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1984, entre la distopía y el hiperrealismo

1984, entre la distopía y el hiperrealismo

En nuevalengua un nolector podría confundir la fecha de un título con la fecha de edición del libro y la fecha de publicación con la fecha en la que el escritor terminó de escribirlo. En pocas novelas se da el cruce entre estas tres fechas como en 1984, por lo que quizá convenga aclarar —aunque no a los lectores de Zenda— que esa icónica cifra corresponde al título de una de las novelas más lúcidas del pasado siglo y no a su fecha de edición, como todavía confunden insólitamente algunos de los próceres de este país.

Si bien, es cierto que el propio título contiene en sí mismo la fecha en la que George Orwell culminó su obra maestra, en la que puso punto final a los avatares y devenires de su visionaria dilucidación, como demuestra el hecho de que para obtenerla solo basta con invertir sus dos cifras finales, 1984-1948; incluso, como en un deliberado juego de espejos, aunque esto se mueva en el terreno de las conjeturas, es muy probable que también nos haya dejado la fecha exacta en la que ultimó su visionaria alegoría, el 4 de abril de 1948. El día iniciático —4 de abril, aunque de 1984— en el que Winston Smith, personaje central de su anticipadora ficción, se dispone a escribir transgresoramente en un «libro de notas con el lomo rojo y las tapas imitando el mármol».

"1984 es su testamento literario, el manual de instrucciones que lega a los lectores para que puedan sobrevivir a un mundo cada vez más deshumanizado"

Esas dos fechas enlazadas en el título, como es obvio, no guardan relación alguna —y de hecho casi nunca coinciden— con la coyuntural fecha de edición de la novela; aunque, en el caso de 1984, su manuscrito haya pasado a los tipos de imprenta todavía con la tinta fresca, ya que se publicó en 1949.

Pero estas claves hermenéuticas —casi cabalísticas— del título de la novela resultan anecdóticas, cuando no triviales, al lado de los inquietantes desarrollos de sus perturbadoras páginas. Orwell, en su escritura, no solo pone en juego sus dotes de observador, sino todo su conocimiento empírico, fruto de su experiencia política. 1984 es su testamento literario, el manual de instrucciones que lega a los lectores para que puedan sobrevivir a un mundo cada vez más deshumanizado. Podríamos decir por ello, sin exageración, que Orwell utiliza la fabulación narrativa para ofrecer al lector, sistemáticamente, y a través de un riguroso y sesudo ensayo encubierto, un decantado método de análisis con el que afrontar el opresivo devenir de los totalitarismos ideológicos.

La visionaria ficción adquiere en todo momento un alcance instrumental, por lo que 1984 debe considerarse como la obra cumbre de un lúcido ensayista, más que la de un genial escritor; o, si se prefiere, para decirlo de otro modo que todavía engrandece más su logro, esta novela no la podría haber escrito nunca un estricto narrador. Sus páginas mantienen intacta la viveza y tenebrosidad de su trama porque su potente operativo silogístico sigue plenamente vigente para dilucidar las variantes opresoras de los nuevos tiempos.

"Son muchísimas las reflexiones de calado que subyacen tras la historia de amor emancipatorio de Winston Smith y Julia, un espejismo sentimental que apenas puede trascender la encrucijada de los puntos cardinales"

Buena prueba de ello es el coercitivo sistema que desarrolla como planteamiento hipotético deductivo. Orwell no solo describe una ciudad sino una parte de la tripartita división del mundo que se transforma a su vez en todo un universo, en un ámbito y en un límite de la mente humana. Para ello establece cuatro puntos cardinales espacio-mentales, que condicionan reductora y restrictivamente el pensamiento humano: el Ministerio de la Verdad, el Ministerio de la Paz, el Ministerio del Amor y el Ministerio de la Abundancia. Esta sencilla estructura gubernamental funciona como una orwelliana fórmula matemática para explicar las tenebrosidades de cualquier espuria forma de poder. Solo hay que revertir el eufemismo de algunos de sus nombres; por ejemplo, en este caso, transformando el Ministerio de la Verdad en el de la Mentira, y así sucesivamente. Los argumentos que desarrolla Orwell sobre las funciones de este Ministerio de la Verdad adquieren una notable actualidad, porque «lo que ocurre en la imaginación de todos [los ciudadanos] ocurre realmente». Siguiendo este razonamiento —«el pasado es cualquier cosa que quiera el Partido»— se desprende que la «falsificación diaria del pasado, llevada a cabo por el Ministerio de la Verdad, es tan necesaria para la estabilización del régimen como la labor de espionaje y represión que realiza el Ministerio del Amor». De hecho, Winston Smith es un probo funcionario de ese ministerio, cuya misión es la de destruir «en los agujeros de la memoria» cualquier evidencia comprometedora del pasado que pueda alterar la coyuntural coherencia del relato presente, así como la de reescribir cualquier documento comprometedor, porque el partido que domina el pasado legitima su poder sobre el presente.

Orwell, como ya he sugerido más arriba, en la apretada urdimbre argumental de 1984, aborda sin ambages las sustantivas cuestiones que han determinado tanto sus pasos como su escritura. Una de ellas, quizá la más determinante en su biografía, es la guerra. Las permanentes guerras, algunas de ellas eufemísticamente llamadas de baja intensidad, promovidas casi siempre por los intereses partidistas —generalmente, de política interna— de los estados dominantes. Unos intereses mudables, dependiendo de las circunstancias de cada momento, en los que el enemigo se transforma en aliado y el aliado en enemigo, magistralmente representados en la guerra permanente que mantiene Oceanía con sus alternativos contendientes y aliados. La guerra, debido a que en los centros de civilización «supone poco más que una constante escasez de los bienes de consumo», puede entenderse como un instrumento regulador, debido a que el aumento general de la riqueza propiciado por el rendimiento de las máquinas podría amenazar con «destruir —y en cierto sentido implicaba la destrucción— de las sociedades jerárquicas». La finalidad de la guerra, por lo tanto, y esto sí que resulta clarividente más que revolucionario, «es la destrucción no necesariamente de vidas humanas, sino del producto del trabajo de la gente». Este hecho hace que Orwell vea con pesimismo el desarrollo tecnológico de nuestras sociedades, porque «el progreso tecnológico se permite solo cuando sus productos pueden aplicarse de algún modo a disminuir la libertad humana». La guerra es un trampantojo que «lleva a cabo cada grupo gobernante contra sus propios gobernados, y el objetivo de la guerra no es hacer o impedir conquistas territoriales, sino conservar intacta la estructura de la sociedad» para que «ceder el poder a una pequeña casta parezca una condición natural e inevitable para la supervivencia».

"El odio es el subrepticio reactivo —los Dos Minutos de Odio y la Semana del Odio— de la trama argumental de 1984"

En fin, son muchísimas las reflexiones de calado que subyacen tras la historia de amor emancipatorio de Winston Smith y Julia, un espejismo sentimental que apenas puede trascender la encrucijada de los puntos cardinales, espacio-mentales, que predeterminan sus acciones. Quizá, por ello, el Misterio más terrorífico sea el del Amor, encargado de «convencer a la gente de que los impulsos y los meros sentimientos eran inútiles», y de hacérselo comprender a los espíritus más resistentes. El Ministerio del Amor no solo registra y controla los movimientos de los habitantes, a través de las omnipresentes telepantallas, sino que busca a través de la temible Policía del pensamiento tener bajo su control hasta las más insustanciales disidencias. La Policía del pensamiento no cesa de perfeccionar sus métodos para introducirse en la caja negra de la mente humana, por lo que no hay secreto que pueda resistírseles, ni sentimiento o ideal que no puedan pervertir o quebrantar. En algunos de sus sótanos se localiza la temible habitación 101, en la que se encuentra «lo peor del mundo» y habita la Hidra de Lerna de nuestros miedos.

Todos estos engranajes coercitivos se activan y potencian a través de la destrucción del lenguaje, reduciéndolo a su más simplificadora denotación, y de la inoculación feraz del odio. Si partimos de que el pensamiento depende de las palabras, la nuevalengua tenía como finalidad que fuese prácticamente imposible «cualquier pensamiento herético» que contradijera los intereses del Partido. Por otra parte, el odio, que en las sociedades autoritarias se muestra como el sentimiento más eficaz para mantener cohesionado gregariamente el grupo social, se utilizaba para atenazar con sus intrincadas ligaduras de pertenencia cualquier razonamiento discrepante; además, el odio como sentimiento de gran versatilidad, podía «dirigirse de un objeto a otro como la llama de un soplete». El odio es el subrepticio reactivo —los Dos Minutos de Odio y la Semana del Odio— de la trama argumental de 1984.

"Orwell, como Winston Smith, parece inquebrantable ante sus ideales, por los que nunca dejó de poner su vida en juego"

El sello editorial Nova, de Penguin Randon House, acaba de publicar una esmerada versión en castellano de este clásico de la literatura universal, con ilustraciones de Jin Burns y traducción de Miguel Temprano García. Un libro que adquiere nuevos significados al trasluz de cada contexto, y del que cabe preguntarse si es una distopia, con rasgos proféticos, como tantas veces se ha definido a esta novela, o más bien, y visto el devenir histórico de los últimos acontecimientos sociopolíticos, un daguerrotipo hiperrealista en cuyos trazos —como en El retrato de Dorian Gray— podemos ver las lacras de nuestra época. Orwell partió de una realidad muy concreta para escribir las lúcidas páginas de 1984, fundamentada en su experiencia militante en la guerra civil española y en su análisis político de los sistemas totalitarios que colisionaron en la segunda guerra mundial. Su proyección en el tiempo, llevando esos sistemas políticos al último grado de su evolución, dota a esta novela de irisaciones visionarias.

Eric Arthur Blair fue un escritor contra corriente y con poca fortuna literaria hasta sus últimos años. Su vida de estrecheces queda recogida en su novela, huelga decir de carácter autobiográfico, Sin blanca en París y LondresDown and Out in Paris and London (1933)—, en la que adoptó el nombre con el que transcendería a la posteridad, George Orwell. Blair no quería que sus padres se sintieran avergonzados de sus estrecheces y necesidades, así como de sus infortunios literarios. Podría decirse que de aquel periodo de indigencia nunca se recuperó, ya que desde entonces la tuberculosis condicionaría su vida y también su febril escritura. Orwell, como Winston Smith, parece inquebrantable ante sus ideales, por los que nunca dejó de poner su vida en juego, aunque sabe, reflejándolo en su legado intelectual —1984— como una amarga lección, que ningún hombre ni mujer pueden sustraerse a los despiadados mecanismos del poder.

Una novela imprescindible de un lúcido ensayista. Un libro develador de las coercitivas fuerzas que tensan la urdimbre de nuestra realidad para condicionar los designios de nuestros pasos.

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Autor: George Orwell y Jin Burns (ilustraciones). Título: 1984. Traductor: Miguel Temprano García. Editorial: Nova.

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Javier
Javier
7 meses hace

Excelente reseña de 1984 ! Cada vez estamos más cerca, aunque los detalles sean diferentes. Quizás alcance reemplazar SocIng por neoliberalismo.