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Tercera Sombra. Villa en el cabo Miseno, 23 agosto del 79 d. C.

Tercera Sombra. Villa en el cabo Miseno, 23 agosto del 79 d. C.

Víspera de la erupción del Vesubio

Hoy de nuevo burlas las obligaciones de tu esposo y vienes a disfrutar en mi lecho. Por eso mis esclavos, como siempre pides, se harán invisibles y sordos y mudos y ciegos. Al otro lado de la bahía, Pompeya brilla quieta bajo el último sol, recibiendo las caricias rosadas de la tarde como una complaciente cortesana de Lesbos. En el puerto, la flota magnífica de Marco Agripa descansa bajo el soplo de los suaves vientos del golfo de Pozzuoli y el mar es un cielo falso e invertido de estrellas. Todo está en calma porque así lo he dispuesto para nosotros. Me gusta contemplarte a solas; servirte yo la comida, escanciarte el vino, deshacer las tiras de cuero de tus sandalias besando tus pies desnudos, obscenos, como de puta acadia. Ofrecerme así, como un esclavo galo que acabases de adquirir en las subastas de Delos, me permite contemplar extasiado tu creciente crueldad que, como sombras en la tarde, se alarga adquiriendo la dimensión más oscura de tu deseo.

A cambio te ofrezco mi vigor, mis brazos entrenados con dureza en la palestra, la cintura joven, preparada para la embestida incansable, la espalda tensa y las piernas firmes como las de los aurigas o los gladiadores; como las de ese Celadus el Tracio o aquel otro, Crescens el reciario, dueños de las espadas que las pompeyanas aman y que tú usas para disfrutar imaginando en silencio con tu marido lo que estás obligada a dar por ley.

"Como un auriga vencedor, manejo con destreza las riendas de su cuerpo y todavía no voy a darle lo que me piden sus ojos"

Pero realmente lo que deseas es mi cuerpo, tan parecido al de esos héroes aqueos, cuya valentía adoras recitarme al oído mientras te excito con el miembro erecto y duro como un puño cerrado acariciándote con él los muslos, el pubis, el culo, ayudando a tu imaginación en la evocación de aquel griego de hermosas grebas que siempre termina inundando tu sexo como una fuente donde sumerjo mi placer. Roma invicta lo es también en el campo de batallas del lecho, y los viejos griegos han de postrarse una vez más ante la ramera que los domina.

Contemplo, extasiado, la belleza de esta mujer. Como un auriga vencedor, manejo con destreza las riendas de su cuerpo y todavía no voy a darle lo que me piden sus ojos; me suplican que cruce el umbral de sus nalgas clavándome las uñas en los riñones, atrayéndome hacia ella con tranquila desesperación. Soy de nuevo su señor y ella vuelve ser mi esclava. Ese es el orden natural de las cosas, columba mía. Pienso en mitad de esta locura que la podría matar con las mismas manos con las que le doy placer; estrangularla con los dedos que fuerzan su vagina con brutalidad, agitando desde dentro la cintura. No parece dolor ese gemido, no quiero hacerle daño, pero me excita pensar que podría hacérselo. César protege a los vencidos con la misma mano con que los vence. Recupero la lucidez para no correrme todavía. Le devuelvo la copa llena de vino de Sabina y bebemos mirándonos a los ojos. La fina túnica se ha pegado a su piel, y toda ella resplandece de sudor y excitación; como un lirio bajo la lluvia.

Mis esclavos han hecho bien su trabajo. Admiramos los sabrosos manjares embriagando los sentidos con aquel espectáculo. He dispuesto el Triclinium como un poema de Quintio Ennio: mejillones de Eno oscuros como el vello de su pubis; ostras rugosas de Abido abiertas y mojadas, latiendo vivas como los labios de su coño; un hermoso congrio de Brindisi, reluciente, semejante a un falo descomunal, cubre una fuente de cristal, y un delicioso mújol procedente de Córcega y de los escollos de Tauromenio, salado y oscuro, parece listo para sorberlo de la copa diminuta de su ombligo.

"Siento que el miembro, excitado, vuelve a erguirse a golpes de sangre y me inclino ante su sexo sorbiendo con placer su humedad"

En el centro de una bandeja de oro, atrapadas en las redes temerarias que despreciaron la boca de Caribdis para traerlas hasta aquí, unas sublimes langostas de carne rosada esperan pacientes como víctimas de un propiciatorio. Esta vez somos nosotros los dioses, y ya hemos decidido su suerte. Abre ella la corteza crujiente de esta fruta del mar mientras se afana en extraer la carne tibia, recién hervida, sin dejar de mirarme, con los dientes blanquísimos y la punta de la lengua dura, casi erecta. ¡Por la sagrada Citerea! Esa lengua tensa, rosada, es uno de los secretos de mi deseo. Cuando me tumbo boca abajo, excitado, ella me penetra con ese músculo incansable, y por los dioses que nada tiene que envidiar al pene jugoso de un púber de gimnasio.

Pero no estamos tumbados todavía, sino reclinados, y ella, sin dejar de mirarme, muerde el interior del caparazón hasta el abdomen, extrayendo a dentelladas la sabrosa carne. Separa con seca violencia las patas del cuerpo y vuelve a hacer lo mismo con las articulaciones, haciéndolas crujir suavemente en la boca que chorrea, como los dedos y el antebrazo, un jugo rojizo que sale de dentro del animal. Siento que el miembro, excitado, vuelve a erguirse a golpes de sangre y me inclino ante su sexo sorbiendo con placer su humedad, reproduciendo el sonido que hace ella con la langosta desmembrada. Recorro con la lengua la vulva, ascendiendo hasta el clítoris, donde me detengo para envolver, empujar, masajear el divino botón, que gotea entre mis labios. Un gemido ronco, casi dolorido, allá arriba me indica que es correcto el rumbo y sigo mi periplo bajando un poco más con la lengua hasta su maravilloso, mórbido culo, que se dilata expectante, con acogedora familiaridad. Es el momento de penetrarla, y lo hago con estudiada, placentera, lenta brutalidad sobre las teselas del pavimento. Boca arriba, puedo acompasar el ritmo de la embestida del falo encajado profundamente en su culo con los dedos en la vagina, que se agita con sacudidas húmedas. Follamos como si esta no fuese una plácida tarde de agosto, sino la fría noche de las Lupercalias, poblada de hembras de senos hinchados de deseo dejándose preñar por los lobos hambrientos en lo más profundo de los bosques del Gianicolo.

"Amo a esa mujer; por Júpiter que la amo. ¿Cómo no he podido verlo antes?"

Me derramo en su antrum con un aullido de placer, dejándome mecer por sus caderas, que recogen, dulces, los últimos espasmos. Qué amargos son los besos que salen ahora de nuestras bocas. Son besos de despedida, de súplica, de promesas. Tal vez de amor. Veo alejarse su bote sobre las tranquilas aguas de la bahía, rumbo a la cercana Pompeya. A lo lejos, sobre la negra mole del Vesubio, extrañas sombras cubren un cielo sin estrellas similar al ojo ciego del cíclope, como un mal presentimiento. Aparto de mí esos nefastos augurios. Fijo la vista en la noche, pero la oscura lejanía ha devorado su pequeña nave, que estará arribando al embarcadero del muelle. Pienso en su cuerpo, que huele en mí, como si aún la llevase dentro. Amo a esa mujer; por Júpiter que la amo. ¿Cómo no he podido verlo antes? Su playa húmeda es el final de mi periplo. Mañana se lo diré. Apenas nos separa una bahía y un matrimonio infeliz, pero estoy cansado de compartirla, de esperar en esta villa su llegada, de temer al viejo Cronos, que juega con nosotros sustrayendo granos de arena dorada al reloj. Mandaré preparar un bote y zarparé al amanecer para cruzar este trozo de mar negro que hay entre ella y yo. Paciencia, Plinio, aplica con serenidad lo que tu viejo, sabio tío te ha enseñado todos estos años. Un día solo. ¿Qué puede pasar en un solo día?

Cuarta Sombra: Aix-en-Provence, 1720, por J. C. Pursewarden

Cuarenta sombras de cuarentena, nueva sección en Zenda

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