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Un paseo al sueño

Pienso en ti y mi congoja se convierte en un himno.

(Shakespeare, Sonetos)

Todo empezó el día que fue al psicólogo para contarle su insomnio. Lo achacaba al estrés, aunque no había nada que le preocupara especialmente, más allá del peso de lo cotidiano, le dijo.

—¡Bien…! —respondió el psicólogo—. En primer lugar, debes entender que el sueño es un hábito. Para dormir bien procura acostarte todos los días a la misma hora. Varias horas antes debes ir desconectándote de la realidad poco a poco. Nada de trabajar frente al ordenador, ni de mirar al móvil. Está demostrado que las pantallas emiten rayos de luz azules que nos desvelan. Por eso, a lo sumo, ve una película en la televisión, o lee un libro; siempre que no sean demasiado deprimentes, sesudos o excitantes, claro está… Lo que hagas antes de dormir no debe alterar tu estado de ánimo.

Asentía mientras el psicólogo continuaba hablando.

—Y la última hora… La última hora es la más importante. En ella tu desconexión debe ser casi total. Limítate a hablar con tu familia, pero nada de planes ni de conversaciones complejas. Charla tan solo de temas triviales y sin importancia. Besa a tu pareja, besa a tus hijos, si es que los tienes; tómate una taza de leche caliente no muy grande con una cucharada de descafeinado; lávate los dientes con la máxima lentitud; saca tu ropa del día siguiente y cuélgala de una percha; limpia tus zapatos. Recuerda que vas a emprender un paseo.

—¿Un paseo…? —exclamó—.

—¡Sí, así es!: un paseo al sueño —respondió el psicólogo—. Y dime, ¿en qué piensas cuando te tiendes en la cama y cierras los ojos? Seguro que piensas en lo que vas a hacer al día siguiente: en problemas sin resolver, en llamadas de teléfono, en obligaciones familiares o laborales. ¿Me equivoco?

"Ginebra… ¿Te refieres a la ciudad suiza? Muy bien, pues debes imaginar que paseas por Ginebra. Sin prisa. Sin ningún destino en concreto, simplemente deambulas"

Debió reconocer que el psicólogo no se equivocaba.

—¡Pues eso es un error, así no te dormirás! Debes pensar en algo relajante… Por ejemplo, ¿cuál es tu lugar preferido?

Permaneció pensativo durante unos segundos antes de responder.

—Ginebra…

—¿Te refieres a la ciudad suiza? Muy bien, pues debes imaginar que paseas por Ginebra. Sin prisa. Sin ningún destino en concreto, simplemente deambulas. Puedes ir solo o con alguna persona especial para ti, alguien que te aporte sosiego. Eso lo dejo a tu elección… ¡Bien! Y por hoy creo que es suficiente. Trata de poner en práctica mi propuesta y dentro de una semana me cuentas qué tal ha ido, ¿vale?

******

Ginebra, exterior, noche.

Camino lentamente, sin prisa, por la Place du Molard y me detengo en Chocolats Rohr, frente a un escaparate de cristal elíptico repleto de dulces. Allí se refleja mi rostro sobre la bufanda de lana y las solapas del plumas. Reina el silencio, la plaza está desierta. Puntos de luz navideños se proyectan sobre el adoquinado y trazan dibujos caprichosos. Es entonces cuando giro la cara ligeramente y veo el reflejo de tu rostro en el cristal del escaparate.

—¡Has venido! —exclamo suavemente, y me vuelvo hacia ti. Me miras sonriente, sin urgencia—. ¡Hola! —dices, y comienzas a caminar a mi lado. Yo me pregunto si imagino o sueño. Es la primera de las veces que me lo preguntaré… Pero ahora no quiero cuestionarme nada. Tan solo andar, andar, andar a tu lado…

"No respondiste. Acostumbrabas a no responder cuando no deseabas mostrar tus cartas. O quizá no lo hicieras para acreditar tu condición de fantasma"

Pruebo a cogerte la mano y no te quejas. Al contrario, giras la cara y me miras con complicidad. No aprietas en exceso ni dejas caer los dedos lánguidos, sino que me agarras la mano con suavidad, de modo que tu mano parece una continuidad de la mía. Me sorprende que no preguntes: «¿A dónde vamos?».

Hemos salido de la Place du Molard y caminamos Rue du Rhône abajo. A nuestro lado se suceden Dior, Cartier, Fendi, Hermès, Patek Philippe, Lanvin, Chanel, Rolex, Celine, Prada: son cajas de lujo, locales acorazados, jaulas sin vida de pájaros inertes. Solo tu mano y mi mano están vivas.

—Hacía tanto tiempo que quería pasear contigo…

—Lo sé, por eso he venido.

Sonrisas y pasos nocturnos, tranvías silenciosos, raíles, catenarias, faroles suspendidos en el aire azul marino.

—En realidad no sé por qué escogí Ginebra, podríamos haber ido a cualquier otra parte…

—Ginebra me parece tan buen lugar como cualquier otro.

—Es cierto. ¿Acaso no podría darte la mano allá donde fuéramos?

No respondiste. Acostumbrabas a no responder cuando no deseabas mostrar tus cartas. O quizá no lo hicieras para acreditar tu condición de fantasma… ¿Cómo saberlo? Habíamos dejado atrás la Place des Eaux-Vives y ascendíamos una suave colina por la Rue Adrien Lachenal. La oscuridad agrisaba tu piel y hacía aún mayor la soledad de las calles. Noté el sudor de nuestras manos, y fue una sensación tan vívida que me pareció real. ¿Era real?

No te había contado que los amigos de una amiga nos habían invitado al shooting de una revista de moda. Sería en el edificio Clarté, diseñado por el famoso arquitecto Le Corbusier. Databa de 1932 pero, por su aspecto, podría ser un edificio nuevo: dos grandes planchas de hormigón en los laterales; dos grandes fachadas de vidrio; dos portales de hormigón de forma cúbica. En realidad era tal nuestro sosiego, nuestra desaceleración, que había olvidado la hora. Es más, cuando empecé a imaginar había olvidado ponerme el reloj y ponértelo. ¿Llegaríamos a tiempo al shooting? Te solté la mano para abrir el portal y sentí en la palma un frío infinito, tanto que ¡por poco se desvanece mi relato!

"Estábamos separados, hablando en grupos distintos, pero cualquier observador adivinaría al instante que íbamos juntos"

A ambos lados había flores amarillas imaginarias, unas estaban secas y otras formaban arbustos que crecían en parterres, o cactus sobre lechos de piedras gris. O al menos eso es lo que recuerdo, quizá me equivoque. El caso es que quise subir andando para ver las escaleras de Le Corbusier: tramos de barandillas metálicas que subían en zigzag sobre rellanos de pavimento acristalado. Me encantaba ese estilo sobrio que servía de decorado a tu presencia.

Cuando al fin llamé a la puerta del ático, los amigos de mi amiga abrieron y nos dieron la bienvenida. Todo eran focos, cámaras, trípodes, embalajes de plástico, cajas de cartón, modelos somalíes que parecían muñecas de cera. Yo hablaba con todos ellos en francés mientras tú, con los brazos cruzados, mostrabas tu timidez sonriendo a cuanto te decían. Estábamos separados, hablando en grupos distintos, pero cualquier observador adivinaría al instante que íbamos juntos, porque, de vez en cuando, nos vigilábamos con el rabillo del ojo y nuestras miradas se convertían en instantáneas, en archivos grabados en algún lugar de la imaginación.

En realidad, todo eran imágenes, fotos fijas que trataban de formar películas. A veces resultaba difícil y saltábamos de secuencia a secuencia sin previo aviso: de la sala de subastas Christie’s en la Place de la Taconnerie cambiábamos de pronto a la catedral de Saint Pierre, o de allí a otra calle donde todo eran bancos: el Credit Suisse, la Banque J. Safra… En cierta ocasión vimos a la infanta Cristina entrar rápidamente por una gruesa puerta de roble macizo, como aquella del auditorio de Juan Calvino, patriarca de Ginebra que quemó a Miguel Servet en la hoguera.

"Las luces de la ciudad se reflejaban sobre el espejo marengo de las aguas conforme avanzábamos milagrosamente entre el suave oleaje, caminando sobre la pasarela"

Pero dejé de lado todas estas imágenes que venían a mi imaginación y atendí a los amigos de mi amiga, que habían terminado su shooting y bebían copas de champagne con las modelos somalíes. Les dije que lamentaba mucho marcharme, pero no deseaba dormirme sin visitar contigo el Jet d’Eau. ¿Dormirte, a qué te refieres? Los amigos de mi amiga no entendieron nada, incluso una modelo con una gabardina, cofia y botas blancas se acercó y preguntó en francés: ¿Dormir…?

Lamentaba tener prisa, les dije, y te volví a coger de la mano en la Rue du 31 Décembre. Tú caminabas complaciente como antes, aunque te asombró mi actitud algo abrupta. «¡Qué remedio!», afirmé. Y caminamos, caminamos, caminamos a toda prisa. Te puse un abrigo que no tenías al comienzo del relato. Ocurrió cuando advertí el frío, nada más llegar a la orilla del lago Leman. Era de grueso paño de lana con grandes botones.

Las luces de la ciudad se reflejaban sobre el espejo marengo de las aguas conforme avanzábamos milagrosamente entre el suave oleaje, caminando sobre la pasarela. El Jet d’Eau brillaba naranja, rojo, amarillo, verde, azul, violeta como tu abrigo. Helaba; pero yo sentí el calor, el sudor de tu mano hasta el instante en que todo se fundió en negro.

En ti he visto el semblante de todos los que amaba.

(Shakespeare, Sonetos)

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