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Con una lechuga en el bolso

Con una lechuga en el bolso

De un tiempo a esta parte estoy notando que tengo un especial magnetismo para los hechos insólitos y las personas extravagantes. Sin ir más lejos, puedo contar que de la Feria del Libro de Madrid de este año me he marchado con una lechuga espléndida en el bolso; ya veis, un regalo literario absolutamente normal.

Por lo general, cuando acudo a presentaciones y eventos, localizo visualmente todas las puertas de salida para potenciales emergencias aunque, por fortuna, nunca he tenido desencuentros ni experiencias negativas. ¿Por qué, entonces, tanta precaución? Porque no siempre es fácil saber, con un simple cruce de miradas, quién está al otro lado.

"Qué tío, no mueve una pestaña. Por fin, echa a reír. Qué cabronazo. Y yo pensando que era un psicópata que atrapaba a un escritor, cual Annie y Paul en Misery, de Stephen King."

En mi primera novela de misterio arranqué la trama en un viejo y oxidado caserón costero, donde tras unas reformas aparecía el antiguo cadáver de un bebé. La historia era fruto de mi imaginación, pero el caserón existía, llevaba años observándolo y codiciando entrar. Tras la publicación de la novela, sus dueños me invitaron a hacerlo. En gran medida, el inmueble era como me imaginaba: desgarrado por el paso del tiempo, casi ruinoso. Terminamos subiendo al ático. Yo, curiosa, hacía muchas preguntas y tomaba fotos donde estaba permitido. Pero en aquél viejo ático, en el que parecía que habíamos viajado en el tiempo, uno de mis anfitriones me miró fijamente y, sin perder la sonrisa, me hizo la pregunta:

—¿Cómo sabías lo del bebé?

—¿Qué…qué bebé? —(«Un momento, a ver: ¿esto es como en las películas? ¿Esta gente tiene aquí un bebé enterrado? Tranquila, está de broma»).

—El bebé que está emparedado en el baño —me dice serio y sin apartar la mirada.

«Ah, pues no era broma. Joder, joder, joder.» En dos segundos calculo cuánto me puede llevar bajar las escaleras a toda pastilla y cuánto le puede llevar a él. Salir por la ventana lo descarto de inmediato: demasiada altura. El potencial enfrentamiento físico no tiene un claro ganador: él va acompañado, pero yo también. No sé si llorar de la risa o ponerme seria. Opto por lo primero, pero sin llorar. Por si acaso, comienzo a bajar las escaleras pero sigo hablando. Risilla nerviosa.

—Estarás de coña.

Qué tío, no mueve una pestaña. Por fin, echa a reír. Qué cabronazo. Y yo pensando que era un psicópata que atrapaba a un escritor, cual Annie y Paul en Misery, de Stephen King. Quizás fabulo sin medida por llevar tantos libros en mi memoria. Mi anfitrión me cuenta que, como en el ático hay un depósito de agua, a los niños de la casa les decían que un pequeño se había ahogado en él, y que el pobre estaba emparedado entre las paredes del baño: de vez en cuando se le oía llorar. En realidad, los lloros, casualmente, sólo se escuchaban cuando la gente tiraba de la cadena de la cisterna, pero el objetivo había sido logrado: los niños no se acercaban al dichoso depósito. No me cabe duda de que el fulano que se inventó la historia del niño emparedado era un tipo encantador, pero de momento no me he interesado por conocerlo.

"Hay que ver. Le sonrío. Pienso que está como una cabra, pero tiene en la mirada un punto de ternura y de cordialidad que me desarman."

En otra ocasión, firmando otra novela en una biblioteca, se presentó ante mí un hombre de casi dos metros, musculado y con muchas y evidentes horas de gimnasio. Creo que habría partido una nuez con solo mirarla. Había mucha gente esperando pacientemente en la cola. Cuando, por fin, llegó él con su libro, parecía que no le importaba que se lo firmase o no: me lo entregó como un ticket gracias al cual, por fin, había llegado su turno.

—Hola —saludó, exageradamente risueño. —Soy fan, muy fan. Voy a mostrártelo.

—¿Eh? —mantengo la sonrisa, atónita, mientras observo cómo comienza a deslizar hacia abajo la cremallera de su cazadora. Carraspeo y alzo una ceja. —¿Pero qué…?

—Soy como Shakira, pero en vez de las caderas, ya verás lo que muevo por ti.

—Shakira —repito lentamente. «Por favor que no esté desnudo, que no esté desnudo, que no esté desnudo». Tenemos suerte, está vestido y lleva una camiseta. Me muestra su pectoral izquierdo. De pronto, se pone a mover ese único pectoral con un ritmo frenético. BOM. BOM. BOM.

—¿Ves? Así se mueve mi corazón cuando leo tus libros.

Hay que ver. Le sonrío. Pienso que está como una cabra, pero tiene en la mirada un punto de ternura y de cordialidad que me desarman y que si no sigue quitándose ropa evitarán que llame a seguridad.

En fin, me suceden tantas cosas estrafalarias que necesitaría un largo diario para recogerlas. En otra ocasión, presentando mi última novela, tenía la suerte de disfrutar de una larga fila de lectores esperando su firma, pues el libro acababa de salir aquella misma semana. Observé de reojo cómo una señora de unos ciento cincuenta años avanzaba hacia mí, a paso lento pero firme. Cuando llegó a una distancia de unos dos metros, cual pistolero del viejo Oeste, sacó su mano derecha del bolsillo y la alzó con un billete de veinte euros atrapado entre su dedo índice y el anular. Lo lanzó con un único gesto hasta la mesa y éste llegó flotando como a cámara lenta, seguido por mi mirada y por la de todos los que estaban en la fila. La anciana me sonrió con sólo la mitad de su boca y me guiñó un ojo:

—Nena, ¡dame uno!

Un libro. La pistolera quería un libro. No es que los veinte euros no me viniesen bien, pero se los devolví con una sonrisa, explicándole dónde estaba el librero del evento, a sólo unos metros. Los lectores que estaban en esa zona de la fila se daban codazos, se reían por lo bajini, comentaban la anécdota. Y yo seguí firmando ejemplares pensando en todas las horas de soledad mientras escribo, de aislamiento, para llegar a este piel con piel en el que siempre se pasean personas que me asombran y me hacen sonreír.

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