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Sueños de trenes, la mejor película de Netflix que nadie ha visto

Sueños de trenes, la mejor película de Netflix que nadie ha visto

Calificar a Sueños de trenes de ser la mejor película de Netflix es una exageración. Pero de alguna manera, nos prepara para la segunda extremosidad del titular, la de que nadie la ha visto. El film que protagoniza Joel Edgerton (quien, por cierto, se ha vuelto viral contestando al mismísimo James Cameron tras pedir éste que los films no estrenados en salas no califiquen en los Oscar) ha ocupado un lugar destacado en la lista de lo más visto de la plataforma durante un buen puñado de días.

Pero este western rematadamente triste, entre telúrico y lírico, se aleja mucho de ese modelo de entretenimiento liviano que ofrece la plataforma basada en el siempre vigilante algoritmo. 

En efecto, no hay nada estúpido en Sueños de trenes, pero tampoco nada exageradamente intelectualizado. Se trata de un film que sabe aprovechar el aspecto arcaico y artístico del fomato 4:3 para retrotraerse a un modelo clásico, el mismo que el propio director Clint Bentley difumina con una narrativa meditabunda que remite más a Terrence Malick que a John Ford, si es que ambos fueran excluyentes.

La tristeza del film, en el que un obrero de la construcción del ferrocarril sufre unas trágicas e inesperadas circunstancias que cambian su vida para siempre, se ilustra a través de unas imágenes poéticas y naturalistas dignas del gran “chivo” Lubezki, director de fotografía de, precisamente, El árbol de la vida de Terrence Malick o muchas fieras aventuras de los también mexicanos Alfonso Cuarón (Hijos de los hombres) o Alejandro González Iñárritu (El Renacido). Lubezki, sin embargo, poco o nada tiene que ver con la producción, y el soberbio trabajo se debe al chileno Adolpho Veloso, de quien probablemente oiremos hablar en el futuro.

La sensación de pérdida que transmite Sueños de trenes es auténticamente humana, no se confunde con un sentimiento de nostalgia en términos de homenaje fílmico, en este caso al western más clásico y rocoso, una maniobra que sería habitual en nuestros días. Se trata de un film sobre la obsesión y la memoria que necesariamente vuelve una vez y otra sobre los mismos pensamientos, donde los puntos de giro se convierten en reflexiones taciturnas de un individuo anónimo perdido en la historia de su país, un observador melancólico que presencia desde los márgenes los acontecimientos heroicos y sangrientos que tradicionalmente pertenecerían a un western.

No se trata, por tanto, de una negación de la épica del género, sino de una mirada interior igualmente romántica donde los paisajes grandiosos de la Norteamérica de principios del siglo pasado se utilizan para la meditación, no para el duro ejercicio narrativo. El resultado podría ser una de las buenas y más inesperadas películas del año, una oda al terrible Viejo Mundo escondida entre novedades ruidosas y demás aparataje de estrenos.

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