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Las aventuras del capitán Sirius (III): La sombra blanca de Casarás

Detalle de la portada de La sombra blanca de Casarás

Resumen de lo publicado en la primera y segunda partes

Una noche de tormenta, hace veinte años, recibía en mi hogar de la villa universitaria de Cahill, en Escocia, al hoy célebre medievalista Fermín María de Anchorena, que se reveló dueño de saberes insospechados sobre literatura popular contemporánea. De sus labios supe que el género fantástico experimentó en España un breve fulgor durante los años veinte y treinta del pasado siglo y que uno de sus autores fue un prestigioso teórico de la contabilidad, Jesús de Aragón, que ostentó el seudónimo de Capitán Sirius. El profesor Anchorena tuvo el detalle de obsequiarme una reciente edición de la obra maestra de éste, La sombra blanca de Casarás. Un grupo de estudiantes capitaneado por los profesores Monsieur Matelotte y Miss Dumbledore, que había salido a apagar un fuego producido por un rayo, nos dio un susto de muerte y finalmente se unió a nuestra tertulia.

No puedo decir a qué se había referido Miss Dumbledore. Quizá un presentimiento, tal vez nada. De mí, en cambio, puedo decir que experimenté el regreso de un recuerdo lejano conjurado por La sombra blanca de Casarás. Por un momento me vi de nuevo en la madrileña cuesta del Príncipe Pío —paseo de Onésimo Redondo—, y también azacaneando entre las casetas de la verbena de La Florida, primera que Dios envía. Pero, sobre todo, me vi en la Estación del Norte acechando el tren de la sierra.
—No siempre fui un severo profesor británico —aclaré.

Hay momentos en los que la memoria se ilumina y rincones olvidados vuelven por un instante a ser presente con la misma intensidad con que se vivieron.
—Hace una vida era un jovencito madrileño de La Bombi que todos los fines de semana tomaba el tren para subir a triscar al Guadarrama —aclaré a la expectante concurrencia. Y me expliqué—. Nada extraordinario: lo mismo que tantos madrileños como suben a homenajear con su presencia, sea invierno sea verano, las laderas de ese áspero serrijón que separa Castilla La Vieja de Castilla La Nueva, allá en España. En ese tren, en el que nos arremolinábamos excursionistas, esquiadores, viejos montañeros, escuadristas de la OJE y patrulleros de los boy scouts, oí por primera vez la historia de Casarás.
—De noche, incluso en verano, acechan ahí arriba los espectros de Casarás.
Quién así hablaba era un montañero de barba descuidada, aire valleinclanesco y un sobado equipamiento de montaña —piolet, macuto, botas, crampones— que proclamaba la experiencia de su propietario. Fue oír la palabra “espectros” y a su alrededor se hizo el silencio.
—El puerto de la Fuenfría es un sitio peligroso —aseguró con voz cavernosa.
Entonces no había internet, casi ningún libro y muy pocos mapas, así que la única manera de aprender sobre nuestra pasión montañera por el ancho Guadarrama era escuchar. Los miembros de la OJE y de los scouts, chiquillos todos sin complejos, se arremolinaron en torno a la imponente figura, aguzaron las orejas y mandaron callar a unas chicas que canturriaban con una guitarra.
—No nos da la gana, niños —arremetieron las aludidas.
—Sois más cursis que un cerrojo rosa —clamó un tropero de los scouts que lucía un aparatoso sombrero más grande que él.
Madrileñas también, las jóvenes no se amilanaron.
—¿Dónde has mercado ese sombrero, chaval? Parece una mierda de caballo.
Gran carcajada en todo el vagón. Los scouts, acostumbrados a las chanzas a costa del sombrero de su uniforme reglamentario, el cuatro bollos, jamás perdonaban.
—¡Pija!
—Imbécil.

ilustracioin

La cosa no fue a más porque la historia que empezaba a desgranar el de las barbas prometía. Yo me erguí sobre mi asiento y, de rodillas, con los codos sobre el respaldo, me dispuse a no perder detalle. Incluso las cantarinas callaron y se acercaron a escuchar.
—Cuentan viejas leyendas, que crecen y se enriquecen de boca en boca —se arrancó el montañero— que las llamadas “ruinas de Casarás” son los restos de un cenobio templario arrasado en la Alta Edad Media, cuando la Orden del Temple cayó en desgracia. Y también que los espectros de los monjes-soldado se reúnen cada noche de Todos Los Santos alrededor de su siniestro Bafomet para devorar carne humana.
Mi evocación madrileña de cuarenta años atrás causó impacto en Cahill.
—Zombis avant la lettre! —resumió con precisión Miss Dumbledore.
Los jóvenes miembros de la Brigada de Intervención Rápida se echaron para atrás espantados.
—¡Oh!
Anchorena, amoscado por el whisky, decidió recuperar protagonismo.
—Y los lidera el fantasma de su senescal —interrumpió—. ¡El siniestro Hugo de Montignac: la Sombra Blanca de Casarás!
Y señaló al profesor Matelotte.
—Lo siento, Monsieur, pero cuando lo vi entrar pensé que usted era él in person.
Rió como un hotentote el gigantesco matemático marsellés. Se había deshecho de su hacha y del mono blanco que traía, así que su aspecto, si no más civilizado, era más presentable. Yo, que no estaba dispuesto a que Anchorena me hiciera a un lado, me lancé por la cuesta.
—El origen de la leyenda se pierde en la noche de los tiempos —clamé, retomando mi relato con impostado énfasis. Nunca lo hiciera, pues mi colega, postrado en el sillón, se alzó con fuerza inusitada.
Nego! —me interrumpió dando una gran voz. Creí que se había vuelto loco—. “La noche de los tiempos” —repitió atiplando con sorna el tono de sus palabras—. Niego tan manida metáfora, impropia de usted, y niego, desde luego, lo que pretende expresar.

Y me arrebató el ejemplar de La sombra blanca de Casarás que me acababa de regalar y que yo aún sostenía en la mano. Con gesto teatral, digno de un José María Rodero, lo alzó en alto mostrándolo por encima de todas las cabezas.

Convento de Casarás
—¡El origen de la leyenda se remonta a 1931!
De pronto parecía un profeta bíblico.
—El origen de la leyenda se remonta a esta novela, si olvidada, no su estremecedor contenido, que, como usted acaba de confirmar, pervive entre las gentes.
—¡Dad de beber al caballero! —gritó alguien.
Un bastardo autoerigido en copero degolló la cuarta botella de malt. Fue como si me degollara a mí. ¡Cada una me cuesta treinta y cinco libras! Distribuido el néctar, prosiguió el medievalista friki.
—Inencontrable el libro, parece claro que su contenido se ha venido transmitiendo en forma de leyenda de generación en generación desde hace sesenta años. ¡Pero todo es un invento del Capitán Sirius!
Aplausos.
—Es bien sabido —continuó Anchorena, animado por el whisky y jaleado por la afición—, que eso de Casarás no es sino deformación fonética que el habla popular ha impuesto a las ruinas de la Casa Eraso.
Sorpresa. Anchorena se creció. En vez de hallarse en una tertulia informal parecía encontrarse en un aula impartiendo una lección magistral.
—Llámase así la arruinada construcción que se levanta en la vertiente norte de la sierra, a unos centenares de metros del puerto de la Fuenfría. Y ello se debe a que su promotor fuera el todopoderoso señor de Mohernando, don Francisco de Eraso, secretario de Carlos I y, a la sazón, de su hijo Felipe II.
Mi colega, no en vano titular de una baronía, la de Olite, se enfangaba entre palabras altas y sonoras.
—A instancias de su augusta majestad el buen rey don Felipe, Eraso hizo levantar un pabellón para que la familia real descansara en el ameno entorno del paraje de la Fuente Fría, a 1800 metros sobre el nivel del mar, durante sus viajes entre el alcázar de Madrid y el Palacio de Valsaín.

Anchorena, que aún sangraba por la herida del notable que en su época de estudiante le diera Lázaro Carreter, me miró dispuesto a devolverme la estocada.
—Una ruta histórica, por cierto. Y también muy literaria. Usted que parece conocer de primera mano aquellos parajes, y que logró un sobresaliente del egregio maño, sabe sin duda de qué hablo.

Tragué saliva. ¿Se refería al Arcipreste, que allí cerca tuvo su encuentro con Aldara, la serrana garrida de Tablada? ¿O tal vez al marqués de Santillana, cuyas serranas se ubican más allá de la sierra, al este, en el entorno de las fuentes del Jarama, al pie del emblemático Ocejón alcarreño? Pero no. Anchorena hablaba de otra cosa y mi memoria de las lecturas del Siglo de Oro no me traicionó.
—Usted se refiere, querido colega, a la descripción que de esa ruta aparece en el Buscón, cuando don Pablos debe viajar de Alcalá a Segovia en busca de los restos mortales de su padre ajusticiado.
—¡Bingo!
—Vale. Pero no nos desviemos. Casarás será Casa Eraso y no las ruinas de un centro de culto al templario Bafomet y todo lo que usted quiera, pero antes intentaba explicarle que yo he visto los espectros de Casarás.
Anchorena me miró de hito en hito. Aquello sí que no se lo esperaba y no le di tiempo a recuperarse.

(continuará)

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