Se extiende como una mancha de aceite. Pero no como una salutífera mancha del mejor “virgen extra”, sino como mácula del peor lampante. Sí, todo lo invade la pringue del enfrentamiento, del frentismo que todo lo trasmina y que, para algunos, ofrece pingües dividendos electorales. Me refiero a la negrura del envilecimiento que siempre es tan rentable para el poder.
Las rivalidades políticas han adquirido tal nivel de acritud que han degenerado en abierta hostilidad. Ya no son adversarios, sino enemigos. Y por eso me pregunto a quién conviene esta espiral de sañuda contienda, y por qué algunos están interesados en que las naturales discrepancias sean ahora irreconciliables. Quizá no sea casualidad que las desavenencias se tornen ahora insalvables. Me pregunto si el actual estado de cosas tendrá marcha atrás. “Nos conviene que haya tensión”, afirman quienes repiten la cantinela de un expresidente. Y en esas estamos. Instalados en el frentismo que ya heló el corazón de Antonio Machado, que el poeta plasmó en su poema “Españolito”, perteneciente a su obra Proverbios y cantares (Campos de Castilla), ilustrando con sus versos el asunto de las dos Españas, y que reza así:
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
Hoy día, el negocio de la política consiste en dividir. Ya se sabe: a río revuelto, ganancia de confrontadores. Es evidente que nos quieren bífidos y enfrentados. El envilecimiento es la consigna, y lo llamativo es que esa estéril vileza la recetan nuestros propios dirigentes; sobre todo los recientes, aunque Machado ya los vio venir. Sí, ese frentismo fatuo no es nuevo y actúa como cebo para despertar los más bajos instintos, es decir, para azuzar al caimán que llevamos dentro.
Por mi parte, y como jurista, observo desconcertado la que en profesional llamo “guerra de cortes” [1]. Me refiero a la pugna entre dos cortes de justicia, el Tribunal Supremo (TS) y el Tribunal Constitucional (TC). Un enfrentamiento que ya espantó en su día al asomar en lontananza la punta de este iceberg. Han sido diversas las ocasiones en que se han producido tensiones entre el TC y el TS, disputas que han trascendido y generado polémica no solo en la doctrina jurídica, sino en la opinión pública. Baste citar al respecto las tensiones que tuvieron lugar con ocasión de la famosa condena por responsabilidad civil de los Magistrados del Tribunal Constitucional por parte de la Sala Primera del Tribunal Supremo; y que provocó que el legislador introdujera reformas normativas tendentes a fortalecer la posición institucional del TC, otorgándole una supremacía que afecta al equilibrio institucional existente entre ambas instancias.
En los últimos tiempos esta perniciosa dinámica de enfrentamiento entre el TC y el TS ha reverdecido. Y lo ha hecho con cierta virulencia a cuenta de algunas de las más polémicas sentencias dictadas por el TC con criterios jurídicos más que dudosos. Por ejemplo, la sorprendente sentencia de la amnistía (STC 137/2025), que pasa la mano a la Ley Orgánica 1/2024, conocida como de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña. Por no hablar del controvertido caso de los ERE de Andalucía, donde la decisión del TC anula o reduce condenas dictadas previamente por la Audiencia de Sevilla y el Supremo, generando algo más que debate sobre la invasión de competencias, la legitimidad del fallo y la lucha contra la corrupción.
Pero no quiero aburrir con disquisiciones jurídicas y sí centrarme en otro enfrentamiento institucional que tiene lugar estos días y que —me temo— traerá cola. La contienda entre el Instituto Cervantes (IC) y la Real Academia Española (RAE). Estos días de octubre el frentismo se ha trasladado a estas dos instituciones que, desde luego, considero son clave de bóveda.
Las hostilidades abiertas entre el IC y la RAE son de pasmo, sobre todo porque ambas entidades deberían caminar de la mano, muy juntas, dado que están imbricadas y hasta comparten objetivos. Bien, pues “nanai de la China”. Resulta que andan a la gresca. Y en esa teatralización de la discordia quien abre la espita aprovecha para señalar y descalificar a la otra, formándose así dos bandos a los que se quiere enfrentar de modo absurdo. Eso sí, lo que se logra es detonar la credibilidad de una y otra. Con el “inri” de que la polémica entre el IC y la RAE se teatraliza en un foro notorio como ha sido el X Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Arequipa (Perú) del 14 al 17 de octubre.
La brecha entre el director del IC y el de la RAE, no es casual, sino que agranda el choque entre instituciones españolas. Y no estamos ante la mera metedura de pata de un lenguaraz sobre la importancia de ser o no filólogo para regir la Academia. Detrás de este “desliz” hay voluntad dolosa de crispar. Una voluntad que secunda la intención bien diseñada desde el poder establecido. Las andanadas del gestor del IC dirigidas al director de la RAE contienen, en primer término, un propósito vituperante. Pero, en segundo término, se orientan a la sustitución pronta del rector de la RAE, eso sí, por alguien alineado con la corrección política del momento, de la coyuntura imperante. En el largo alcance, lo que se pretende desde el IC es puentear el parecer de los académicos de número de la RAE —los que ocupan las 46 sillas, los que votan y pueden presentar candidatos—.
La sucesión en la RAE siempre tiene su aquel, un atractivo indefinible, quizá porque la RAE, fundada en 1713, es una institución privada —de derecho público, pero privada— cuya función primordial es velar por la unidad de la lengua española. Institución privada que recibe algo de financiación pública pues sus actividades tienen carácter de servicio público y son benéficas para todos, como la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Jaén (RSEAPJ) y sus homólogas del resto de España.
Sin embargo, el IC es una institución pública, depende del Ministerio de Asuntos Exteriores, y se creó anteayer, en 1991, para promover la enseñanza, estudio y uso del español y contribuir a la difusión de las culturas hispánicas en el exterior.
Conozco por experiencia cuáles son los desafíos financieros de instituciones culturales privadas cuya labor es ampliamente reconocida, que se consideran oficiales por muchos, pero no lo son. El mantenimiento económico de la RAE y sus proyectos requiere un presupuesto considerable. No basta con los 15 millones que pone el gobierno para reforzar su liderazgo científico y cultural dentro y fuera de nuestras fronteras. Al ser una institución privada (como la RSEAPJ), no recibe una financiación fija del Estado, y tiene que ingeniárselas buscando otras fuentes financieras aparte de las subvenciones públicas. Así, las aportaciones de la Fundación Pro RAE, formada por empresas privadas que contribuyen a su sostenimiento. Entre sus patronos se encuentran grandes compañías españolas, y a ello se suman proyectos y publicaciones de la RAE que generan ingresos, como el Diccionario de la Lengua Española, entre otras. También se añaden donaciones y patrocinios de mecenas y entes privados que puntualmente realizan aportaciones para apoyar la labor académica de la RAE. Con todo, la RAE no deja de ser una entidad privada que (como la RSEAPJ) afronta desafíos financieros y, en ocasiones, dificultades económicas debidas a los vaivenes de subvenciones y otros ingresos. De ahí la necesidad, y la obligación, de seguir explorando formas de financiación.
Por propia experiencia —digo—, me consta la satisfacción —y tranquilidad— de encontrar una entidad privada cultural que esté saneada, y ello debe ser motivo de encomio. Así lo supe al suceder al frente de la RSEAPJ al anterior director, Antonio Martín Mesa, quien con su excelente gestión hizo grande en cantidad y cualidad a la RSEAPJ. Bien, pues algo así —aunque a mayor escala— sucede con la RAE. No es, por tanto, de recibo descalificar la labor del actual dirigente de la RAE en la indagación de fuentes de financiación para una institución tan señera. Pero nada es eterno, y pronto concluirá su actual mandato. Algo que sucederá en diciembre de 2026, fecha en que concluye el segundo mandato de Muñoz Machado, excepcionalmente prorrogable por una tercera renovación en su cargo directivo. Aunque no se olvide que, gracias al actual director de la RAE, esta institución ha superado sus estrecheces económicas. Algo que, sin duda, otorga una libertad y autonomía impagable a cualquier entidad cultural que se precie.
En fin, aunque por ahora gana la gresca, no pierdo la esperanza de que la cultura esté por encima de esa artificial y anacrónica lucha de clases que se ha generado. En definitiva, espero que no prospere esa visión sesgada que usa la cultura como herramienta para mantener el poder a través de la hegemonía también cultural, y ello con el único objetivo de imponer una sola visión del mundo.
——————
[1] Marín, José Ángel: Naturaleza jurídica del Tribunal Constitucional, Editorial Ariel, Derecho, Barcelona, 1998.


Amen.
Brillante, bravo