Sin Satué

La semana pasada murió Franciso J. Satué, escritor nacido en Madrid en 1961. Desde muy joven colaboró en periódicos, revistas literarias y emisoras de radio. Publicó, entre otras, las novelas El círculo infinito (1983), La pasión de los siniestros (Premio Ateneo de Santander 1987) y Piel de Centauro (Alfaguara, 1995). Fruto de su preocupación por el rock son sus ensayos Heavy metal (1992), El espectáculo del rock (1993) y El orgullo punk (1995). Además, escribió textos para los más jóvenes, entre cuyos títulos destacan La ciudad de las Mil Noches (1992) y Mágica Radio (1994). En 1990 publicó, en colaboración con Melchor Miralles, Alfonso Guerra, el conspirador.

Siempre hay alguien que pregunta de qué ha muerto el muerto. ¿Importa? ¿Le importa a él? De lo que se trata, es un decir, es si el que ya no está disfrutó de este Cafarnaún cuatro o cinco veces.

Frente a la vanidad literaria —y vital— basta con que uno se acerque al mar —vale cualquiera— y empiece a nadar. O se pasee por el vestuario de una piscina. Un abanico de cuerpos se mostrará ante el probo ciudadano: muchachos musculosos, maduros cojos y ancianos con las carnes sueltas, barrigas fofas y pastilleros ocultos en la bolsa de deporte. También sirve escuchar las conversaciones de los nadadores.

"Francisco J. Satué escribió y publicó no poco. Y de todo. Con su nombre y para otros"

Francisco J. Satué escribió y publicó no poco. Y de todo. Con su nombre y para otros. Novelas, ensayos y un libro de conversaciones a calzón quitado con Vázquez Montalbán de literatura y política sin quitarse la chupa negra de rockero y sin que le temblara su bigote a lo Nietzsche, ese mostacho para adentro, una declaración de intenciones, una carta elocuente de presentación.

Pero lo que me interesa es eso tan frágil, ilusorio y evanescente que hemos dado en llamar… ¿felicidad? Seamos modestos, prácticos. Baroja, y no sólo él, defendía que de lo que se trataba es de pasar el rato, sin más.

Conocí a dos jóvenes que se pegaron un tiro con una pistola. Uno de ellos usó el arma de su padre y el otro el suyo. Y no digamos los que murieron por sida. Quien más quien menos tiene en su móvil nombres de conocidos o amigos a los que ha velado junto a un ramo de flores naturales y de plástico. Es el ritual: se pasa la tarde en el tanatorio, se echa un cigarro tembloroso mientras se beben unas cervezas y se disuelve el grupo hasta nueva cita, pensando quién será el próximo del grupo.

En esos encuentros, a los que se suele ir de mala gana, se habla de enfermedades, de la próstata y se oculta el balance de la vida de cada uno. Siempre está el que presume de lo que hace y de lo que hizo, pero se le acalla haciéndole el vacío. Salen a relucir nombres y anécdotas con risas forzadas y se exalta al finado, sea quien sea. España, siempre se ha dicho y no hay razones para negarlo, sabe muy bien enterrar a los suyos.

Satu no perdió el tiempo. Tabacalera le debe un homenaje, como Escocia. Tenía un hoyuelo de pícaro de barrio y llevaba el reloj de adorno. No concebía la noche sin música y le estoy viendo, y oyendo, cómo durante una tarde me estuvo convenciendo de que Roy Orbison tenía que estar en mis altares, aunque rematamos la jornada viendo más que oyendo a Robe o un sucedáneo por San Blas. Quizá.

Le pegaba lo de aquella canción de Silvio “A todo dices que sí, a nada dices que no”. Era curioso por inquieto y ocultaba, mal disimulada, una sombra sentimental a nada que se prolongara el encuentro. Esto, que parece liviano, es mucho, un potosí.

"Satu no perdió el tiempo. Tabacalera le debe un homenaje, como Escocia. Tenía un hoyuelo de pícaro de barrio y llevaba el reloj de adorno."

El otro día, ayer mismo, quizá debió sentir aquellas palabras que él mismo escribió al comienzo de su novela El círculo infinito, de cuando tenía 22 años y lucía en la solapa del libro un mostacho a lo Pancho Villa con un mechón rebelde y el asomo de un traje que seguro le venía grande: “El espejo me ha revelado esta mañana una especie de sombra en el rostro sobre la que nunca me había detenido; acaso no la hubiera visto antes. Pero lo cierto es que allí estaba, más palpable a medida que la hoja abría espacio sobre la espuma del jabón de afeitar, entre las líneas brumosas del espejo y el cuerpo de Raquel, devorado por las sábanas”.

Durante meses llevé una foto suya en la cartera y otra de algún sobrino o sobrina, de esto hace demasiado. No supe bien por qué, me las regaló en su casa una noche y las conservé como si creyera en los amuletos. Y ahora, cuando me apetece volver a verlas, no las encuentro. Aparecerán, la marea no pierde la memoria. Es a lo único a lo que me voy a dedicar esta mañana.

Al azar, abro su libro Relatos de sangre. Todo tiene ahora otro matiz, como el título del capítulo, “No todos”. Y el inicio del texto, que vaya usted a saber con qué intención u ocurrencia lo escribió: “Para presentarme diré, debo decirlo, que soy el que siempre espera y se equivoca”. No siempre, Satu.

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