En los agitados y turbulentos tiempos que caracterizan nuestro vertiginoso presente en marcha, parece casi imposible que una película de terror pueda sorprendernos. Quienes nos declaramos numantinos defensores e incorregibles amantes del género creemos, erróneamente, que ante nuestras insaciables y cinéfilas pupilas ya ha desfilado prácticamente todo. Fue en el último tercio del pasado siglo XX cuando el cine de terror alcanzó la mayoría de edad. Títulos como El exorcista, de William Friedkin, La semilla del diablo, de Roman Polanski o El resplandor, de Stanley Kubrick, revolucionaron el panorama y establecieron los códigos del cine de terror moderno, convirtiéndose, por utilizar la conocida expresión de Thomas Kuhn, en paradigmas a imitar, unas referencias que, con toda probabilidad, permanecen incólumes, sin nada que las supere.
Existe cierta corriente de fans del género que abominan de ese afectado y petulante afiche de “terror elevado”, que consideran que el cine de horror no necesita legitimación intelectual para atraer la atención de la crítica más gafapasta, tradicionalmente enemiga acérrima del fantástico. Resulta particularmente significativo que, desde los albores del XXI, solo dos películas de terror hayan sido nominadas a la áurea y codiciada estatuilla: El sexto sentido, de M. Night Shyamalan y Get Out, de Jordan Peele. En fin, ¡qué se le va a hacer!, la crítica profesional no se distingue precisamente por su avilantez a la hora de conceder los premios, sino más bien por sus reprobables pusilanimidad y mojigatería. Así las cosas, y tras esta sinopsis obligatoriamente sucinta del contexto actual, llega a las salas de cine el último largometraje del guionista y director Zach Cregger, quien ya nos asombró a todos con Barbarian, su anterior película, ese mefistofélico periplo por las grutas del submundo ahítas de endriagos verdaderamente espeluznantes y terroríficos. Weapons es una película difícilmente calificable, desquiciada, bizarra e hipnótica. Resulta harto complicado escribir sobre este filme sin desvelar detalles significativos de la trama, pero aun así, voy a intentar analizar, someramente, algunos de los temas que aborda y trataré de argumentar por qué es, a mi juicio, uno de los grandes títulos cinematográficos del año.
Ya desde el pasmoso exordio, una lóbrega e inquietante voz infantil en off nos va narrando los luctuosos eventos que tienen lugar durante el trascurso de la película, sucesos que, al parecer, fueron interesadamente encubiertos por las autoridades de turno porque no convenía que se hablase de ellos. Durante el curso escolar, alrededor de las dos de la madrugada de una noche cualquiera, desaparecen en extrañas circunstancias, sin dejar rastro alguno, todos los estudiantes de una clase excepto uno. Esa es la premisa inicial, el punto de partida con el que arranca este tétrico relato de terror urbano. Las tres principales referencias que rápidamente acuden a la memoria tras haber visto Weapons son, indefectiblemente, Magnolia, de Paul Thomas Anderson, Pulp Fiction, de Quentin Tarantino y la obra literaria del indiscutido maestro del terror, Stephen King. Los ecos de los filmes de Anderson y Tarantino son evidentes desde el mismo gesto formal del filme, una historia coral, un frenético caleidoscopio de personajes unidos por un evento luctuoso: la anteriormente mentada e inopinada desaparición de los colegiales. A diferencia de Anderson y Tarantino, Cregger se sirve del terror, del cine de género puro, para delatar, básicamente, todas aquellas lacras de la nación useña que destapaban tanto Magnolia como Pulp Fiction, es decir, la violencia, la desestructuración familiar y, sobre todo, la pérdida de la inocencia, candidez e ingenuidad inherentes a la infancia. Weapons narra, sintetizando mucho, la investigación que se sucede para tratar de esclarecer la misteriosa desaparición de los infantes. Nadie los ha visto, parece que se los hubiera tragado la tierra. Ahora bien, esta perquisición está narrada de forma harto peculiar en una película de terror: a través de la mirada de varios personajes relacionados, de una manera u otra, con el malhadado suceso. A saber: la profesora de los niños, el atribulado padre de uno de ellos, un policía, un drogadicto, el director del centro escolar y el único chaval que no se ha desvanecido. Todas las historias se irán desarrollando simultáneamente hasta converger en el final, otorgando sentido a todo el conjunto en un memorable epílogo, esculpido ya en letras de oro en los anales del género. A pesar de lo jocosa que resulta la propuesta que nos brinda el director, lo cierto y verdad es que, después de pasártelo pirata tratando de desvelar qué diantres sucede en ese maldito pueblo tan enigmático y misterioso, no puedes evitar que te asalte la siguiente pregunta: ¿estamos ante un sinsorgo pasatiempo —lo cual no tiene nada de malo, ojo, que no se me malinterprete—, o subyace aquí, en sus fotogramas, en sus sonidos, de manera latebrosa, una profunda enjundia filosófica y social? Personalmente me inclino más por la segunda opción y voy a tratar de argumentarlo someramente, sin desvelar ningún detalle de la trama que pudiese arruinar al potencial espectador su experiencia en la sala de cine, pues, amable y paciente lector, téngalo usted bien claro, cuantos más aspectos ignore de esta singular película más disfrutará con su visionado.
Como si estuviésemos en el pueblo de Derry, Maine, que tan magistralmente retrató King en su alucinante It, tal vez el elevado pináculo de su trayectoria como escritor, la villa en la que se desarrollan los sucesos de Weapons posee ese halo inquietante, tenebroso, que tenían las caliginosas calles de aquella ciudad asediada por los protervos ataques del payaso Pennywise. Digamos que en Weapons, lo más cándido y bondadoso que imaginarse pueda, los niños, también son aviesamente abducidos por una suerte de entidad —hablo metafóricamente— que se sirve de ellos para sus espurios propósitos. El título del filme es sumamente significativo: Weapons —armas, en español—, término con el que, muy certeramente, el director quiere aludir al omnímodo poder que ciertos individuos ejercen sobre nuestras mentes, convirtiéndonos en verdaderas armas humanas al servicio de reprobables propósitos sumamente deleznables, ya sean estos ideológicos, sociales, económicos, o de cualquier otra naturaleza. Al final, en Weapons subyace una subliminal diatriba contra todos esos sujetos operatorios que se dejan lobotomizar por maquiavélicos individuos únicamente interesados en conseguir una sociedad servil, sumisa y homogénea. Estos seres que nos usan como cristobitas, como simples títeres y marionetas a su arbitrario antojo, no son extraterrestres, leviatanes bíblicos ni payasos inmortales, sino, antes al contrario, gente normal, de carne y hueso, como cualquiera de nosotros. El espeluznante terror de Weapons, como en cierta medida ocurría en las ya citadas Magnolia y Pulp Fiction, proviene de lo prosaico y cotidiano: un aula vacía, un padre desesperado, una profesora desquiciada, un policía perturbado, un niño solitario, etc. El director argentino Demián Rugna, autor de esa portentosa película titulada Aterrados, ya nos mostró cómo la perturbación de nuestro día a día ocasionada por elementos extraños puede llegar a convertirse en lo más inquietante y terrorífico que imaginarse pueda. Ese es precisamente el mayor mérito de la película de Zach Cregger: utilizar la alteración de la normalidad por un elemento extraño para infundir en el espectador un canguelo y un julepe realmente extraordinarios. ¿Recuerda usted, bienquisto lector, It Follows, la pasmosa película de David Robert Mitchell? Pues aquí sucede algo parecido: el terror se sugiere durante buena parte del metraje, en un fuera de campo, generando una insoportable tensión hasta convencernos de que aún sufrimos un miedo atroz a la oscuridad y a los seres normales que habitan en las sombras. Está claro que la industria armamentística y la pródiga disponibilidad de armas en EEUU han causado no pocos estragos en el sector de la población más vulnerable: los niños. Ahora bien, Weapons apunta directamente a las causas más profundas de esa sombría realidad, a todos los individuos que se benefician de la misma movidos únicamente por reprobables intereses crematísticos. En la actualidad, gracias a ese soterrado “dominio mental” al que aludía el famoso coronel Pedro Baños en su célebre y reciente ensayo, todos somos armas al servicio del poder; quizá haya llegado la hora de rebelarse contra ellos. Tal vez, como ocurre en el epílogo del filme, sea el momento de invertir las tornas y de que el cazador sea cazado por sus otrora inocentes presas…
Más allá de sesudas disquisiciones filosóficas, al final nos queda una grata experiencia cinematográfica; con Weapons, uno agradece sentarse durante más de dos horas en la butaca permaneciendo hipnotizado por la catarata de retorcidas situaciones que nos plantea el director. Como ya hiciera Ibáñez Serrador en ¿Quién puede matar a un niño?, Cregger es igualmente consciente de que no hay nada tan terrorífico como ver a unos desamparados niños expuestos a una situación límite. Finalizo estas líneas reivindicando, una vez más, el cine de terror pues, en este 2025, con toda probabilidad, las mejores cintas del año son precisamente de horror: 28 años después, de Danny Boyle, Sinners, de Ryan Coogler, Bring Her Back, de los hermanos Philippou y, por supuesto, Weapons, de Zach Cregger.



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