Con treinta recién cumplidos soy lo suficientemente viejo como para poder contar que cuando tenía unos ocho o nueve años me regalaron un Discman. Era un cacharro aparatoso que por supuesto no te cabía en el bolsillo. Casi todos eran de color plateado y disponían simplemente de cuatro botones: play/pausa, stop, siguiente y anterior. Más que suficiente para sumergirte en un mundo aparte y ponerle banda sonora al camino del colegio, a los deberes o a los soporíferos e infinitos viajes en coche que de otra manera se hacían insoportables.
Con la tercera me inquietaba a quién y por qué le insultaba con lo de “so payaso” y “so cretino”. Pero comprender eso fue mucho más difícil que leerse unos versos porque iba a hacer falta en algún momento sentirse el protagonista de la canción. El día de la bestia ya era el summum de lo prohibido. Si mi madre llega en ese momento a saber que andaba yo escuchando a un tío que gritaba que era el diablo y que venía a abrirle las piernas a una chiquilla para plantarle semillas, o que si llega la policía no es pecado ponerse a disparar, o que quiere hacer una matanza y ser carnicero con sus carceleros, creo que mi prima se hubiera llevado un rapapolvo. Pero yo notaba ya una cierta magia en el contraste extremo entre todas esas salvajadas y el frágil lamento de alguien que inmediatamente después confiesa: “me gustaría sonreír, pero no tengo tantas drogas hoy aquí”, o “si me quieres arrodillar córtame las piernas y aún podré volar”. Qué sonrisa tan rara es lo que cualquiera podría espetarnos cuando alguna vez nos callamos en vez de decir lo que realmente estamos pensando, es decir: “Dejadme de hablar, no me hace reír, la gente normal se podía morir”.
La sensación paradójica y siniestra de reconocer lo familiar como algo extraño queda condensada en el verso de Cabezabajo: “Perdido entre montañas, no conozco este lugar, tengo la sensación de haber estado aquí antes ya”. Y es que ese verso que escuché por primera vez hace más de dos décadas (en el que resuenan las palabras del poeta que se perdió a mitad del camino en una selva oscura), no puede describir mejor la experiencia fronteriza, compartida por tantos, de dejar atrás la veintena y ver cómo ha cambiado todo y cómo al mismo tiempo no cambia nada. Después llegaron todos los demás discos maravillosos y su carrera en solitario, con los que muchos fuimos creciendo y donde Robe Iniesta se consolidaba como uno de los mejores escritores líricos de nuestro tiempo.
Esta mañana, al despertarme y conocer la triste noticia, me he levantado cabezabajo y he puesto Agila. Han pasado más de veinte años y el álbum ya no tengo que esconderlo ni suena en un Discman. Ahora suena en una plataforma de streaming en la que puedo ver cómo todos mis amigos están también escuchando a Extremoduro y a Robe. Hoy se ha roto definitivamente la cadena que ataba el reloj a sus horas, pero a todos nos seguirá acompañando en un viaje que de otra manera se haría mucho menos soportable.
Después de todo lo que nos ha dado solo tiene que hacer una cosa:
Volar, volar.

Yo tengo 45, ya había escuchado el “Rock Transgresivo”, el “Deltoya” y el resto de discos anteriores, al igual que había escuchado a Barricada, a Eskorbuto o a Platero, pero cuando en el 96 escuché por primera vez el “Agila”, algo diferente se abría ante mí: sonido limpio, versos perfectos, canciones redondas, metales, guitarras españolas, un disco total… Hoy sabemos que el “robo” de Robe a Fito de Iñaki “Uoho” Antón tuvo mucho que ver, pero yo creí tener la misma sensación que un chaval de 16 años cuando esuchó por primera vez en el 67 el “Sgt. Pepper’s” de los Beatles.
Es el disco que más he escuchado en mi vida, una y otra vez en la minicadena AIWA de mi habitación, el que marcó mi adolescencia y a toda una generación.
Extremoduro abrió un camino diferente, con una personalidad y un estilo propio (demasiado moñas para los punkis, demasiado punkis para los heavys), en una época en la que tener una banda de rock era algo más que enchufar el autotune.
Que la tierra te sea leve, maestro.
Era de Plasencia, me parece que decía…