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4 poemas de A nivel del ojo, de Jenny Xie

4 poemas de A nivel del ojo, de Jenny Xie

Jenny Xie es una de las ultimísimas revelaciones de la poesía estadounidense. Su primer poemario, A nivel del ojo, es una reflexión sobre la falta de raíces y la búsqueda de un lugar en el mundo. La poeta anhela descubrir dónde están sus raíces como migrante, pero, a medida que observa el mundo, el sentimiento de soledad se acrecienta en su interior.

En Zenda ofrecemos cuatro poemas de A nivel del ojo (Vaso Roto), de Jenny Xie.

*** 

Desarraigada

Entre Hanoi y Sapa hay losas limpias de campos de arroz
y ni dos casas de ladrillo seguidas.

Es decir, ni tres.
Ya ves, es difícil contar medio dormida, y la lluvia corre un velo

sobre las palmas de azúcar y sus indolentes hojas.
Hace unas horas, me crucé con una motocicleta con un puerco amarrado al asiento,

que en la distancia era del tamaño del hueso de un dátil.
¿Puede esta soledad estar desarraigada, desenganchada del suelo?

No importa. La mente reside dentro y fuera.
Puede pensarse a sí misma y pensarse en la existencia.

Me restriego los ojos, se diría que parecen nuevos.
Mi frugal boca malgasta las únicas palabras extranjeras que posee.
Por el momento, en este coche-cama, no hay donde llegar.
¿Yo? Aquí estoy con mis ropas de viaje, probándome la talla de cada pueblo que pasa.

***

Ficciones impolutas

cuando el nativo te ve, turista, te envidia, envidia
tu capacidad de dejar atrás la banalidad y el aburrimiento…

Jamaica Kincaid

La facilidad con la que el lugar se convierte en una entrada:
luz reflectora    objetivo             apertura de la fantasía

El olfato de mi mirada lateral
El alcance de la singular necesidad del visitante

Mientras intentaba distinguir los dialectos
Mientras acechaba los labios mascados de los mercados nocturnos

Encuentros auténticos ejecutados                       impecablemente
Extracciones de color y pormenores en la talla precisa

La belleza simplificada y la displicencia caliente
El contraste y la podredumbre del aire son misericordiosos

***

Díptico de Phnom Penh: estación de lluvias

Agosto, abovedado. Una ciudad de un millón de rostros jóvenes.

Una mujer sentada al borde de un sillín en una motocicleta.
Otra, agarra pan duro y puerros.

¡Y qué peinada la lluvia!

El calor rabioso alcanza los bancos del río antes de alcanzar la oscuridad.

*

 Hay dinero de nuevo rico lamiendo estas calles.
Montones de sed plantados bajo las carcasas de los rascacielos.

El Boulevard de Norodom, flanqueado por bulbos marchitos,
desemboca en una caravana de coches.

En el asiento de atrás de un Lexus dorado,
está tendido el hijo de un predicador, los ojos cerrados,
enmudecido en un sueño meloso.

Menaje: labios flácidos de maletas, duchas templadas hasta tres veces al día.
Picaduras de mosquitos en muslos y brazos, dispuestas como los puntos de un dado.

Una hora antes de la medianoche, las esquinas de la ciudad comienzan a descascarillarse.
Un callejón de trabajadoras sexuales, diminutas canciones populares empujadas a través de los altavoces.
Bares de karaoke entre corchetes de vendedores que pregonan grillos salados.

¿Cómo pueden los ojos y los oídos mantener el ritmo?

*

Las notas relampagueantes de las motocicletas
penetran por una brecha en mi sueño.

Y debido a ello, mis sueños chisporrotean.

Es inútil describir el fango de la humedad o la alegría de un puñado
de arroz acunado en curry, pero no porque me falten palabras.

Bebo Coca-Cola todos los días y escribo textos publicitarios.
Me dedico al negocio de multiplicar necesidades.

Hoy, se trata de loción facial blanqueante, espuma de baño
blanqueante, crema solar blanqueante. Al otro lado del océano,
en la publicidad sólo se lee iluminadora.

Pero aquí, las cosas palidecen.

*

 El deseo nos hace mendigos a todos y a cada uno de nosotros.

Una cavidad que no se cierra.
Que va abriendo más y más distancias.

Un hombre cuya silueta reconozco
se sumerge en la piscina de una azotea.
Abre en ella un agujero del tamaño de un cuerpo.

La necesidad me salpica. Pesado atuendo.

Después de fichar al salir del trabajo, un grupo de gerentes de telecomunicaciones se transforma en durianes.

Y ahora que la luz se vuelve viscosa, una recién casada se abrocha
las extremidades con un amante extranjero en el hotel Himawari.

Alguien barre cucarachas bien gordas, alguien pide ostras con hielo.

Incluso la lluvia suda, desaliñada como el resto.

*

Entro y me siento en Wat Langka.
Para aunar la respiración.
Apaciguarme espirando e inspirando, espirando e inspirando.

Aún, en este país, algo en lo que ni siquiera puedo entrar.

***

Zuihitsu

Domingo, despierto con este dolor de cabeza. Separo la tarde con un tenedor. Un coágulo blanco tras los ojos.

Alguien me dijo una vez, antes y después es otra falsa dicotomía. Los huesos recalentados de enero. No tenía pasaporte. Bajo el fogón, dos ratones hacían un paraíso de un botón de mantequilla de cacahuete.

El sufrimiento opera según su propia lógica. Sus tanteos y sus decaídas. Amplio, de manera exquisita. Y el modo en que se va; tal como llega, sin previo aviso.

Estos días, he tenido mi ración de Chinatown y de sus mercados húmedos. Pescado destripado. Parloteo demasiado cocido. El hedor que me obliga a mirar todo con dureza.

Mañanas de verano antes de que el calor se haya instalado aquí. La alegría se ha enterrado en mí durante la noche, pero se reconstruye en las horas tempranas. Mi atención, elástica.

Las calles balbuceantes de la bahía de Causeway, de la cual emerge el sabor afilado de la ciudad. Aquí nada se mantiene seco. Ojos como negras cerezas que van y vienen, a su antojo.

No más palabras trenzadas, por favor. Quiero una boca de sobra.

Mi padre me enseñó que dondequiera que estés, has de buscar siempre una salida: esta abertura o aquella. O una pregunta. Lo suficientemente afilada como para hacer un agujero por el que te puedas colar.

Largos viajes en coche en los que me sentaba en la parte de atrás del viejo Nissan de la familia. El olor rancio de los asientos de felpa y de la cola recalentada por el sol. Las palabras de mis padres y las mías no se tocan. Me he hecho experta en cavar túneles hacia dentro, un hábito que he de abandonar.

Soy protectora de aquello que los ojos no pueden abrir. Lo anunciado. Los lugares infinitos donde esconderme dentro del lenguaje.

Un monje Zen me dijo una vez que el cuerpo puede perderse tan sólo durante noventa segundos sin engancharse a un argumento. El cuerpo físico tiene sus límites, he escuchado. La imaginación se puede abrir camino entre ellos.

Cacahuetes cocidos. El cuero de la madrugada. El algodón que se adelgaza hasta convertirse en hilo. Vómito seco. Agua helada del grifo. Lo sagrado y lo profano comparten un borde. En el desierto, pequeños excrementos de origen desconocido.

Ya de niña, me gustaba escudriñar los rostros en las películas. El placer de ver sin ser vista.

Las negras carpas abren la boca en la piel del estanque buscando oxígeno. En el filo del agua, sostengo dos versos de Ikkyū en la boca. Me abro paso lentamente.

Las noches en que compartía una cama en una habitación pequeña. Otro cuerpo a mi izquierda, enganchado a un pesado sueño.

Es interesante el modo en que llegamos a comprender un sitio al querer escapar de él.

Puedo sacudir mi silueta de las sábanas cada mañana. Sacudir la mente es más difícil.

Cuando tenía cuatro años, comía leche en polvo a cucharadas directamente de la lata. El polvo era dulce. No había dinero suficiente para leche fresca. Hace setecientos años, Chang Yanghao escribió, Toda mi vida se parece / a ayer por la mañana.

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Autora: Jenny Xie. Título: A nivel del ojoTraductora: Marta del Pozo Ortea. Editorial: Vaso Roto. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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