Los detalles nunca son irrelevantes. Un solo movimiento deslizándose del discurso corporal, tras haber sobrevivido a la aviación alemana; un botón blanco cayendo en el pasillo del hotel a medianoche, mientras dos tipos se arruinan mutuamente bajo las ráfagas de un cansado televisor; el arañazo en el dorso de la mano de quien ha zanjado su último debate sobre la soledad malgastando una botella de bourbon. Detalles que imprimen movimiento a una escena y avivan esos significantes, casi siempre accidentales, que decoran la tragedia y amplían la arquitectura de lo posible; detalles que cimentan ese otro relato que transcurre bajo tierra entre espejos e infatigables vías paralelas. «Anote todos los detalles que recuerde, aunque le parezcan ridículos», le aconsejó C. S. Forester a Roald Dahl en aquel improbable almuerzo del que nació el relato “Derribado sobre Libia”, que más tarde publicaría The Saturday Evening Post.
«El director quiere verte en su despacho. Palabras que nada bueno presagiaban y causaban escalofríos en la piel de tu estómago. Pero te ponías en marcha, quizás a los nueve años de edad, por los largos y tétricos pasillos y cruzabas un pasaje abovedado que te conducía a la zona privada del director, donde solo ocurrían cosas terribles, y el olor a tabaco de pipa flotaba en el aire como el incienso. Te quedabas de pie ante aquella puerta negra y pavorosa, sin atreverte siquiera a llamar. Respirabas profundamente. Te decías que si tu madre estuviera contigo, nada de ello ocurriría. Pero ella no estaba contigo. Estabas solo. Alzabas la mano y llamabas quedamente, una vez».
El ejercicio pestilente y nada clandestino de la autoridad, aquellos detalles de los que Dahl no quiso desprenderse nunca a pesar del dolor —«Ser azotado cuando solo llevabas puesto el pijama era una experiencia muy dolorosa y casi siempre se te abría la piel. Pero mi bata impedía que esto ocurriese. El prefecto lo sabía, desde luego, y, por consiguiente, cuando optabas por no quitarte la bata, a cambio de recibir un azote extra, te pegaba con todas sus fuerzas. A veces daba una carrerilla, tres o cuatro pasos de puntillas, para coger ímpetu y acometida, pero, de un modo u otro, era una salvajada»— le sirvieron como anclaje en su obsesiva consumación de la justicia literaria, tan presente en su obra para adultos y en las sólidas novelas dirigidas al público infantil, y gracias a la cual pudo desafiar con maestría y absoluta impunidad a los muchos antagonistas que tomaron el relevo del capitán Hardcastle, director de la St. Peter’s Preparatory School, y de los prefectos que intentaron vaciar su adolescencia.
Sumergirse en la obra completa de Dahl nos hace ser testigos de una rendición de cuentas, no exenta de variantes y mutaciones, en la que el destino de quienes destilan la mal llamada autoridad termina evaporado en una suerte de macabra epopeya, a veces sutil y, en ocasiones, felizmente vulgar.
La grandiosidad literaria de Roald Dahl reside en ese postulado inconformista y abierto en el que la sutileza y los giros elocuentes no hacen sino preludiar el final deseado por todos: la condena sujeta a la sonoridad de esa elipsis que se agiganta siempre tras la lectura de una buena historia y de la que solo cabe esperar la perpetuidad.
Y en las derivaciones de esa perpetuidad, cuya conquista es rara vez personal, pero sí literaria, aflora un estilo elegante y preciosista que permitió transitar a Dahl por los muchos territorios de la madurez. Tanto en sus relatos inspirados en su periodo como piloto de la RAF, como en las historias menos heroicas de las que supo extraer esa geografía de lo mundano —tan difícil de calibrar y en la que pocos escritores apuestan su talento con éxito—, el autor inglés demostró ser un dominador de lo concreto y un maestro en la creación de atmósferas plegadas por igual a la redención y al abismo. En su flirteo con lo macabro —magistral es el modo en que la protagonista del relato “La pata de cordero” se deshace del arma del crimen delante de los policías que lo investigan— se advierte un deseo casi enfermizo de reajustar los desequilibrios causados por la dependencia y el castigo físico. Y en su examen casi sociológico del engaño como tema y como mecanismo narrativo de ficción —es delicioso el tono sarcástico y deliberadamente poético con el que Dahl se enfrenta a las desventuras de “La señora Bixby”— asoman los años en los que el espionaje en Washington le enseñó a destrabar los ardorosos cordajes de la impostura.
Esta reedición de su obra completa no es solo una oportunidad para redescubrir a uno de los grandes maestros del relato, sino la puerta de entrada a una obra infatigable en la que todo detalle, por irrelevante que sea, está llamado a ser un espejo de nuestro propio y, por qué no, macabro universo.
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Autor: Roald Dahl. Título: Cuentos completos. Traducción: Carmelina Payá. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros


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