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Las paredes ven, de Manuel Iribarren

Las paredes ven, de Manuel Iribarren

Tras el rescate de El miedo al mañana, Berenice recupera la novela más intensa y moderna de un autor tan importante para la literatura española como olvidado por las nuevas generaciones. En el interior de este libro, una muerte inexplicable y un escritor convertido en detective involuntario.

En Zenda reproducimos el prólogo que Daniel Ramírez García-Mina ha escrito para esta nueva edición de Las paredes ven (Berenice).

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PRÓLOGO

La primera vez que oí hablar de Manuel Iribarren caía el agua por las ventanas de los pisos. El vecindario, siguiendo la secular tradición, nos empapaba «cubo va, cubo viene» a los chavales que recorríamos la calle Estafeta el 6 de julio, muy poco después del chupinazo. Nuestra ropa blanca era color del vino y ya nos habíamos conjurado para no dormir hasta el día siguiente. Mi amigo Miguel me gritó al oído: «¡Ahí está la placa de mi abuelo!».

Alcé la vista: «En el corazón mismo de la calle de la Estafeta de Pamplona nace el 1-xii-1902 y vive su juventud el gran escritor Manuel Iribarren Paternáin. Uno de los primeros en la novelística española. De excelente prosa y estilo personal, brillantísimo. Premio Nacional de Literatura. Falleció el 11-IX-1973».

Le grité a mi amigo: «¡Joder! ¿Tu abuelo ganó el Premio Nacional de Literatura y nunca me lo habías dicho?». A partir de ahí, durante aquella semana de Fiesta y muchas de las noches que vinieron, presenté a Miguel como «el nieto del gran Manuel Iribarren». Acto seguido, me ponía a relatar la vida del insigne escritor, que es lo que me propongo transcribir ahora en estas páginas.

Miré al cielo. Seguía cayendo el agua desde los balcones. Seguíamos mojando los labios donde podíamos. Luego lo entendí. Es la misma sensación que cuando se descubre a un gran escritor entre los muertos.

Miguel no había leído todavía a su abuelo. Al poco de llegar a Madrid, en una librería de viejo, en Malasaña, me topé con uno de sus libros. Pregunté: «Si hay algo más de él, me lo llevo también». Miguel y yo fuimos descubriendo a su abuelo simultáneamente. En mi caso, con una inusitada obsesión que a él siempre le ha hecho muchísima gracia. Carlos, su hermano, otro de los nietos, piensa que estoy totalmente loco. Y tiene razón.

No solo me sorprendió que el abuelo de mi amigo hubiera sido escritor. Lo que más me sorprendió es que le hubiesen dado el Nacional de Literatura a un navarro… ¡por publicar novelas! Los navarros, para qué andarnos con rodeos, siempre hemos estado a otras cosas. Pío Baroja, que pasó su niñez en Pamplona, hablaba de la «cleromilitarina» que pasaba por nuestras venas. Y el propio Iribarren, en el prólogo de su diccionario de escritores navarros, ironizaba diciendo que en Navarra siempre ha habido más escritores que lectores; lo que disuadía de la novela a los potenciales hombres de letras.

Entre los navarros de aquella época, ¡qué narices!, también entre los de ahora, abundan —la cita es del propio Iribarren— «los contratistas de obras, los solterones acomodados, las madres superioras y los respetables cabezas de familia con el porvenir resuelto». Se nos ha dado mucho mejor inspirar novelas que escribirlas. El dato más escalofriante pero que mejor puede transmitir mi sorpresa al descubrir a este novelista lo anotó Rafael García Serrano: «esta tierra ha dado 389 escritores en toda la historia… y 40.000 voluntarios en apenas una mañana para el golpe de Estado que inició la guerra de 1936».

Así que, si tenía un paisano que se entregó en cuerpo y alma a la literatura, mi misión de periodista, como poco, era descubrir parte de ese cuerpo y llegar al fondo de esa alma. Fui leyendo en orden cronológico los libros de Iribarren. A partir de ahí, comencé a cruzar las reflexiones que nacían de esos títulos con sus vivencias.

La familia Iribarren Santesteban es un milagro porque ha conservado el legado de su padre con un mimo extraordinario. Recuerdo perfectamente el día en que visité por primera vez la casa donde vivió don Manuel hasta su muerte. Los papeles viejos, crujientes y amarillos. La biblioteca, su correspondencia, una novela inédita —El miedo al mañana— hasta que fue rescatada por la editorial Almuzara, y un montón de obras de teatro todavía hoy pendientes de llevarse a escena.

Iribarren fue sofisticado hasta el extremo. Un «francotirador de las letras», le decían. Guardaba los mecanoscritos originales, las anotaciones de la censura y las reseñas que de sus obras aparecían en prensa. Escribía a lápiz, luego con tinta y finalmente a máquina. Ocho horas todos los días, como un funcionario. «A veces le salían tres cuartillas y a veces veinticuatro», contó en una entrevista.

Pero empecemos por el principio. Manuel Iribarren Paternáin llegó con el siglo XX a la calle Estafeta. Su padre fue integrista —el adjetivo es de sus amigos— y la madre también debió de ser muy religiosa. Recuerdo unos sonetos que le escribió a su muerte y que decían: «Por ti pude yo ser santo o asceta, pero humilde y humano en el intento, por ti soy soñador y soy poeta». En eso, en la religiosidad, Iribarren sí fue un navarro prototípico. Por cierto, su poesía, que él mismo antologó al final de su vida, también continúa inédita.

En aquella época, solía contarse este chiste en Pamplona:

—¡Viva el rey!

—¿Qué rey? ¿Don Juan o don Carlos?

—Calla, coño, ¡eso ya nos lo dirá el cura!

Eso éramos los navarros. Y eso era, en cierto modo, Iribarren.

Lo que más sorprende de este autor es que se formara «independientemente en los libros y en la vida» —decían las solapas de sus títulos—. Hablando en plata: autodidacta. Educación ele mental y para de contar. Un niño enamorado de la literatura, la historia y la poesía hasta el punto de convertirse, él solo y a la luz de un candil, en un verdadero intelectual. Porque, aparte de sus novelas, su poesía y su teatro, están sus ensayos, que son de gran hondura. Cito Los grandes hombres ante la muerte y Pequeños hombres ante la vida: investigaciones financiadas por la Fundación Juan March que relatan la relación con la muerte de Sócrates, Julio César y compañía; además de la relación con la vida de los asaltacaminos y villanos más seductores. Recuerdo cuando leí Los grandes hombres… Pensé que sucumbiría, pero es un ensayo fascinante por el tema y el modo en que se aborda. En este capítulo también conviene mencionar su biografía sobre El príncipe de Viana, que publicó la mítica colección Austral y que le valió grandes elogios de Gregorio Marañón y Jacinto Benavente. Iribarren jamás ocultó su ausencia de estudios. Es más: presumió de ella. ¡Con lo fácil que hubiera sido, sin inter net, haberse inventado un par de carreras!

Entonces, igual que hoy, los escritores no solo necesitaban de talento para prosperar, sino también de una importante red de alianzas que les permitiera publicar con grandes editoriales y darse a conocer. Por eso, Iribarren se fue a Madrid.

Llegó a la ciudad recomendado por dos padrinos importan tes: Valentín Gayarre, prohombre del Partido Liberal y sobrino del mítico tenor Julián Gayarre; y Víctor Pradera, estrella del carlismo. El trágico final de Pradera, además de algunos sucesos vividos en el Madrid republicano, determinaron la conducta de Iribarren a partir de 1936, cuando sintió la guerra como suya y quiso ganarla con disparos de palabras.

Víctor Pradera, un anciano de 64 años, estaba en San Sebastián cuando le advirtieron: «Cruza a Francia o te matarán». No quiso cruzar porque su hija estaba a punto de dar a luz. Cuando las tropas del general Mola estaban ya tomando la ciudad, Pradera fue fusilado en el cementerio junto a otros presos. Pero luego hablaremos de la guerra.

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Autor: Manuel Iribarren. Título: Las paredes ven. Editorial: Berenice. Venta: Todostuslibros

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