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¡A los penaltis!

El momento de los penaltis, tras el tiempo reglamentario y la correspondiente prórroga de dos tiempos (a la que los futbolistas llegan destrozados porque se les acaba la cuerda), se entiende como un momento dramático. El triunfo queda en manos de unos privilegiados de ambos equipos que lanzan desde el punto fatídico el balón a los dos porteros que han defendido su correspondiente puerta en el partido.

Estos son los únicos momentos en los que el fútbol deja de ser un deporte combinativo y se convierte en un duelo entre dos actores del reparto, o en una tragedia que dilucidarán los duendecillos del balompié.

Ahora bien. Les planteo a los lectores de estas líneas una cuestión imaginada que no se ha dado nunca, aunque podría darse.

"¿Qué ocurriría en un partido de baloncesto si ninguno de los dos equipos fuera capaz de meter una sola canasta durante los primeros diez minutos?"

¿Qué ocurriría en un partido de baloncesto si ninguno de los dos equipos fuera capaz de meter una sola canasta durante los primeros diez minutos? Imaginemos que son tan buenos los defensores y atacantes de ambas formaciones, y tan altos y limpios atletas, que el marcador no se ha movido en ese tiempo. El juego es limpio, no se cometen faltas por obstrucción, ni se producen manotazos, trotazos y codazos (como en el fútbol moderno) ni tiros libres. Todo es limpio y digno de ser cantado por los poetas (los griegos, antaño lo hacían bien).

Es evidente que esta situación no suele darse, pero podría compararse con un partido de fútbol de alta competición en el que los jugadores no han sido capaces de meter el gol del triunfo durante los 90 minutos del tiempo reglamentario, ni los ha habido en la prórroga, y ha de solventarse el resultado con una tanda de penaltis alternativos.

El resultado es, cuando menos, decepcionante y debe calificarse de muy pobre, pese a que a los protagonistas del fracaso se les pague espléndidamente por lo que han sido incapaces de hacer: meter goles.

Ganar en las condiciones antedichas es como ganar lanzando al aire la moneda que ha permitido al principio elegir campo: una pura chiripa provocada por 22 esforzados galeotes… o más (ténganse en cuenta los cambios) que no valen lo que cobran por su trabajo.

"Lo que nos lleva a otro espectáculo, al que también se acude mediante estipendio en taquilla: al teatro"

Trabajo, por cierto, censurado manifiestamente por los espectadores. Lo que nos lleva a otro espectáculo, al que también se acude mediante estipendio en taquilla: al teatro. Si los actores de una compañía de teatro no hacen bien sus papeles, los espectadores los critican y el empresario no vuelve a contratar a la compañía defraudadora. Y, por no satisfacer las exigencias del público, los actores podrían quedarse en la calle sin trabajo.

Esto, quedarse sin trabajo, no suele ocurrirles a los futbolistas incapaces de meter goles. El que suele sufrir las consecuencias, el chivo expiatorio, curiosamente, es el entrenador. Situación a todas luces injusta e ilógica. El entrenador no es el que tiene que meter los goles en el transcurso de un partido, pese a que en el momento de firmar su contrato con el club manifieste siempre su firme propósito de hacer astros con luz propia de jugadores sencillos. Circunstancias, en ocasiones, milagrosamente imposibles. En escasas ocasiones puede hacerse de un ser humano torpe, un ser humano listo y hábil.

Un profesor de mi juventud, solía decir, al valorar los trabajos presentados, la siguiente frase lapidaria: “Fulano: ha afianzado usted las delanteras y ha lanzado con fuerza las traseras. ¡Enhorabuena, es usted un perfecto burro!”.

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