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Ukelele

Era un domingo lluvioso de octubre, tal vez el primer domingo lluvioso de octubre; seguramente el primer domingo lluvioso en mucho tiempo. Sin embargo, ese exotismo meteorológico, incluso en Galicia, no nos libró del derecho ni de la tentación a sentirnos tristes, melancólicos, depresivos, monótonos y somnolientos durante casi todo el día; era lo suyo.

La niña llevaba tres horas viendo dibujos.

Mi mujer consultaba no sé qué en el ordenador de mesa.

Yo, a falta de jornada de Liga (la maldita Selección), me enchufaba cada diez minutos a Twitter para ver si Israel había invadido Gaza o alguno de mis gurús tuiteros decía algo gracioso.

A las seis de la tarde, la niña se acercó y nos preguntó por qué le permitíamos seguir viendo la tele, si el límite diario era de dos horas. Yo miré a mi mujer y esta se encogió de hombros.

«Haz lo que quieras», respondí.

No había dejado de llover con la misma cadencia en todo el día. Una llovizna suave, ambiental, Brian Eno; una ascensión, más que una precipitación. Si hubiésemos tenido castañas, las hubiésemos asado. Entre pelarlas, ver si tenían gusanos y comentar si estaban bien o mal asadas, se hubiera pasado el día; nos hubieran dado, como mínimo, las ocho de la tarde.

A las seis y media, mi también aburrida hermana me envió un wasap.

Me contó que su marido —que es francés—, andaba el otro día buscando una asesoría en la calle Falperra, cuando detuvo a una señora al azar y le preguntó si sabía cómo se llegaba a la calle farlopa.

Me reí, claro.

Mi cuñado siempre se lía con los idiomas; lleva diez años en Galicia, pero como si llevara uno. Confundió Falperra con farlopa. Para quien no lo sepa o no la haya probado, farlopa es una palabra utilizada popularmente en esta tierra para referirse a la cocaína; el caso es que mi cuñado le preguntó a una señora promedio cómo se llegaba a la calle cocaína. Igual no tiene gracia, pero yo me reí. A mi mujer, en cambio, la anécdota la dejó bastante fría, muy fría.

No era la lluvia.

Era la semana; llevaba una semana de mierda. Mal en el trabajo. Mal con la niña. Mal conmigo.

Como a mi cuñado, le costaba también expresarse, no tanto por razones idiomáticas como existenciales. El sábado habíamos entrado en la panadería del barrio para encargar unas empanadas y mi mujer se dirigió a las dos dependientas con la siguiente fórmula: «¿Cómo estáis hoy de empanadas?». Una se rio pero a la otra no le hizo gracia y respondió mal. Clara dijo que no había querido ofenderla; que le había salido así, nada más, y que lo sentía.

Cuando uno está mal con la vida, la sintaxis es lo primero que se resiente. A veces no se nota, pero siempre hay una merma, una construcción extraña, una palabra familiar que se muere.

—¿Qué buscas? —le dije a Clara, que seguía o aparentaba estar muy concentrada en la pantalla del ordenador.

—En especial, nada —respondió ella.

—Será nada en especial —dije yo.

—Eso es lo que he dicho, Andrés.

Ahí estaba. Era el principio del fin de nuestro matrimonio, aquel domingo lluvioso previo a la tercera guerra mundial y sin castañas. El lenguaje era la prueba del algodón, no cabía duda.

—Podíamos salir a dar una vuelta —dije.

—Más tarde, sobre las cinco —respondió Clara.

—Hace hora y media que dieron las cinco —le informé.

—¿Qué?

Vale que estaba absorta y no me hacía caso, y que decía lo primero que se le venía a la cabeza, pero la manera de expresarse denotaba una desgana, una dejadez nada habitual en ella.

La niña apagó la tele y se encerró en su cuarto.

Aproveché la circunstancia para incorporarme del sofá, acercarme a la mesa donde mi mujer se alienaba con el ordenador y posar una mano sobre su hombro. Sabía que no le ocurría nada en particular, que solo estaba pasando una mala época. Fue entonces cuando lo vi.

Una página de Amazon.

La cesta de la compra.

Un ukelele soprano para principiantes de 21 pulgadas.

Y afuera la lluvia.

—¿Y eso? —señalé la pantalla.

—Quiero aprender a tocar el ukelele —respondió Clara.

—¿Llevas dos horas buscando un ukelele?

—Así es; y me lo voy a comprar.

—Pero si tú nunca has tocado nada… —me extrañé.

—Aprenderé.

—¿Has decidido aprender a tocar el ukelele solo porque has tenido una semana de mierda?

—No lo sé.

—Tú no estás bien, Clara.

—Eres un hacha, Andrés. Pero eso no tiene nada que ver con mi necesidad de tener un ukelele en las manos.

—¿Ah no?

—No —repitió mi mujer.

—¿Entonces?

—Estoy embarazada, Andrés.

—¿Perdona?

—Que me hice un test y dio positivo.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —aparté la mano de su hombro.

—El martes.

—Pero si tú y yo no lo hacemos desde hace meses…

Fui al cuarto de mi hija para cerciorarme de que tenía la puerta bien cerrada. Así era; regresé.

—Preferiría seguir hablando del ukelele, si no te importa —dijo mi mujer.

—Como quieras. ¿Cuánto cuesta? —pregunté, confundido.

—El que a mí me gusta, cien euros.

—Te has seguido viendo con Mario, ¿verdad?

—No exactamente.

—Me juraste que eso se había acabado —le recordé.

—Solo quedamos una vez más —se lamentó ella.

—¿Y dónde piensas ir a clases de ukelele?

—Hay una academia cerca…

—¿Se lo has dicho a él?

—¿El qué?

—Que piensas comprarte el instrumento.

—Sí.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que no lo haga —me informó ella con la voz quebrada.

—O sea, que Mario no quiere que tengas el ukelele.

—Así es.

—No sé… —le dije—. Ya hablaremos luego. Necesito tomar el aire.

—¿A dónde vas?

—A tomar el aire, joder.

Nada más bajar, aguanté la respiración todo lo que pude, para ver si me moría. Pero la muerte no llegó, el aire envenenó mis pulmones y me puse a caminar sin rumbo y sin paraguas sintiendo una gran opresión en el pecho. Mis pasos me llevaron por avenidas brillantes y desiertas; bulevares transitados por vagabundos y perros caprichosos que ni siquiera los domingos podían quedarse en casa. Cuando arreciaba, me guarecía bajo una marquesina y encendía un cigarro que me quemaba la garganta. Me dije que los domingos era el país de los locos y los domingos lluviosos mucho más; era como el día nacional de los locos.

Salí de mi barrio.

Bajé por la calle farlopa.

Iba calado hasta los huesos.

En el desierto Paseo del Príncipe, un gaitero toxicómano tocaba la gaita bajo la lluvia, abstraído del mundo y de sí mismo; si en lugar de un gaitero me hubiese encontrado con un intérprete de ukelele, hubiese comprendido que todo formaba parte de un sueño y me hubiese despertado en aquel preciso instante; en tal caso, probablemente no le hubiera contado nada a Clara y el ukelele habría desaparecido para siempre de mi memoria con el café y el primer pitillo del día. Pero no, era un gaitero y todo era muy real y encima tocaba el «What a Wonderful World», de Louis Armstrong, que a la gaita no sonaba demasiado bien.

Le di dos euros.

Le di dos euros y regresé a casa.

Israel-ukelele-Gaza.

What a wonderful world.

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