Pasaron unos años en los que yo fui muy feliz y en los que la vida nos bendijo con un par de retoños, pero la felicidad de Admeto pendía de un hilo, un hilo muy fino, agarrado en el otro extremo por las manos de la muerte. Su vida se volvió un auténtico infierno y aquello acabó afectando a nuestra vida en pareja y a nuestra familia. No podía convivir con aquel ser que en otro tiempo había sido valiente y aguerrido y ahora era temeroso y cobarde. Así que le aconsejé que buscara ayuda.
Admeto obedeció los consejos de Apolo y se dirigió a la isla de la Creación, al palacio de las Moiras. El viaje duró un mes, un mes en el que temí por la muerte cercana de Admeto y por sus crecientes miedos y manías. Un mes sin noticias de él. Hasta que, pasados los días estipulados, la luna apareció tímida en el cielo estrellado, trayendo consigo a mi marido.
Me contó su viaje hasta aquel lugar recóndito y cómo no se habían sorprendido de su llegada, pues ellas conocían de primera mano el hilo de su existencia.
—Son tres mujeres —me dijo—. El palacio es excepcional. No puedo precisar qué edad tienen; parecen jóvenes y ancianas al mismo tiempo; es una edad desconocida para nosotros. Su mirada es pétrea, no existe inflexión en su voz, más bien es un timbre continuo y monótono. Su mirada es dura pero limpia, y visten de forma decorosa, con amplios peplos de un blanco inmaculado. Cuando llegué, los esclavos me hicieron pasar a una habitación calentada por un hogar enorme. Mis huesos entumecidos por la humedad de los campos y el camino sintieron un extraño confort nada más entrar. Ellas me esperaban, sentadas una al lado de la otra. Láquesis, que así me dijo que se llamaba la de en medio, tenía entre sus manos un hilo dorado de una confección extraordinaria. Me miró y dijo: “Esta es tu vida”. Sacó su vara de medir y sentenció: “Casi ha llegado a su final”. Miró a su derecha, donde Cloto hilaba lo poco que quedaba, y esta también asintió. La tercera, llamada Átropo, se levantó de su sillón y me dijo: “Sabemos qué te trae aquí. Apolo nos pidió que te ayudáramos, y así lo haremos. Mira estas tijeras. No rozarán el hilo, pero con una condición.” ¿Cuál? —pregunté—. Debes buscar una víctima. Alguien de corazón puro. Alguien que ame tanto tu vida que ofrezca la suya por ti.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.
—Necesito vivir, mujer. Mi muerte, según las Moiras, está próxima y aún me quedan muchas cosas por experimentar. Quiero ver crecer a nuestros hijos; son muy jóvenes para perder a su padre. Quiero que nuestra hacienda sea próspera y así asegurar la vida a nuestra descendencia. Quiero volver a vivir una aventura. Quiero estar junto a ti. Te amo y amo a mi familia, y todos mis miedos provienen de ahí. De la posibilidad de perderos. Así que encontraré a alguien que se sacrifique por mí.
Con esa idea en la cabeza, Admeto acudió junto a sus padres. Pensaba que, como ellos ya eran mayores y habían experimentado todo lo que la vida podía ofrecer, sacrificarían su destino por la fuerza del amor. Pero cuánto se equivocaba. Sus padres amaban más la vida que a su hijo, y Admeto obtuvo un rotundo NO como respuesta. Entonces la esperanza salió despavorida de mi casa y del corazón de Admeto. Yo, al verlo tan desconsolado, me apiadé de él. No quería dejar la hacienda sin patrón ni a mis hijos sin su padre. Mi vida, la vida de una mujer, es menos valiosa que la de un hombre. Nosotras solo valemos para tejer, criar y llevar el hogar, cosa que puede hacer una hilandera, un ama de cría o una oikonoma. Así que decidí dar mi vida por amor. Por el amor a mi marido, por el amor a mi familia.
Como sabes, hace dos lunas llegó el día de mi muerte. Usé un veneno, algo que no ajara mi belleza. Le hice prometer a Admeto que no me olvidaría y que no volvería a casarse nunca más. Así que aquí me tienes. Ante ti. Contándote lo que nadie me dijo cuando decidí dar la vida por mi marido, que los echaría tanto de menos.
—Has hecho un gran sacrificio, mujer —dice la diosa, mientras una gota de rocío, casi imperceptible, se descuelga de sus ojos. Sin duda, las palabras de Alcestis la han emocionado—. Pero en una cosa te equivocas. La vida de una mujer tiene el mismo peso que la de un hombre. Todas las almas nobles pesan lo mismo, incluso las almas que se sacrifican por amor, algo más. Tu alma es valiosa y tu bondad también. No desprecies a la mujer frente al hombre, pues ella es sustento de la vida. Es bálsamo para las heridas, candor en los malos momentos; es capaz de ver la solución cuando parece no haberla, proporciona alegría al hogar, bienestar a los hijos. No todo se puede medir con una bolsa de cuero. Hay cosas importantes que son, cómo decirlo, invisibles a los ojos y, sin embargo, tienen un gran impacto. Tú, sin duda, eres importante. Y como has demostrado tanta humildad y bondad, quiero ayudarte.
—¿Cómo?
—Tu tiempo no ha acabado. El plan está trazado. Prepárate, volverás a tu casa y a tu familia. Pero solo te pido una cosa, una condición. A partir de tu vuelta, darás un significado más profundo a tu vida, buscarás tu felicidad y la de los tuyos sin depender de un hombre. Podrás amar, pero valorarás lo que ahora te regalo. No debes olvidar esta conversación, pero tampoco podrás revelársela a nadie. Tu tiempo llegará cuando el destino tenía marcado en un inicio. Durante tres días desde tu vuelta has de estar muda; es la manera que tendrás de recordar esta conversación, de purificarte y de buscar para tu vida un propósito para ti misma. El plan ya está trazado.
Dichas estas palabras, Heracles, buen amigo de Admeto, entra por las fauces del Hades. La esposa es devuelta al esposo, cubierta, como si se tratara de un nuevo matrimonio. Admeto rechaza la nueva alianza, pensando que no puede romper la promesa hecha a su esposa muerta. Heracles retira el velo que cubre la cara de Alcestis. La alegría y el desconcierto toman por sorpresa a Admeto, que cae a tierra, presa de la felicidad. Tres días Alcestis calla; al tercero encuentra la manera de dar significado a su propia vida…


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