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Simpatía por el diablo

Simpatía por el diablo

El fin de semana pasado estuve en el rastrillo que montan en la zona del Oasis. Son puestos improvisados de la comunidad británica donde ponen a la venta cualquier cosa de segunda mano: libros, lámparas, figuritas «vintage»… De todo. Leer en inglés aún me cuesta un poco y tengo que tirar de diccionario casi todo el tiempo, así que, por mucho que me llamaran la atención aquellas ediciones, hice de tripas corazón y pasé. No pude resistirme, sin embargo, a la pila de vinilos que había a un lado, metidos en una caja de plástico a los pies de una de las mesas. Pregunté si podía echarles un ojo. La dependienta, con una pinta en la mano —y moviendo sus caderas al ritmo de la improvisada Tina Turner del karaoke a sus espaldas—, me hizo un gesto con la cabeza. «Adelante». El precio era ridículamente bajo, lo cual evidenciaba dos cosas: que no tenían gran valor o que su dueña se quería deshacer rápido de ellos. «All for ten euros», me animó. «Seriously?», le dije sin dar crédito. Estaba un tanto achispada y no quería aprovecharme de su euforia repentina. «Absolutely». Bastó esa palabra para que me llevara todos los discos aún sin saber quiénes eran sus intérpretes.

Antes de irme le pregunté sobre el tipo de música de aquellos grupos y de dónde eran. Con una sonrisa en los labios me dijo que esperaba que me gustase el pop rock, que ella había bebido con al menos uno de los miembros de cada una de esas bandas —«y otras cosas», sonrió y me guiñó un ojo— y que todos eran de lugares poco conocidos al norte de Inglaterra, de donde ella procedía. Me encogí de hombros y llevé la caja hasta el coche. Hacía unos días había rescatado la minicadena que tenía en mi habitación cuando era un chaval y empezaba a flirtear con la música. Aún no se habían inventado los cedés, así que solo tenía una doble pletina para casetes y un plato para los vinilos en la parte superior. Era lo único que funcionaba medio bien; eso y la radio. El equipo acabó en la habitación de mi hija, tan entusiasta del K-pop como yo lo era a su edad del rock. Ahora han vuelto los vinilos. Se han puesto de moda y son casi un artículo de lujo. Los fabrican con colorines y dibujos impresos sobre el propio disco. Y llevan cantidad de detalles. Digamos que se han adaptado a los nuevos tiempos. Los discos que acababa de comprar no eran actuales. La fecha más reciente que podía leerse en la parte trasera de la carátula era de hace veinte años. Aunque, para ser sinceros y viendo la edad de la señora que me los había vendido, esperaba que al menos tuvieran treinta o cuarenta.

"Toda la tarde sentado en el borde de la cama de mi hija, encorvado hacia el tocadiscos, estudiando las fotos de portada y las letras de las canciones que se incluían en los libretos"

Me picaba la curiosidad. No tuve paciencia. En cuanto llegué a casa, subí con la caja y comencé a escuchar los discos. Estaban increíblemente bien. Impecables. Ni una marca o desperfecto. Al menos lo que interesaba: las fundas estaban hechas polvo, con manchas, cinta adhesiva y tiritas; además, algunas zonas estaban ligeramente rasgadas, como si hubieran rayado el cartón con un cúter o un bolígrafo sin tinta. Los grupos tenían nombres como The Other Stones, The Meattles, Sunrose, Sunshine Out, Dessert Desert y otros por el estilo. Había una docena y todos, más o menos, tocaban un Britpop que rozaba el rock suave, el folk rock y el grunge. Era bastante más fresco de lo que esperaba. Me recordaba a otras bandas de mayor calado. Bandas de las que algunos de estos grupos tenían versiones con las letras cambiadas y algún toque de humor irónico. No estaban nada mal para ser una adquisición de mercadillo. Había sido todo un hallazgo. Y si a eso le sumamos que la calidad del sonido era más que notable, sobre todo teniendo en cuenta dónde los estaba escuchando, había triunfado.

Los escuché todos del tirón. Toda la tarde sentado en el borde de la cama de mi hija, encorvado hacia el tocadiscos, estudiando las fotos de portada y las letras de las canciones que se incluían en los libretos. Los músicos llevaban ropas alegres, de colores chillones y corte, a veces, un tanto excéntrico; no había ninguno —excepto el guitarrista calvo de Sunrose— que no llevara el cabello por los hombros. No eran estrafalarios, sino todo lo contrario; se apreciaba el cuidado de la elección del atuendo y el peinado, la pose ante la cámara del fotógrafo que hizo aquellas fotos. Los imaginé soñando con grandes escenarios y estadios llenos, creyendo de verdad que llegarían a conseguirlo. Busqué información en las redes para darme cuenta de que apenas había nada sobre ellos. Sus sueños, como los de muchos, no sobrepasaron la frontera de sus pueblos y, lo más probable, era que se hubieran disuelto más pronto que tarde y se hubieran resignado a trabajos ordinarios, a una familia estándar y a una vida anodina pero estable. Fue mientras escuchaba a los The Other Stones que me acordé de los auténticos, de los Rolling y de su canción —que Guns nRoses versionaron años más tarde— “Sympathy For The Devil”. Hubo una época en la que se demonizó a todas estas bandas de rock y se decía que sus discos escondían mensajes satánicos si los escuchabas al revés.

"Escuché todos los discos. Varias veces. En todos aparecía la voz. En una de las grabaciones aseguraba que no tenía tiempo, que su final estaba cerca"

No lo hice más que por la broma. Por ver cómo sonaba uno de estos del revés. Al principio solo era ruido. Sonreí. Empezó la música y, poco después, el ritmo de batería. Lo siguiente fue la voz. Entonces lo oí. El mensaje. Tuve que afinar mucho el oído. Mi inglés está bastante oxidado y apenas entendí una palabra. Lo tuve que escuchar como diez veces antes de comprender que aquello era un mensaje de socorro. El tipo susurraba con desesperación. No dejaba de repetir que necesitaba ayuda y que estaba encerrado. Dio su nombre y la dirección. Me pareció entender la palabra tortura. Y algo de cadenas y heridas y sangre. Si era falso, resultaba de lo más convincente. Espeluznante. Me pareció que el mensaje estaba incompleto, así que probé con los otros discos. Se me borró la sonrisa cuando puse el segundo y comencé a girarlo en sentido inverso a las agujas del reloj con el dedo. La voz era la misma. El mismo mensaje. Igual nivel de desesperación. Durante un tiempo, lo de los audios ocultos fue una moda para provocar a los sectores más conservadores de la industria y la sociedad. Sin embargo, aquello no tenía pinta de provocación. Se apreciaba verdadera angustia en esas palabras.

Escuché todos los discos. Varias veces. En todos aparecía la voz. En una de las grabaciones aseguraba que no tenía tiempo, que su final estaba cerca. Sabía que iba a morir y pedía que, al menos, si alguien escuchaba aquello, dijera a su familia que los quería. Anoté la dirección —lo poco que entendí entre sus balbuceos—, pero fue insuficiente para dar con su paradero. Razoné sobre el asunto. Si había grabado aquel mensaje en todos los discos, todos esos grupos debían tener un nexo en común y él –no podía ser de otro modo– debía tener un acceso privilegiado al material de grabación. Deduje que todos habían sido grabados en el mismo estudio de Londres, información que aparecía rasgada en todas partes. Lo que no deduje, pero comprobé —no habían eliminado esa información de las pegatinas de los vinilos— es que todos tenían la misma productora. Gugleé el nombre. Potential Records había cerrado en 2009 y el estudio de grabación de Rockline, en los límites del Soho, que era donde se habían grabado los discos, era ahora un Starbucks. Me di una vuelta por el rastrillo por si veía a la mujer que me había vendido los discos. Nadie la había visto. Nadie la conocía.

"No sabía qué hacer, así que llevé los discos a la policía, les hablé de Joseph y de Vivian, a la que había visto hacía unas horas. Se rieron, pero me tomaron declaración"

Encontré una foto en la que aparecía todo el equipo del estudio junto con una de las bandas. Los nombres venían a pie de foto, de izquierda a derecha: Mike Jenkins (voz y guitarra de Josies), Robert Trueste (bajo de Josies), Lil Bob (batería de Josies), Mark Mazziatto (productor ejecutivo de Potential Records), Vivian Shones (propietaria de Rockline Studios) y Joseph Strengallo (ingeniero de sonido de Rockline Studios). Todos sonreían. Todos menos el ingeniero. Ese era mi hombre. Reconocía el nombre de los audios. Era el más bajo. Con unas gafas grandes de pasta que le hacían la cara aún más redonda. Era de esos calvos que intentaban disimular su alopecia dejándose el pelo largo y echándolo sobre la zona descubierta, como una cortinilla. Miraba de reojo a la jefa. Parecía asustado. Y, en ese momento, yo también comenzaba a estarlo: Vivian Shones —no me cabía la menor duda— era la mujer del rastrillo, con veinte años más y maquillaje de menos, por no hablar de los kilos. Busqué aquel nombre durante horas. Nada. Después de mucho indagar, encontré una nota mínima en el The Sun y otra más extensa (foto incluida) en el Daily Mirror. El tipo había desaparecido. Poco antes del cierre del estudio. Bromeaban sobre el zulo que la policía había encontrado en la trastienda. Un cuartucho con cadenas, un colchón y un cubo con excrementos. Nada contrastado oficialmente, solo rumores. Igual que lo de la sangre seca. Tampoco encontraron a Vivian Shones, la dueña: se encontraba en paradero desconocido, imputada por varios delitos de los cuales no daban detalles. Se me pusieron los pelos de punta.

No sabía qué hacer, así que llevé los discos a la policía, les hablé de Joseph y de Vivian, a la que había visto hacía unas horas. Se rieron, pero me tomaron declaración. Una semana después me llamaron para devolverme los discos y decirme que podía olvidarme del asunto y que no volviera a tomarles el pelo, que tenían demasiado trabajo como para perder el tiempo con conspiraciones y paranoias. No habían encontrado esas voces de las que les había hablado. En ninguno de los vinilos. Cuando les juré que estaban ahí, se miraron y luego me devolvieron un gesto condescendiente. «¿Y qué hay del ingeniero del estudio?». «Nada», se limitaron a decir. «Joseph Strengallo no existe y, al parecer, nunca existió». Indignado, salí de allí con mi caja de discos dispuesto a averiguar la verdad por mi cuenta. Intenté regresar a las páginas guardadas, sin éxito. Habían desaparecido y el navegador únicamente mostraba un par de líneas de texto: «No se puede acceder a este sitio web. DNS_PROBE_FINISHED_NXDOMAIN». Aún podía llevar a la policía la foto que había descargado en la que aparecían los desaparecidos. Se me hizo un nudo en la garganta al abrir la vista previa y comprobar que en la foto solamente aparecían cuatro de las seis personas que había visto. Ninguna de ellas era Joseph Strengallo ni Vivian Shones. Por supuesto, las voces también habían desaparecido.

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