Hete aquí un thriller quinqui, oscuro y descarnado que atraviesa las entrañas del lector. Tres amigos planean un asesinato para cobrar una herencia y, de este modo, escapar del barrio de Madrid donde les ha tocado nacer.
En este making of Felipe Luis de Manero explica cómo escribió Aprieta (AdN).
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Después de leer Aprieta, mucha gente me pregunta si Valdeyeros —el barrio donde transcurre la novela— es real o no. La respuesta no es tan sencilla como me pudo parecer en un principio. La idea original era ambientar la historia en un lugar ficticio. Lo que pasa en la novela es tan sumamente intenso, requiere de tanta energía y atención por parte del lector, que decidí que todo lo demás debía pasar a un segundo plano. Importa lo que pasa, no dónde pasa. Además, también había parte de egoísmo en esta determinación. Una gran mayoría de pasajes de la novela están escritos desde las vísceras, son algo así como vomitonas interminables y espasmódicas que a veces me dejaban exhausto. No quería añadirme la presión de indicar el nombre de calles concretas, ni de bares reales, ni de fuentes, avenidas, plazas, comercios… Qué pereza. Aprieta no es ese tipo de libro.
Para ir a entrenar tenía que coger el metro en la tranquila y señorial estación de Lista y bajarme en Lacoma —línea 7—, solo dos paradas antes de llegar a Pitis, una zona marginal asolada por la droga y la miseria. Creo que eso lo supe después, porque en ese momento no recuerdo ser tan consciente de la sensación de peligro. Al menos no de ese tipo de peligro. Yo ya había jugado en otros equipos cercanos y sabía que por allí —Avenida de la Ilustración, Lacoma— había mucho macarrismo: bakalas, plumas Verlac, peinados a cepillo —como con una corona en la cabeza—, joyas, botas Salomon, navajas. Pero no pensaba en poblados, ni en yonquis, ni en camellos desdentados.
El caso es que dio la casualidad de que un conocido del pueblo de mi amigo R. vivía en Lacoma y conocía a varios miembros del equipo. Este chaval era un pieza de mucho cuidado, ataviado con grandes pendientes dorados de aro y siempre dispuesto a sacar la mano a pasear. Yo llegué a ver cómo, en mi barrio, le quitaba un trozo de pizza a un tío joven, alto y pijo, y después le arreaba un bofetón seco y duro, cuyo sonido aún puedo reproducir sin esfuerzo. En este caso, no obstante, no estaba de más contar con su apoyo. Fue él quien anunció mi llegada y dejó en el aire una advertencia: “Tratadlo bien, lo conozco”.
Así, gocé de ciertos privilegios que quizá en el momento no supe apreciar. Por ejemplo, el primer día tuvieron a bien venir a recogerme a la parada de metro para llevarme al campo. La comitiva estaba formada por cuatro chavales con pintas y un extraño hombre al volante, un tipo gris, anodino, demasiado corriente, que luego supe era el segundo entrenador. El coche era una especie de todoterreno viejo y la radio escupía música electrónica a todo volumen. Los ojos de los chicos irradiaban viveza, pero también una inquietud intensa, una necesidad de algo, una urgencia. De eso me acuerdo bien.
Me subí en el coche, cohibido e impresionado, lo reconozco, y me presenté. Llegamos al campo. El vestuario era viejo y herrumbroso. Fuera llovía y el campo —de tierra en esos entonces— seguro que estaría embarrado. Hacía frío, era una noche desapacible. Yo me cambié lo más rápido que pude y me dispuse a salir al campo. Prefería cualquier cosa antes que seguir allí dentro, rodeado de aquellos cafres. “Ummm, parece que el nuevo tiene muchas ganas de entrenar”, dijo con retintín uno de ellos, un chaval corpulento y con coleta. Yo cogí mis guantes, dibujé una sonrisa tensa y salí al campo.
Después del entrenamiento les pregunté a algunos de ellos el camino más rápido para llegar a la parada de metro. Me dieron algunas indicaciones y las seguí sin rechistar. Serían como las diez y media de la noche de un día entre semana, no había mucha gente por la calle. Yo iba escuchando música en mi Walkman —¿o ya era un Discman?— y pensando en mis cosas, seguramente preguntándome si realmente estaba enamorado de la chica con la que salía en ese momento. Al día siguiente noté que el recibimiento fue más cálido. Mis compañeros me chocaban la mano con fuerza, algunos me daban palmadas en la espalda. “Tienes dos cojones, tío. La otra noche te dirigimos al camino más peligroso. Pasaste por en medio de las chabolas. ¿No te diste cuenta?”, me dijo el chico de la coleta.
Desde ese momento, todo fluyó con naturalidad. Había pasado la prueba y ahora era uno de los suyos —o algo parecido—. Conseguí acceder a ellos. Eran de hierro por fuera, sí, pero tenían las mismas ganas de cachondeo que cualquier chaval de diecisiete años. Incluso más. Eran ingeniosos y nobles. El de la coleta era central y siempre estaba a mi lado en los partidos. Cuando jugábamos en algún sitio pijo, como Pozuelo o Las Rozas —lugares en los que yo terminaría viviendo—, me divertía diciéndole que alguien del público, casi siempre el líder de algún grupillo de niños bien, le había insultado. Él se iba directo a la grada y le emplazaba al partido de vuelta. Pero al campo de Valdeyeros los equipos venían sin afición y con los jugadores justos. El nuestro era un campo caliente, nadie quería venir.
Cuando empecé a escribir Aprieta, de manera inesperada, todas estas imágenes irrumpieron en mi cabeza. Desde el principio supe que Valdeyeros debía ser el barrio donde Nelson, Carlos y el Dos Frentes se encontraran. Donde los nigerianos establecieran su cuartel general y donde el Ciego intentara ganarse la vida trapicheando con la chavalería. El lugar donde doña Luisa, muy a su pesar, terminaría viviendo y donde Camila pisaría una iglesia por vez primera en su vida.
Hace unos años volví al campo del Valdeyeros. El equipo ya no existe, aunque la zona, según me dijeron, sí es conocida por algunos como Valdeyeros. Así que la respuesta es sí y no. El barrio donde transcurre la novela es ficticio y real a la vez. Que yo sepa no hay ningún garito por allí que se llame Absenta, aunque no me extrañaría ver al Dos Frentes algún día caminando por allí, con prisa, nervioso, y con esa tempestad salvaje intentando salir por sus ojos.
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Autor: Felipe de Luis Manero. Título: Aprieta. Editorial: AdN. Venta: Todos tus libros.


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