A mi abuelo, por quien celebro cada día
nuestro encuentro definitivo.
Un niño está a solas en su cuarto. En su pequeño reino de silencios va tejiendo la urdimbre de su dolor. Quizás, tras los cristales de los altos ventanales, algún gorrión oculto entre los árboles ensaya su gorjeo monótono y un tren cercano, metáfora del óxido de los días, desgarra con su silbido la última luz de la tarde. La ciudad y el mundo biselan en su alquimia los hilos delgados de esa pena infantil.
Ese niño, que ostenta la dimensión exacta del desengaño, es Enrique Santos Discépolo, “Discepolín”, aquel a quien Homero le escribió:
“Con tu lágrima amarga y escondida
Con tu careta pálida de clown
Y con esa sonrisa entristecida
Que florece en verso y en canción” [1]
La vida de Discépolo se extendió como el arco de una parábola entre dos silencios, y a los cincuenta años, su corazón decidió hacerse uno con la muerte. Se podrán ensayar mil teorías, pero Enrique murió de tristeza, y seguramente un tango fue su responso final. Aquel hombrecillo pequeño, de figura desgarrada y ojos dulcemente tristes, había forjado en la fragua de su íntima soledad los metales de su vocación, de su estética polifacética, de su lírica de crisantemo y empedrado. Discépolo huele a tabaco rancio de almas trasnochadas y a colonia de domingo entre niños y palomas. La poesía fue su corona y el verso tragicómico su alimento.
Discépolo es ante todo poeta, y el poeta, buceador metafísico de la palabra auténtica, sufre y goza en el parto de esa inmersión. En sus versos, tinta y sangre se funden con la materia prima de su ternura y de su martirio. Minero de la paradoja grotesca, en el postrero balance de su vida Discepolín dijo alguna vez: “Mi vida es tan contradictoria que ni siquiera el número de la puerta de mi casa está al derecho; convencionalmente sería 567; pero ¡no señor!; yo vivo en 765”.
Discépolo es el hombre de la máscara; por fuera, el ensayo de una mueca de humor; por dentro, el mapa de unas mejillas humedecidas por el llanto. Su alma se asemeja a la del danés Kierkegaard, quien apuntó en su diario alguna vez: “Soy un Jano Bifronte; con un rostro río y con el otro lloro”. Su hermano Armando inventó el grotesco criollo, pero él no pudo cubrir —como hizo don Ramón María del Valle-Inclán— su tragedia interior con dandismo. Valle se rio de los hombres y de su España a través de sus esperpentos. Los espejos cóncavos del callejón del Gato en un Madrid “absurdo, brillante y hambriento” devolvían a los transeúntes sus propias figuras deformadas, y el talento de Valle hizo de aquello un género literario. Discépolo también cultivó el esperpento, pero los espejos cóncavos estaban en su interior; afuera, el callejón fue sólo llovizna, luz mortecina y yuyo de olvido.
Discépolo es el poeta místico de la pregunta empecinada que en los versos de Tormenta se anima a pulsear con el mismo Dios:
¡Aullando entre relámpagos,
perdido en la tormenta
de mi noche interminable,
¡Dios! busco tu nombre…
No quiero que tu rayo
me enceguezca entre el horror,
porque preciso luz
para seguir…
¿Lo que aprendí de tu mano
no sirve para vivir?
Yo siento que mi fe se tambalea,
que la gente mala vive
¡Dios! mejor que yo… [2]
En la “noche oscura del alma” discepoliana late siempre la sempiterna herida del amor y de la justicia. El mal no es un tema de especulación filosófica, de butaca de burgués, es un grito. En Discépolo conviven, no sin conflictos, el ansia divina de Alioscha Karamázov y la torturante interrogación de su hermano Iván, la paradoja de Judas que entrega con un beso al Maestro del Amor:
Si hoy la infamia da el sendero
y el amor mata en tu nombre,
¡Dios!, lo que has besao…
El seguirte es dar ventaja
y el amarte sucumbir al mal. [3]
En los alveolos del alma, Discépolo lleva una sibilancia dolorida de peregrino con asma, de flâneur harapiento, de saco dos talles más grande, húmedo de rocío y secado al sol. En las letras de sus tangos se expresa la tragedia moral de un mundo en descomposición; su yo es su yo, y también su yo son los otros. Discépolo siente y co-siente.
En sus lúcidos bocetos —aunque no siempre absolutamente exactos— sobre el hombre de Corrientes y Esmeralda, escribe Scalabrini con pulso penetrante:
“El que mira todo el bosque de manzanos no ve más que el bosque. Pero el que se reduce a mirar profundamente una sola manzana puede inferir el régimen de todas las manzanas”. [4]
Discepolín infiere el orden del bosque humano mirando y probando una única manzana, la del amor; y como Adán, se sabe desnudo ante la mirada de Dios. La expulsión del paraíso es un gemido ahogado que se hace tango y nueva rebeldía, ya no ante el designio divino sino ante la infamia de los hombres y su condición existencial:
La tierra está maldita
y el amor con gripe, en cama.
La gente en guerra grita,
bulle, mata, rompe y brama.
Hoy todo Dios se queja
y es que el hombre anda sin cueva,
volteó la casa vieja
antes de construir la nueva…
Creyó que era cuestión
de alzarse y nada más,
romper lo consagrao,
matar lo que adoró,
no vio que a su pesar
no estaba preparao
y él solo se enredó al saltar. [5]
Discépolo también le canta a la transmutación de los valores, pero es un Nietzsche vencido, en el hospicio, porque intuye que no existe ingeniería humana que pueda tener el puente al superhombre:
El verdadero amor se ahogó en la sopa
La panza es reina y el dinero es Dios.
¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio
Vale Jesús lo mismo que un ladrón. [6]
Sangra en la poesía discepoliana la poda de las jerarquías, el amor burlado, el obligado traje de lentejuelas que la existencia impone para esconder el revés de la trama de una vida en carne viva:
Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches se ha mezclao la vida. [7]
Y Dios vuelve a sucumbir ante el interrogante del amor no correspondido, porque si el infierno, como dice Dostoievski, es la imposibilidad de amar, también lo es por participación el amor ausente:
Yo pregunto: ¿Por qué?
¡Sí! ¿Por qué me enseñaron a amar?
Si al amarte mataba mi amor…
Burla atroz de dar todo por nada
Y al fin de un adiós, despertar
Llorando... [8]
En su obra Discepolín, poeta del hombre que está solo y espera, Horacio Ferrer y Luis Sierra exponen el mapa exacto del Discépolo íntimo:
“Vive Enrique recogiéndole el piolín a su intimidad. Ésta, como un cometa arisco, indócil, le tironea los dedos hasta herírselos. Tiene la vergüenza pudorosa que lo obliga a tacharse. Al mismo tiempo, la apremiante necesidad de relatarse. De verse reconocido en los demás, de sentirse espejado en el cariño ajeno” [9]
Y el corazón se entrega, cae de rodillas sin el maná del amor, sabe que no puede adorar becerros de oro, porque el desierto es desierto y el espejismo sucedáneo de un agua que no calma la sed. Y queda el hastío de la propia carne, la tristeza postcoital que envuelve de bruma melancólica un gozo breve y un dolor eterno:
Cansao, de ver la vida
Que siempre se burla
Y hace pedazos mi canto y mi fe.
La vida es tumba de ensueños,
Con cruces, que abiertas
Preguntan… ¿pa´ qué? [10]
Quizás algún lector se pregunte, llegando ya al epílogo de estas líneas: ¿Por qué ese regusto de libar en la flor discepoliana si su néctar es ácido y quizás hasta infecundo? A ese lector respondemos: porque Discépolo es como uno, o mejor aún, uno intuye la vida como la intuyó Discépolo; porque uno es carne y sangre de esa misma pasión, y la pasión no se explica, porque el afecto exige la semántica de la empatía, el ejercicio de calzarse los mismos mocasines:
Uno busca lleno de esperanzas,
El camino que los sueños
Prometieron a sus ansias…
Sabe que la lucha es cruel y es mucha
Pero lucha y se desangra
Por la fe que lo empecina…
Uno, va arrastrándose entre espinas
Y en su afán de dar su amor…
Sufre y se destroza hasta entender
Que uno se ha quedao sin corazón. [11]
Amor y dolor son dos estrellas de una misma constelación. Y mientras cierro los ojos y vuelvo a demorarme en la figura de aquel niño a solas en su cuarto y de este hombre en una calle de Buenos Aires, recuerdo la sentencia espiritual de un santo contemporáneo: “Cuando veas una pobre cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin crucifijo, no olvides que esa cruz es tu cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo, que está esperando el crucifijo que le falta: y ese crucifijo has de ser tú”.
Discépolo murió de tristeza, hizo bien.
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[1] Discepolín. Tango de Homero Manzi y Aníbal Troilo (1951).
[2] Tormenta. Tango de Enrique Santos Discépolo (1939).
[3] Ibídem.
[4] Raúl Scalabrini Ortiz. El hombre que está solo y espera. Ed. Hyspamérica, Buenos Aires, 1986: p. 27.
[5] ¿Qué sapa Señor? Tango de Enrique Santos Discépolo (1931).
[6] ¿Qué vachaché? Tango de Enrique Santos Discépolo (1926).
[7] Cambalache. Tango de Enrique Santos Discépolo (1934).
[8] Canción desesperada. Tango de Enrique Santos Discépolo (1945)
[9] H. Ferrer y L. Sierra. Discepolín, poeta del hombre que está solo y espera. Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2004: p. 91.
[10] Desencanto. Tango de Enrique Santos Discépolo y Luis César Amadori (1936).
[11] Uno. Tango de Enrique Santos Discépolo y Mariano Mores (1943).


Pedazo de artículo. Qué cosa sugestiva el tango…y nos parece algo tan lejano en el tiempo.