Está anunciada para septiembre la publicación de Misión en París, última novela de la serie dedicada al capitán Alatriste, creada en 1996 por Arturo Pérez-Reverte, que ha conocido siete entregas hasta la fecha: El capitán Alatriste (1996), Limpieza de sangre (1997), El sol de Breda (1998) El oro del rey (2000), El caballero del jubón amarillo (2003) Corsarios de Levante (2006) y la última con el título El puente de los Asesinos, aparecida en el ya lejano 2011. Catorce años de silencio de la serie que seguramente sitúa a Pérez-Reverte a la cabeza de la recuperación de episodios centrales de nuestro siglo XVII. A El puente de los Asesinos quiero dedicar este artículo. La idea que me mueve a recuperar a Alatriste donde quedó es que los lectores tengan presente, cuando vayan a Misión en Paris en el próximo septiembre y se encuentren en el escenario del París de Alexandre Dumas, que otro escenario emblemático había sido la ciudad que vivió la que se ha conocido como “Conjuración de Venecia”, episodio histórico en el que parece ser que anduvo implicado el propio Quevedo, uno de los escritores de referencia de toda la serie, pues la atraviesa toda, según pude desarrollar en mi estudio “Quevedo y Alatriste”, que en 2007 cerró un congreso dedicado a este héroe revertiano.
Hay además un crecimiento en el interior de la serie. Sólo a quien no la conozca bien pasan inadvertidos los guiños que El puente de los Asesinos va haciendo al resto de las aventuras, aunque no a modo de auto-homenajes, sino para que el lector vaya teniendo fresca la memoria de quién es cada quién, pues cuando publicó El puente de los Asesinos habían pasado cinco años desde Corsarios de Levante y muchos más desde El oro del rey. Algunos, como Íñigo Balboa, estuvieron siempre (por él sabemos todo, pues se trata de sus memorias), otros se incorporaron en Orán, como el moro Gurriato, otros, como Copons, lo hicieron en Flandes, y la gran novedad aquí es el nuevo lugar que obtiene la eterna lucha entre Diego Alatriste y su enemigo Gualterio Malatesta.
Sólo el modo como se miden las proximidades y distancias de quienes mejor se conocen y temen merece ya la novela. También vuelve a haberlas, de otro modo con el propio Íñigo Balboa. Llamo la atención sobre este trenzado porque es muy importante saber leer estas novelas (como es importante para un marino la carta de navegación), ya que cada episodio añade una pieza del tablero. Juntos muestran lo que fue la España del siglo de Oro, pero cada uno da lo suyo, en personajes nuevos (formidable aquí la judía Livia Tagliapiera, como suelen serlo las mujeres maduras en experiencia y tratos de vida dibujadas por Pérez-Reverte, cada más interesado en esos perfiles femeninos). Y lo son los espacios. Quienes conozcan la serie saben que Italia es el mundo en que más a gusto se encuentra Pérez-Reverte con sus criaturas. Aquí se recorre Nápoles, no a vuela pluma sino en perspectivas muy conocidas por el autor, pateadas, precisas, como lo será, después de un homenaje al Castello milanés, esa Venecia que en esta entrega alcanza su lugar de gran protagonista. El trazado de esos espacios permite a Pérez-Reverte dar cuenta, como buen conocedor de la Historia, de la importancia geoestratégica que cada plaza (ciudad) italiana tenía en la lucha política librada contra España por el papa Urbano, Francia, la rebelde Holanda, y la Serenísima Venecia. Incluso sostener una tesis propia: en el fondo la lucha contra el turco fue la que interesó a esos enemigos europeos de España, pues debilitó las fuerzas que para el tablero flamenco necesitaba.
¡Qué Venecia encontró en El puente de los Asesinos el lector! Lo curioso es que sea Venecia misma, no la que conoce como turista, porque Pérez-Reverte le muestra otros lugares distintos, puentes, esquinas, callejean por ella sus criaturas sabiendo que Venecia es la única ciudad que hoy permite ser mirada como la vieron Alatriste y Malatesta, porque permanece igual; isla de San Giorgio, el puente de la Zeca, el campo de San Angelo, la Mercería, Drapería, la calle de la Mandola, lugares que van creando un mundo que cada cual puede todavía encontrarse (si tiene ojos para mirar y saber ver). Dije en otra ocasión que el mundo de un escritor es el lenguaje y que la verdadera aventura que la serie de Alatriste nos hacía vivir, más allá de sus lances de capa y espada, es haber resucitado cientos de palabras que sin Pérez-Reverte habría desaparecido de nuestra lengua y que se recuperan aquí como se hiciera en las anteriores (sobre todo en las tres últimas, en que ha crecido la preocupación de su autor por la precisión léxica y por ese mundo de giros, sentencias, apotegmas y quiebros verbales). Pero añado ahora que El puente de los Asesinos dio un paso más allá en esta gran aventura del lenguaje. Pasó de la riqueza de un mundo tan especifico como era el de los corsarios y la navegación a ocupar ya todos los espacios, desde el lupanar a la iglesia, desde la taberna a las vestimentas, desde la balhurria de los canales… hasta el barrachel de la Justa y sus corchetes, que impedían patear calles y desabrigar mondongo (pág. 298). Este festín de lenguaje resulta impagable, pero porque no se limita a ser un monumento, no está muerto como túmulo homenaje a lo que nuestro español fue, sino como vida ganada de nuevo por cada palabra. Sabe su autor que una literatura necesita ser lenguaje para ser ella misma y saber contar, describir, reflexionar o decir que dádivas ablandan peñas y vio el lector en la trama de la novela que es una gran verdad con la que seguramente nos volveremos a encontrar en Misión en París.


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: