristas, tunas universitarias, danzantes, bailarinas, caballos de paso, grupos teatrales e interminables delegaciones que desfilaban al ritmo de las bandas de música. En las grandes festividades religiosas, culturales y militares, las campanas de la ciudad repicaban jubilosas, mientras los coloridos fuegos artificiales hacían piruetas, al mismo compás.
En esta ciudad de iglesias, torres y campanarios que repicaban a diferentes horas todas nuestras actividades diarias fluían de acuerdo con los compases que marcaban las campanadas. Como si estuviésemos en una ciudad-convento, vivíamos atentos al llamado de sus tañidos variados. Mi abuela había organizado su vida en función de los tipos de repique, tanto para desayunar, comer y cenar como para ir a misa. Mientras, mi madre se levantaba con las primeras campanadas, preparaba el desayuno y vigilaba que saliésemos con tiempo hacia el colegio. Nos acompañaba hasta la puerta y nos despedía con un beso. Mi padre se levantaba con el primer toque, hacía sus ejercicios y lecturas matinales, luego nos despertaba con la segunda campanada. Antes de irse al trabajo se aseguraba de que tuviésemos los zapatos como espejos, igual a los suyos. Por las tardes regresábamos a casa, al paso lento y acompasado de cada campanario, como si obedeciésemos los turnos. Atravesábamos la catedral, casi siempre abierta y nos asomábamos para mirar qué acto, qué misa se celebraba. Todas las tardes el olor del cacao nos indicaba el camino para llegar presurosos a la merienda. Mamá nos esperaba en casa, con el chocolate caliente y el bizcocho tradicional de la ciudad. Aquel aroma inconfundible del cacao puro llegaba a nuestra nariz, porque al final de nuestra calle la familia Saavedra fabricaba los mejores chocolates artesanales. Beber una taza renovaba nuestras energías y salíamos a jugar, hacíamos los deberes, cantábamos o leíamos hasta que las diez campanadas indicaban la hora de dormir.
Las torres y campanas también aparecen en mis sueños, y aunque no repiquen me anticipan hechos. Hace un año soñé que subía a una torre con dificultad y, cuando estaba a punto de llegar, un hombre vestido de blanco apareció en la cima de la torre. Al verme, me hizo una pregunta extraña: “¿Cuánto es el número pi?”. Sorprendida por su repentina aparición, me asusté, pero sin dudar le respondí: “Es 3,1416”. En cuanto terminé de contestar me dijo “muy bien”, y sin más se lanzó al vacío. Me quedé petrificada, sin saber qué hacer. No podía mirar hacia abajo ni gritar. Estaba sola ante el peligro de caer y el inmenso vacío me rodeaba. Me desperté sobresaltada.
Después de aquel inexplicable y significativo sueño, un sinfín de interrogantes me han rondado durante meses. ¿Quién era aquel hombre y qué representaba? ¿Por qué me preguntó por el número pi? He leído que el número pi es casi mágico, porque aparece en lugares inesperados. Aunque el valor exacto de pi es el número 3, en el Libro Primero de los Reyes figuraba como infinito e irracional, durante el siglo VI a.C. Según la Biblia, el número tres simboliza la Santa Trinidad: Dios padre, hijo y espíritu santo. Tres entidades, omnipresentes y omnipotentes, unidas como un trípode. Por otro lado, el 14 de marzo es el Día de Pi, y el 10 de noviembre corresponde al número 314 del calendario gregoriano. Mi extraño sueño se produjo once días antes del 10 de noviembre del año pasado. Si los sueños son evocaciones, anticipaciones y, a veces, revelaciones, ¿qué significaba mi sueño? El 10 de noviembre, mi madre fue ingresada en el hospital. Esa noche me quedé a cuidarla y, coincidentemente, como en el cuento “Demetrio”, de Julio Ramón Ribeyro, estuve expectante, alerta a alguna señal, un signo. Sentí pasos, oí que alguien subía las escaleras, esperé que tocase la puerta:
“Dentro de un cuarto de hora serán las doce de la noche. Esto no tendría ninguna importancia si es que hoy no fuera el 10 de noviembre de 1953. En su diario íntimo Demetrio von Hagen anota: “El 10 de noviembre de 1953 visité a mi amigo Marius Carlen”.
Al cumplirse un año de eso, no hay duda de que se trataba de un sueño premonitorio que me anunciaba su apagón existencial. Quizás la vida es una sucesión de hechos numerados con exactitud y, cumplido el ciclo en la tierra, hay que partir sin más, como el hombre de mi sueño. Mi madre había alcanzado la cima como mujer, siempre dispuesta a cumplir retos, porque amaba la vida, la naturaleza, la tierra, el agua y a los animales. Había cumplido sus propósitos vitales y tenía ganada la medalla de la longevidad bien vivida. Fue mi punto de partida, mi camino, mi refugio, mi castillo, mi compañía, mi consejera, mi amiga, mi todo. El árbol que me cobijaba.
Hoy su presencia y su voz vuelven a mí, a través del sonido sereno, apacible y vivificante de cada tintineo y me recuerda que celebre el vivir. En el aniversario de su viaje final las campanas repican por la vida que tuvo, las lecturas que hizo, los viajes que disfrutó, los momentos que compartió, la alegría que derrochó, la sabiduría y serenidad que transmitió, el amor que prodigó. Ella sí que coronó la torre más alta, desde la que nos mira como las estrellas.
¡Las campanas hoy redoblan por tu vida, querida mamá!




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