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Tras la campana, de Ismael López Gálvez

Tras la campana, de Ismael López Gálvez

LLEGÓ AL PORTAL INDICADO tras caminar toda la tarde por las calles del viejo Madrid. Se detuvo delante del edificio: uno más de no haber sido el que buscaba. En la fachada, la ropa colgada de balcones y ventanas decoraba con mal gusto su íntima decadencia, su inevitable deshacerse. No parecía el lugar idóneo para guardar los últimos asaltos de un excampeón del noble arte. Si bien la ruina y el silencio se habían entendido siempre como habituales tras el cese de la opulencia y la campana, a él le pareció, cuando menos, extraño. De ningún modo, injusto.

Sacó un papel que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Tras mirarlo con detenimiento, buscó en el interfono la equivalencia exacta de lo que tenía escrito: «4.º izquierda». Pulsó el botón. Diversas veces y estaba estropeado. Le recordó a algún suceso de su infancia, pero no podía desvelarlo con claridad, al igual que esas palabras que se detienen en los labios para no saltar nunca por culpa de un muro de bruma entre el pensamiento y lo dicho.

De repente, la puerta de la entrada se abrió. Salió una mujer con dos niños. A uno de ellos prácticamente lo arrastraba de la manga de un abrigo rojo.

―¡Vamos, Josito! ¡Todos los días la misma historia contigo, de verdad! ¡Qué hartura!

"La derrota era privativa de la lucha y, en cualquier caso, mejor que el arrepentimiento que sobreviene a la indolencia"

El crío lloraba e intentaba zafarse tirando en dirección contraria a los pasos de su madre. De nada servía su esfuerzo: una lección valiosa que la vida le enseñaría a las duras de aquí en adelante. Como último recurso, estiró su único brazo libre hacia el portal, hacia el hombre que contemplaba la escena pensando en otro argumento; pero fue impelido, a la manera de una consecuencia, por una fuerza mayor. Había perdido y tenía que aceptarlo. La derrota era privativa de la lucha y, en cualquier caso, mejor que el arrepentimiento que sobreviene a la indolencia.

Aprovechando que la belicosa familia dejó la puerta abierta, Diego Monreal, que así se llamaba el individuo que acababa de presenciar la escena, entró con vacilación. El edificio se despedazaba en su interior. La suciedad y el desorden subyugaban todos los rincones, y dos bicicletas desguazadas daban la bienvenida a cualesquiera que quisieran subir por las escaleras. Él tuvo que apartarlas para poder hacerlo.

A medida que ascendía, los pisos empeoraban. El hedor a orina y basura acumulada impregnaba los espacios comunes, la humedad devoraba las paredes como si de una boca sin dientes se tratase y la mugre esgrimía su sórdida estética, su decorado incómodo. Incluso la pintura, esa que en otro tiempo poseyó vivacidad y color, se despeñaba ahora apagada, como queriendo huir de allí. Era lógico. También las voces que desertaban de las viviendas lo pretendían.

Cuando llegó al rellano del cuarto, tuvo que patear algunas latas de cerveza y varios envoltorios de comida para poder acercarse al domicilio deseado. Tocó la puerta. Tres veces.

―¡Ya van! ―se escuchó una voz desde el interior.

―Corre, Nena, a ver si van a ser los de la tele ―infirió otra que llegaba desde más adentro. Tosió.

Una mujer de mediana edad abrió. Tenía la mirada vidriosa y ebria. Su rostro, endurecido por el alcohol y los golpes, guardaba con celo tiempos difíciles.

―¿Quién eres? ―dijo, después de darle un trago a una Voll-Damm caliente.

―Buenas tardes, señora. Soy Diego Monreal y trabajo para el diario Tras la campana. Busco a Carlos Ochoa, el Yunque.

―Sí, sí, claro. Pasa, pasa. Te estábamos esperando ―intentó disimular un eructo sin demasiado acierto―. ¡Beep, beep! ―sonrió―. Está en la última habitación. Ya no puede caminar, ¿sabes?

―De veras que lo siento.

―Nah, es un borracho. Se lo merece.

―¡¿Nena, es la tele o no?! ―preguntó la voz del fondo, seguida de una tos flemática.

―¡Sííí! ¡Ya va, ya vaaa! ―la mujer posó sus ojos en el periodista, en el alfiler dorado que sujetaba su corbata y dio un último sorbo. Luego dejó la cerveza encima del pringoso recibidor―. Allí ―le indicó con una ligera elevación de barbilla mientras se marchaba cantando―: por Dios que me vuelvo loooca. Quítalo de mi presenciaaa…

Tras perderla de vista, Diego caminó hacia la estancia indicada. El olor a nicotina y baba se hacía más insoportable a cada paso. Tal era su condensación que lo podía notar a través de los poros.

―¿Se puede? ―preguntó.

―Sí, entra. Estás en tu casa.

"El fracaso se había instalado como un vicio y avanzaba ineludible como la vejez y la muerte"

El Yunque Ochoa estaba inundado en la cama. Las sábanas, amarillas por secreciones varias atrapadas durante meses, quizás años, competían con la ictericia de la esclerótica y la carne. Nada quedaba de ese perfil de héroe griego que mantuvo en sus horas de cuadrilátero y flases; demasiado de la piel desordenada del Baco de Cornelis. Ya no había triunfo, tampoco bacanal. El fracaso se había instalado como un vicio y avanzaba ineludible como la vejez y la muerte. Apestaba a alcohol, a decadencia, a la ceniza que se despeñaba por su pecho sudoroso y flácido. Era menos que un recuerdo deformado y reducido a estado de miseria.

―Perdona el desorden ―se justificó con una dicción espesa de nasalidad y enferma de ronquera―. La Nena está de celebración. Lleva así veinte años.

Una fétida carcajada irrumpió de su boca, de esa gruta oscura y sin muelas, de esas encías que en el pasado sostuvieron con nervio un protector bucal Benlee. Tosió.

―No se preocupe. Solo vengo a hacerle unas preguntas para la columna de mañana. Enseguida me…

―¡Nena! ―lo interrumpió sin atender a lo que le decía―. ¡Esto está hecho una pocilga!

―¡Cállate y limpia tú con los huevos si quieres! ―lo increpó desde la distancia.

Diego Monreal carraspeó en un intento de hacer notar su presencia. No había venido hasta allí para ver un drama disfuncional.

―Menudo carácter tiene la Nena. Si no fuera por lo que la quiero, ya la habría echado a patadas de aquí. ¿Perdona…? ¿Has dicho una columna? ¿Y qué pasa con la tele entonces?

―Bueno, Ochoa, nosotros no somos un medio audiovisual. Tras la campana pertenece a la prensa deportiva escrita. Al presente, somos el periódico hispanohablante más reputado y serio de la crónica boxística.

―Bla, bla, bla… ―el Yunque se incorporó de su desastre y levantó ligeramente el torso con la ayuda de su codo izquierdo―. No me jodas… ―le señaló con el brazo que no tenía sepultado bajo la flacidez de sus pliegues―. No me jodas porque en este país no lee ni Cristo. Vosotros me dijisteis que era la última oportunidad que me quedaba para limpiar mi imagen. ¿Y cómo cojones lo voy a hacer si aquí solo hay paletos y más paletos?

Volvió a toser.

―No se preocupe por eso. Me encargaré a título personal de enseñarle al mundo su verdad.

―La verdad ―matizó.

―Perfecto, la verdad. Como usted diga.

El periodista se acercó y se sentó en un borde de la cama. No le importó rozar su elegancia con la impudicia reinante. Sacó un dictáfono Olympus del bolsillo interior de su chaqueta y lo posó entre él y el excampeón. Comenzó a grabar.

―Diego Monreal. Jueves, 16 de junio de 1983. Entrevista a Carlos el Yunque Ochoa con motivo del incidente acaecido el 14 de febrero de 1951, en el combate contra Randolph Ellis.

"Ochoa, en un ingrato desprecio al poco tiempo que le quedaba, permaneció pensativo unos segundos"

»Aquella noche, en el Earls Court Arena de Kensington, Londres, usted puso en juego el título de los pesos medianos. A pesar de ser el campeón, no partía como favorito. La prensa y la crítica especializada ponían arriba en las apuestas al boxeador inglés, que venía invicto y habiendo ganado antes del límite once de sus catorce combates. ¿Cuáles eran sus sensaciones previas a la pelea?

Ochoa, en un ingrato desprecio al poco tiempo que le quedaba, permaneció pensativo unos segundos. Luego, antes de contestar, sacó de debajo de la almohada un paquete de tabaco L&M. Extrajo un cigarrillo y lo puso entre sus labios. Lo hizo todo con una sola mano, incluso encenderlo. Tras una larga y ansiosa calada, se hizo palpable un ruido agudo, una alarmante sibilancia llegada desde el interior de sus pulmones.

―No te preocupes, que de algo hay que suicidarse, hombre ―al sonreír, una tos severa le arrancó un esputo color óxido. Se limpió en las sábanas―. Esos que llamas «especialistas» no se han subido a un ring en su miserable vida. Dudo que se hayan acercado alguna vez a alguno. Mira, yo era el campeón, y el campeón siempre es el favorito, se pongan como se pongan. No sabes lo que es tener el título y la confianza de que te llamen el mejor del mundo. En mí ni siquiera cabía la posibilidad de que ese zanahoria me pudiera ganar. De ninguna manera.

―Entonces, ¿por qué removió el relleno de sus guantes y se escayoló las manos?

―¡Vamos, hombre! Ya lo he contado un millón de veces: fue el Panamá. El cabrón me engañó. Yo no sabía nada de eso. Peleé como siempre peleo, sin ventajas ni excusas. Y menos con el inglés. Le podría haber ganado hasta metido en la cama. Fíjate tú, hasta así, como estoy ahora: viejo y podrido.

―Me parece que tiene usted una curiosa manera de contar la verdad. ¿No cree?

―Lo que creo es que fue culpa del Panamá. Él me puso el yeso o lo que fuera en las manos. Yo solo salí y golpeé.

―¿Pretende que me lo crea?

―Pretendo que te vayas a tomar por culo si no me crees.

―¿No notó nada raro cuando Víctor Jiménez, el Panamá como usted lo llama, le puso el vendaje y los guantes?

―No, jamás. Yo siempre cerraba los ojos para relajarme mientras él hacía lo suyo.

"Solo la ceniza, al igual que la sangre, se arrojaba al vacío en su ambición por escapar del dolor y el sufrimiento"

Un intenso ataque de tos lo golpeó sin un ápice de caridad o remordimiento. El cigarro de su boca, aferrado a su aliento como un boxeador herido a las cuerdas, no se permitía caer. Ochoa tampoco estaba por la labor de tirarle la toalla. Solo la ceniza, al igual que la sangre, se arrojaba al vacío en su ambición por escapar del dolor y el sufrimiento. Esta vez, cuando el Yunque se hubo sosegado, se tragó la flema cobriza en pos de una intensa calada, en busca de otra inspiración con sabor a cáncer. Después se limpió la baba con el dorso de la mano, y este, en algún lugar del rancio colchón.

―¿Y durante el combate? ―le preguntó Monreal sin mostrar humanidad.

―No, joder. ¿Cuántas veces lo tengo que decir?

―Las que sean necesarias hasta honrar a la víctima o hasta que usted no mienta.

―No fue una víctima; fue una consecuencia: el resultado de que yo era el mejor boxeador del planeta más la mierda que me puso el Panamá en los puños. ¿Acaso crees que sin el yeso el Randolph no se hubiera llevado la misma paliza?

―Le fracturó la órbita y la nariz en el primer asalto. Para el tercero…

―Por algo me apodaban el Yunque.

―Para el tercero, ya tenía los ojos cerrados y sangraba por la boca y el pómulo. Nunca vi un rostro tan demacrado en tan poco tiempo. Estoy seguro de que en el corazón de un boxeador cabe todo el coraje que le falta al mundo, pero pelear así no es hacerlo en igualdad de condiciones. Randolph Ellis fue víctima de una atrocidad. Usted y Víctor Jiménez acabaron con su carrera. Reconózcalo y pida perdón. Es la última oportunidad que le queda para limpiar su imagen.

―¡La víctima fui yo!

―¡Por el amor de Dios! ¡Usted no ha tenido que vivir sus días en un estado de conciencia mínima por daños cerebrales!

―¡Ni él tampoco como lo peor de España!

"Antes de salir, ella imitó la tos aparatosa de Ochoa y escupió en el suelo"

Agarró con furia un cenicero que había en la mesita de noche y lo lanzó contra una estantería ávida de recuerdos. Las viejas fotografías se derrumbaron como un porvenir incierto, ocasionando un estrépito considerable. La mujer, que hasta el momento había permanecido en la cocina, vino enseguida para ver lo que había sucedido.

―¡Qué está pasando aquí!

―¡Saca tu culo de la habitación! ¡Los hombres están hablando! ¡¿O eres tan tonta que no lo ves?!

Alcanzó de nuevo el paquete de tabaco, lo arrugó y se lo tiró a la cara. No impactó, pero fue lo suficientemente ofensivo como para hacer que se marchara sin decir nada. Antes de salir, ella imitó la tos aparatosa de Ochoa y escupió en el suelo. Un ligero silencio se hubiese instalado si no fuera por los estridores del encamado.

―Mira, Monreal, o como cojones te llames ―continuó―, pasé tres años en una celda de mierda. La gente como tú me redujo solo a ese combate y borró todo cuanto fui. Fueron los tuyos los que me convirtieron en un anticristo. ¡Hasta mi familia me dejó de lado! Así que ni se te ocurra decirme que no fui la puta de todos, la víctima de esta historia.

―El padre de Ellis se colgó cuando supo que usted le arruinó el futuro a su hijo.

―El padre de Ellis se colgó porque no tenía la conciencia limpia. Él me acusó de lo del yeso y me condenó a este albañal donde vivo. Yo lo tenía todo. Era el campeón; ahora solo soy un rata hecha tumor.

Tosió.

―Ese hombre denunció lo que era justo. El forense corroboró la manipulación de los guantes, y todo su equipo desveló ante el juez que usted sí sabía que estaba jugando sucio.

―Los convenció el Panamá.

―¡También testificaron contra él…! ―el periodista se levantó y caminó hacia la anarquía provocada por el cenicero. Se agachó y cogió una foto antigua. Tenía el marco quebrado. Una grieta en el cristal cruzaba de esquina a esquina. La casualidad o el destino hizo que la sonrisa de un joven Ochoa permaneciera intacta, inalterable―. El tiempo acaba masticándonos a todos. Somos un pedazo de carne en una boca hambrienta. Pronto no seremos nada; quizás una reminiscencia en la nostalgia de alguien ―se acercó a la cama y dejó la fotografía en la mesita de noche―. ¿Por qué no reconoce lo evidente? Pida disculpas y váyase en paz. Hágalo por la familia de Ellis y por la memoria de aquellos que disfrutaron viéndole bajo los focos, por los que se olvidaron de que usted era así ―señaló la imagen― y no el tipo malo del boxeo. Limpie su legado. La gente empatiza siempre con el arrepentimiento y la equivocación. Eso le hará humano.

―No me queda nada de humano. La prensa se encargó de ello y la enfermedad de recordármelo durante años. Soy un grano que supura y huele mal ―se introdujo el cigarro en la boca y se lo tragó. Luego volteó la fotografía de la mesita―. No supe que alteraron los guantes. Esa es la verdad, y no voy a reconocer nada ni a pedir perdón. Ahora coge tu trasto y vete de aquí cuanto antes.

―Era su última oportunidad.

―No hubiera hecho falta si no hubierais decidido lo que era cierto y lo que no. Adiós, Monreal. Métete mi lavado de imagen por el culo.

Sin decir nada más, el periodista cogió el dictáfono y salió de la habitación tras devolverlo al bolsillo de su chaqueta. Atravesó el pasillo. La tos de un hombre que espera la muerte lo acompañaba.

―Adiós, señora ―se despidió.

Ella lo ignoró; estaba cocinando, sumida en su particular y desagradable concierto:

―Un beso, a mí nadie me da un beso, decía un niño llorando. A mí nadieee…

Diego Monreal cerró la puerta y dejó atrapada a la canción con la ruina y el fracaso. Pensó que también con la verdad. Al salir del portal, se encontró de nuevo a la madre con los dos niños. El del abrigo rojo seguía bregando. Esta vez para entrar. Comprendió entonces que la lucha de contrarios es irreconciliable, que imponer la razón es un tira y afloja que descuartiza los argumentos con el fin de que las partes engullan lo suyo sin probar bocado las unas de las otras.

∗ ∗ ∗

Ya en la redacción, el periodista miraba el mutismo de su máquina de escribir. La página en blanco se extendía al igual que un campo de batalla entre la ética y la moral, entre lo correcto a nivel propio y el deber común. Debía decidir entre ser fiel a su compromiso periodístico o traicionarlo en favor de un bien mayor. Si elegía lo primero, la cuestión era sencilla: Ochoa defendió su inocencia aun con la muerte besándole las palabras. Si se decantaba por lo segundo, tenía que mentir y hablar de la asunción de culpa y arrepentimiento. Eso limpiaría la imagen del boxeador aunque sería un difícil consuelo para los allegados de Randolph Ellis.

"Su éxito dependía ahora de contar una mentira a medias o una media verdad"

En ese instante, a modo de develamiento, recordó a la familia del portal, a la madre y al niño luchando sin posibilidad de entendimiento. Pero también al otro crío, al hermano que metaforizaba la otra opción, la de dejar las cosas como están. No tenía por qué bregar entre su deontología y la piedad para con el prójimo. La historia ya había sido contada y había vendido así durante años. Su éxito dependía ahora de contar una mentira a medias o una media verdad. Además, el boxeo estaba saturado de hombres malos. Nadie cuestionaría eso.

Diego Monreal inspiró un nuevo éxito. Puso las manos sobre el ruidoso teclado y escribió: «Carlos el Yunque Ochoa se declara culpable, ni arrepentimiento ni perdón». Algo se delineó en su rostro: la sonrisa de un hombre perverso.

∗ ∗ ∗

―Esto no sorprende ―dijo el director del periódico sin apartar la mirada del borrador―. Acabas de contar algo que se lleva sabiendo desde hace veinte años, que Ochoa no se arrepiente de nada. Has malgastado tiempo y recursos. Así no publicaremos tu columna.

―Pero… Pero conseguí una confesión; Ochoa ha asumido la culpa. Él siempre insistió en su inocencia, por lo que tenemos algo novedoso. Y además mantiene su imagen de tipo duro. Sin ella, hoy no estaríamos hablando de él. En el boxeo, el odio hacia un Sonny Liston vende más que el amor a un Floyd Patterson, y tú lo sabes.

―Lo que yo veo es que el hecho de que admita su culpa es indiferente porque ya el juzgado lo condenó con cargos de agresión, conspiración y uso de arma mortal para provocar lesiones severas. Sé que tu intención era buena, Diego, pero el objetivo era otro. No sé, tal vez mostrar a un Yunque más humano…

―A ese hombre no le queda humanidad. Él mismo me lo dijo.

―La muerte misma es su humanidad. Nemo moriturus praesumitur mentire.

―¿Qué?

Nemomorituruspraesumiturmentire: se presume que el moribundo no miente.

―¿Y qué me quieres decir con eso?

―Que el estado de Ochoa te daba la oportunidad de pintar el cuadro que tú quisieras. Las últimas palabras de Cristo se consideraron verdad mayúscula no por su condición de santo, sino de muerto. Ipsissima verba.

―¿Me estás pidiendo que mienta? ¿Qué pasa con nuestro código deontológico?

―¿Desde cuándo le importa eso al periodismo?

―A mí sí.

―¿A ti sí? ―el director cogió el borrador y lo arrastró por la mesa hasta ponerlo delante de Monreal―. Lee eso. Parece que tengas algún tipo de inquina personal con Ochoa. Desde luego, no da la impresión de ser una columna seria.

―El tipo es abominable. No hay nada en él que provoque la más mínima empatía.

―Y precisamente por eso debemos darle una nueva pincelada. Ofrecer la otra cara de la moneda.

―El reverso es que yo ya traicioné a mis principios. ¡Carlos Ochoa nunca admitió su culpa! ¡Esa es la verdad! Mentí para obtener un buen titular y ahora siento que he pisoteado mi ética.

Colocó con dureza el dedo índice sobre el montón de folios mecanografiados.

―Bueno, chaval. Un acto aislado no define lo que somos. Ni siquiera una mentira piadosa.

―¿Y una mentira a medias? Él no pidió perdón ni mostró arrepentimiento. No segué del todo lo que era cierto.

―Anda, Diego, déjalo. Dale una vuelta a la columna. Eres presente y futuro de este periódico. Confiamos en ti.

∗ ∗ ∗

Las cuatro paredes de la estancia estaban subsumidas a una respiración infecta, inflamada. El hombre, que era estertor y luego alguien, permanecía mullido en la cama. Sostenía en la inmundicia de sus dedos un periódico abierto como la mente que cuestiona. A su lado, una mujer desagradable, semidesnuda, leía en silencio impregnando las páginas de un aliento ebrio e impuro: «Carlos el Yunque Ochoa, visiblemente fatigado y sin apenas poder respirar, gastó sus penúltimas palabras en remarcar su inocencia. La confesión de un moribundo merece cuando menos atención reverencial, pues sagrado es el verbo que se escapa de los labios de la muerte…».

―Nene, ¿de verdad no sabías nada de los guantes?

―El boxeo es finta ―arqueó la boca y dejó ver el horror de sus dientes―. La verd…

Una tos culpable interrumpió para siempre su discurso. Ya jamás lo retomaría. En el periódico, una gota de sangre lamía la palabra «inocente».

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Valerio René Solanas Merino
Valerio René Solanas Merino
18 ddís hace

Un relato fascinante, digno de ser filmado por Darren Aronofsky, y maravillosamente escrito. ¡Quiero más narrativa, Ismael!

Fran García
Fran García
18 ddís hace

Bravo, Ismael, puro cine leerte. Ojalá tengamos la suerte de verte más por estos barrios del relato.

Fm2
Fm2
17 ddís hace

Esto es un relato estupendo. Noir en su máximo esplendor.