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Sabina en Madrid: de la gloria a la quiebra

Sabina en Madrid: de la gloria a la quiebra

Horas antes de que, el pasado sábado, en el Palacio de los Deportes de Madrid —desde hace un tiempo, Wizink-no-sé-qué—, a Joaquín Sabina (Úbeda, 1949) le hicieran un simpa sus cuerdas vocales, yo empecé a leer El juego favorito, la primera novela de Leonard Cohen, publicada originalmente en 1963 y reeditada por Lumen en 2017. Escribe en ella el bardo canadiense: “Una cicatriz es lo que ocurre cuando la palabra se hace carne”. Y, un puñado de páginas después: “La privación es la madre de la poesía”.

El autor de “Suzanne” me regaló, inesperadamente, dos definiciones sobre el discurso de Sabina en su último disco, Lo niego todo, una exhibición de cicatrices carnívoras, un confieso que uno tiene ya una edad amargo, irónico y bailable, una reivindicación de supervivencia. La privación, maldito/bendito Cohen, es la madre —o una de las madres: la mayor parte de las letras están coescritas con Benjamín Prado— de los versos que vertebran esta última colección de canciones. Así, ante más de 15.000 personas, mientras la voz se le descascarillaba, salmodiaba el jienense, como asumiendo: “Mientras subo del abismo, / mientras el miedo se enfría, / mientras sólo soy yo mismo / de cara a la galería”. O: “Algunas veces me recuerdo a alguien, / algunas veces me trato de usted. / Cuando entro en el salón / se acaba el baile; / cuando me engaño / no sé a quién creer”.

"Sabina fue recibido con una ovación larga, larguísima; respondió con un par de reverencias y con el himno extraoficial de Madrid, su Yo me bajo en Atocha"

La cosa comenzó festiva. Antes de que la banda tomara el escenario, sonó una grabación de “Y nos dieron las diez” como pasada por una banda municipal. La tropa aplaudió por vez primera, se levantó de sus butacas y cantó y bailó. Sabina fue recibido con una ovación larga, larguísima; respondió con un par de reverencias y con el himno extraoficial de Madrid, su “Yo me bajo en Atocha”, donde se coló una mención —creo que, por vez primera— a “Calle Melancolía”. Tras interpretar la pieza que da nombre a su último álbum, dijo el cantautor: “En medio y al final de esta gira interminable, he recorrido pasillos de sórdidos hospitales. Lo digo porque si alguien les cuenta que eso de envejecer es una cosa fantástica, por la experiencia y la sabiduría, mienten como bellacos: envejecer es una puta mierda”.

Sabina peleó contra su mermada voz en cuerpo y alma hasta que no pudo más. En uno de sus bocadillos, manifestó su intención de que el concierto fuera largo. Sin embargo, progresivamente, de su garganta asomaban cada vez más grietas sonoras. Tras la tríada rockera “Lágrimas de mármol” / “Sin pena ni gloria” / “Las noches de domingo acaban mal”, sonó un “Donde habita el olvido” quebrado, cuasi imposible. El crack se aplazó gracias a las actuaciones de la corista, Mara Barros, y de su “hermano”, el guitarrista Pancho Varona —a los que, por cierto, no se les escuchó nada bien—.

El cantautor regresó al escenario con “Una canción para La Magdalena”. Su voz mejoró. A mi lado, una joven de esas que van vendiendo cerveza a precio de riñón durante los conciertos se detuvo, como hipnotizada, durante esta interpretación. Cantaba Joaquín: “Y cuando suban las bebidas / el doble de lo que te pidan / dale por sus favores. / Que en casa de María / de Magdalá / las malas compañías…”, y remató el respetable: “Son las mejores”. Y hala, venga a aplaudir.

"El plan de Sabina no pasaba por envejecer sin dignidad, sino por llegar a la vejez sin ser adulto"

Siguió a “La Magdalena” un festivo “Por el bulevar de los sueños rotos” y la confesión doliente de una evidencia: “No están viendo ustedes un buen concierto por mi parte hoy. (…) Hay días en los que se cruzan los cables del corazón y la garganta. Los problemas de voz no me van a impedir seguir cantando como pueda”. El público arropó a su ídolo con una ovación atronadora, caliente e intensa. Así es un abrazo dado por más de 15.000 personas —metafóricamente hablando, se entiende: a Sabina no le estrujaron las costillas—. Al artista se le vio emocionado y, contra viento, marea y faringe, interpretó una de sus canciones favoritas y menos habituales en sus directos: la magnífica “De purísima y oro”. Acto seguido, apostó por “Y sin embargo”. Antes de llegar al primer estribillo, invitó al público a seguir la pieza cantando y se retiró para no volver. Antonio García de Diego y Jaime Asúa prolongaron la velada con “A la orilla de la chimenea” y “Seis de la mañana”. Varona firmó el certificado de defunción del show: “Joaquín tiene una afonía terrible y no puede seguir con el concierto”.

"La voz se le rompió en la ciudad que le rejuvenece"

El plan de Sabina no pasaba por “envejecer sin dignidad”, sino por llegar a la vejez sin ser adulto, “es decir, llegar a los 69 años, que es el número más glorioso que puede conseguir un viejo verde”. A lo largo de su última gira, ha sufrido algún que otro problema de salud que ha derivado en alguna que otra cancelación/suspensión de concierto. La voz se le rompió en la ciudad que le rejuvenece. Quizá haya habido demasiados viajes, demasiadas fechas en su agenda más reciente —“Pero yo fui más lejos…”—. En Madrid le seguirá esperando la primavera. Y sí, como lamentó el poeta, el ubetense tampoco volverá a ser joven, pero todavía le quedan cicatrices, carne y palabras para rato.

En sus privaciones, no me meto.

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