En lo que a las miradas de la Tierra a Marte respecta, en las primeras décadas del siglo XX estuvieron marcadas por los “canales marcianos” que la ciencia del Planeta Azul creía ver en el Planeta Rojo. Observados por primera vez por el astrólogo estadounidense Percival Lowell, esas supuestas construcciones pretendieron demostrar que alguna vez hubo vida en Marte. Pero bastó la fabricación de telescopios más potentes, que empezaron a funcionar a partir de 1920, para que estas observaciones de los canales marcianos fueran perdiendo interés. Aun así, en 1921, Alekséi Nikoláyevich Tolstói —el conde camarada para sus compañeros bolcheviques—, emparentado, en efecto, con el autor de Guerra y paz (1865), y con otro Tolstói escritor, Alekséi Konstantínovich Tolstói (1817-1875), autor de cuentos de miedo de la talla de El vampiro y La familia del Vurdalak —ambos de 1841—, decidió escribir una novela en una buena medida localizada en Marte.
Sí señor, gozaba Alekséi Nikoláyevich Tolstói de un exilio más o menos grato en Berlín cuando las noticias de la patria que llegaban a la capital alemana le conmovieron, haciéndole tomar partido hasta mancharse tanto como, así que pasen 30 años, reclamará el poeta español Gabriel Celaya en La poesía es un arma cargada de futuro (1955). También bardo —simbolista notable el Lírica (1907)—, cuando nuestro Tolstói toma conciencia de los padecimientos de sus compatriotas en la guerra se ha destacado con un volumen de prosas, La región del Volga (1910-1911), que la crítica sitúa en la estela de Iván Turguénev, el tío Lev Tolstói y Nikolái Gógol, es decir, tres grandes del realismo —empero los orígenes románticos de Gógol— de los que Alekséi Nikoláyevich Tolstói se aparta en Aelita, una fantasía interplanetaria que le ocupa desde 1921.
Comenzada a escribir con el autor aún en Berlín, en contra de quienes sostienen que a nuestro Tolstói sólo le inspiró el vil metal que pudiera reportarle su ficción, los amantes de la fantaciencia defienden que el verdadero afán del escritor era destacar el contraste entre los horrores de la guerra en la que se debatía el país y las inquietudes intelectuales, científicas e ideológicas de la URSS. En líneas generales, pues su trama es tan densa como se espera siempre de la novelística rusa, su asunto gira en torno a la experiencia del ingeniero Mstislav Sergeyevich Los, diseñador y constructor de un revolucionario cohete —deja atrás la gravedad terrestre mediante un sistema de detonación por pulsos— con el que decide poner rumbo a Marte, sin más compañía que Alekséi Gusev, un héroe de la revolución, un soldado rojo que ha contribuido —con las armas en la mano— a la fundación de cuatro repúblicas soviéticas. Pero ahora, con esa lasitud que trae consigo la paz, ve cómo se le amarga el carácter. Allí, en el Planeta Rojo, Aelita, una princesa marciana que ha estado observando nuestro planeta merced a un prodigio marciano que lo permite, les aguarda.
Ya con la Guerra Fría, los soviéticos llamarán “cosmonautas” a quienes para Occidente serán “astronautas”. Cuando los poetas tomen partido hasta mancharse será curioso ver cómo una palabra puede reflejar diferentes enfoques sobre la exploración espacial. Pero será cuando pasen 30 años. De momento, puede que el ingeniero y el soldado sean los primeros cosmonautas de la ficción soviética. Su destino sideral también es elevado, no es otro que el de liderar una revolución de quienes trabajan para los ancianos y languidecen en ciertas catacumbas al acabar la jornada laboral. A esa pugna entre lo viejo y lo nuevo, consustancial a cualquier revolución, es a lo que alude de forma inequívoca nuestro autor.
Hace ahora un siglo largo, en 1922, Alekséi Nikoláyevich Tolstói ultimaba en Petrogrado las correcciones precisas para la edición seriada de Aelita. Los veranos en la ciudad ya no eran como en la San Petersburgo zarista. Sus famosas Noches Blancas entre junio y julio aquel estío lo habían sido menos. Los festivales y los conciertos de esta Venecia del norte se habían suspendido. Pero los días seguían siendo largos y las temperaturas suaves, lo que permitía disfrutar de la arquitectura y los canales de la ciudad. Lástima que el hambre y la violencia de la guerra hubiesen acabado con todo aquello. Aquí también, como en Moscú, la gente abarrotaba los trenes —hasta el tejado— y hacían negocio los estraperlistas, siempre prestos a abusar de la belleza de las rusas. Pero Alekséi Nikoláyevich Tolstói procura no caer en la apología política y hace del suelo que vuelve a pisar, su patria, su solar natal, un lugar con sueños utópicos que en un fantástico viaje a Marte se alza sobre la devastación. Unas páginas con las que el conde camarada pretendía llamar la atención sobre un país que, a su juicio, merecía una mirada nueva y más rigurosa.
En unos meses, Aelita verá su primera edición íntegra. Hace ahora ese siglo largo, era un serial publicado en la revista Krasnaya Nov, una de las más destacadas del debate intelectual de la época. Al día de hoy, Aelita es un clásico de la ciencia ficción universal y la URSS —uno de los estados más crueles y despiadados que ha conocido la humanidad— hace mucho que dejó de existir. Lástima que esos utopismos imaginados por Tolstói, el conde camarada, nunca llegasen a ser.



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