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A los Juegos Olímpicos con Píndaro

A los Juegos Olímpicos con Píndaro

Si los juegos deportivos anunciar deseas (…) no trates de encontrar en pleno día astro más luminoso que el sol, ni nosotros cantaremos un certamen mejor que el de Olimpia. (Píndaro, Olímpica I, 4-7)

Como cada cuatro años, toca este verano irritarse un punto con el despliegue, siempre excesivo, de los Juegos Olímpicos. En primer lugar, porque esos gañanes en paños menores, dando saltitos o corriendo detrás de una pelota no remiten precisamente a la sutil mixtura entre gracia y fuerza del discóbolo; como tampoco los viragos que pisotean las pistas evocan –algunas, sí– a las lacedemonias de cabellos dorados cuyas victorias en las carreras de carros cantaba Alcmán, y que Aristófanes, siempre cáustico, llamaba phainomérides, “las que enseñan los muslos”.

Y, sobre todo, porque nos duele Grecia y lo que la codicia europea institucionalizada ha perpetrado contra ese país –que es más que un país: es el fundamento de nuestra civilización– y nos preguntamos si los griegos, ahora que tanto lo necesitan, se podían beneficiar del acontecimiento, siquiera sea cobrando un copyright por el uso del nombre, o por haber diseñado hace casi tres mil años el numerito de la antorcha… 

Así que les proponemos un sistema para hacer más llevadera esta apoteosis muscular. No nos hemos tenido que romper la cabeza: también los griegos inventaron la crónica deportiva. Vayamos, pues, a la estantería y, tras quitarnos el sombrero, extraigamos el tomo de las obras de Píndaro.

Busto del poeta lírico Píndaro. Copia romana del original de mediados del siglo V a. C.. Museo Arqueológico Nacional de Nápoles.Unos mínimos antecedentes nos pondrán en situación: Píndaro, tebano del siglo V a. C., era tan gran poeta que el dios Pan entonaba sus peanes cuando caminaba por el bosque; tan reconocido como para que Alejandro Magno dejara en pie solo su casa cuando arrasó Tebas; tan venerado que los sacerdotes de Apolo en Delfos invocaban todas las noches, al cerrar el templo, su presencia en el banquete de los dioses. La obra conocida, los epinicios –una serie de himnos vinculados a las victorias deportivas– está dividida en cuatro partes, atendiendo a los lugares donde se celebraban los juegos en la antigüedad: Olímpicas, Nemeas, Píticas (por la pitia délfica) e Ístmicas (por Corinto).

Los epinicios constaban de, al menos, tres partes: mención al vencedor, a su familia y patria; relato de un mito, normalmente vinculado al deportista y sus circunstancias y, finalmente, algún elemento sentencioso, moralizador. Convendrán ustedes que la receta es perfecta, y más de un periodista de los tiempos recientes remeda, a su modo, el estilo. ¿O no seguía el modelo pindárico el gran Matías Prats –padre– cuando aprovechaba cualquier resquicio de la narración para colocar detalles personales del futbolista de turno o de su tierra natal? Y de la parte mítica qué decir, si ahora, quizá más que nunca, los deportistas han devenido en representantes por excelencia de las virtudes nacionales. El esquema, en fin, se mantiene vigente y, al repasar las Olímpicas veremos ejemplos que podrían trasplantarse a la actualidad con solo sustituir al antiguo pancraciasta por algún moderno crack del balón.

Así pues, qué mejor para recuperarse del esfuerzo de ver desde el sillón esas carreras agónicas que leer cada día un epinicio. Como tenemos catorce, más o menos sale a uno por jornada de competición. Comentaremos algunas:

La Olímpica primera es conocida sobre todo por su misterioso inicio, ariston men udor, “el agua es lo más excelso” que ha generado multitud de interpretaciones, algunos chascarrillos e incluso una imitación de Fray Luis de León, tan selecto él a la hora de elegir sus remakes. El deportista al que se honra es Herón de Siracusa, auriga, vencedor del concurso de cuadrigas, y la leyenda que se desarrolla es la de Pelops, que derrotó al rey Enómao precisamente en una carrera de carros, para casarse con su hija Hipodamía. De esta manera, Píndaro aprovecha la especialidad del ganador para exponer uno de los mitos fundacionales de Olimpia, de la que Enómao era soberano. Y nos ilustra de que ya en aquella época había que tener cuidado con el trucaje de los vehículos: a Enómao le había regalado los caballos Ares, el dios de la guerra, y por eso se permitía hasta la chulería de dar ventaja a sus contrincantes, a los que inevitablemente alcanzaba y, claro está, mataba. Pélops, advertido, consiguió los corceles de Poseidón; el cual, a la postre, resultó mejor como escudería, pues al final la cosa acabó en boda y, para el involuntario suegro, en funeral.

Las siguientes Olímpicas, hasta la sexta, también son en honor de aurigas: Terón de Akagras (hoy Agrigento); Psaumis de Camarina y Agesias de Siracusa. Son todas ciudades de lo que hoy es Sicilia; lo cual daría a entender que la especialización en el deporte también viene de antiguo. ¿Resultaban tan imbatibles los sicilianos llevando cuadrigas como lo son hoy los americanos al baloncesto? Y otra reflexión sobrevenida: cabe pensar que la carrera de cuadrigas era el deporte favorito para los espectadores de las olimpiadas –no solo por la dedicación de Píndaro; también nos lo dice la mirada serena del Auriga de Delfos– y que la cosa continuó a lo largo de la época clásica. Recordamos haber leído hace varios años en Forbes una comparativa de ganancias de deportistas a lo largo de la historia, y el primero de la lista, por encima de los Ronaldo, Tiger Woods, Hamilton o Federer era un auriga lusitano que competía en el circo de Roma en tiempos del imperio.

En la Olímpica tercera, Píndaro relata la fundación de los Juegos por Hércules. Nos enteramos de que el héroe construyó el estadio en honor a su padre Zeus, y pasó tanto calor en ese terreno despoblado que decidió ir hasta la región de los hiperbóreos a traer olivos, los cuales, según la leyenda, no existían en la región, y los plantó para que dieran sombra y con sus hojas se tejieran las coronas de los vencedores.

 Píndaro, por PicassoLas restantes Olímpicas, hasta la catorce, tienen como protagonistas a púgiles y atletas. Diágoras de Rodas, en la séptima, debió de ser un campeón de boxeo a la altura de Cassius Clay, pues sus victorias, repartidas por toda la Hélade, ocupan una buena docena de versos. En la octava, dedicada a un luchador niño –parece que también existía una categoría infantil, aunque no femenina– Píndaro incluye un elogio a su entrenador, un tal Melesias, cuya gloria procede de los imberbes jóvenes. Una lástima: si esta tradición hubiera sobrevivido, hoy contaría Vicente del Bosque con una rima a lo Bécquer.

En la décima, nuestro poeta da más detalles de la construcción por parte de Hércules del recinto de los juegos en Olimpia, y parece que cumplió con los plazos mucho mejor que el actual comité organizador de Río de Janeiro. También se menciona a los primeros ganadores:

Niceo hizo girar su brazo, arrojó la piedra a la mayor distancia, y sus partidarios levantaron gran griterío. Y entonces brilló la dulce luz de la luna… (Olímpica X, 72)

La duodécima es particularmente hermosa. No narra ningún mito, pero sus sentidos versos sobre la fugacidad de la vida se comprende que tuvieran tanta influencia en los grandes poetas que le siguieron, y especialmente en Horacio.

Y dejamos las Olímpicas para cerrar con una cita sacada de las Píticas, composiciones dedicadas a los juegos que se celebraban, también cuatrienalmente, en Delfos. Quizá porque Píndaro estuvo muy unido a ese santuario, Apolo fue especialmente generoso con el soplo de la inspiración.

¡Seres de un día! ¿Qué es cada uno? ¿Qué no es? Sueño de una sombra, eso es el hombre. (Pítica VIII, 95)

Dos milenios y medio de poesía después, nos preguntamos si alguien ha mejorado esto. Y nos respondemos encendiendo el televisor para ver la ceremonia inaugural de Río de Janeiro.

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