Con frecuencia, algunos de los bichos que recorren la faz de la Tierra sobre sus dos patas traseras se obstinan en dividirse siempre en dos: comunistas y capitalistas, ateos y teístas, los que aman la pizza con piña y los que llevarían a la cárcel a los primeros. En fin… amigos y enemigos, nosotros y ellos. Son los bichos blancos y los bichos negros. Luego están los bichos que no encajan bien en esta división maniquea de unos y ceros: los bichos grises. Son los que se hacen preguntas, dudan y valoran los hechos en términos relativos. Los bichos que vuelan hacia la luz de una lámpara incandescente porque necesitan ver, escuchar y, si es posible, entender.
El pasado jueves 11 de diciembre, el cine Capitol de Madrid proyectó la première de Todos somos Gaza, el último documental de Hernán Zin y continuación del exitoso Nacido en Gaza (2014). El cineasta se propuso hallar y mostrarnos la situación de los niños que protagonizaron la primera película. En una guerra en la que el muro de hierro israelí también se extiende sobre el periodismo internacional, esta película abre una pequeña ventana a lo que está ocurriendo en la franja de Gaza. Y lo que nos muestra, aunque podamos imaginarlo, es espeluznante.
La película comienza y avanza al ritmo de dos sonidos que se repiten a lo largo de todo el metraje. El primero es una ráfaga que hiela la sangre, el sonido del aire desgarrándose por un misil. Rápido, aséptico y preludio del segundo, la detonación que golpea zonas urbanas de Gaza. Un estruendo que sacude los cimientos de Oriente. Brutal, atronador e inclemente, como la densa nube de humo y polvo que lo devora todo: departamentos, hospitales, vidas. Un edificio cae, los escombros se esparcen cerca de la cámara y los transeúntes próximos a la detonación corren o se guarecen. Algunos apenas se inclinan en un gesto defensivo que no terminan de completar, como si fueran conscientes de su ineficacia o como quien oye un golpe leve entre dos coches en una esquina. Otros casi ni se inmutan ante una rutina que parece demasiado familiar.
Hace diez años, Mohamed conducía un carro desvencijado a tiro de un famélico caballo en el que recogía botellas de plástico de un basural para ayudar a su familia. En la actualidad su situación no ha mejorado. Su hogar, que se compone de una tienda de plástico, una alfombra y dos colchones, se apoya sobre la loza de lo que alguna vez debió haber sido una construcción. Con una esposa y dos hijos, no tiene más opción que calzarse un par de zapatillas deshilachadas y jugarse la vida en los puntos de ayuda para traer algo que cocinar sobre un hornillo que se calienta a las llamas de plásticos quemados. Su futuro y el de su familia es incierto, su horizonte es estrecho, tan estrecho como lo que cabe en medio camión que los llevará al sur.
Bisan y Udai son los otros dos protagonistas del documental. Bisan cocina el pan entre los restos de una ciudad que se parece más a una escombrera que a un espacio urbano. Lleva una marca en el rostro que le recuerda el día en que volvió a nacer, rescatada entre los escombros, y en que su vida familiar se contrajo a tan sólo una hermana, al perder padre, madre y hermanos. También lleva en sus ojos la voluntad seguir estudiando para ingresar a la universidad y poder elegir la carrera de periodismo. Udai ha perdido a sus hermanos. La heladería de su padre fue construida y destruida tres veces, pero él sólo sueña con su prometida. Ella anhela y exige un regalo de bodas que se antoja imposible: paz.
Los bichos negros y blancos nos devoran, con ellos o en su contra, imponen. No admiten la preocupación por los civiles de Gaza, es antisemitismo, aúllan. Tampoco el señalamiento a las atrocidades de Hamás, es islamofobia, vociferan. Los bichos grises observan, reflexionan y se vuelven a hacer nuevas preguntas.



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