No me he dado cuenta hoy. Llevo viéndolo desde hace unas semanas. En el reflejo del reflejo. Cuando cree que no lo veo. Vive en el espejo. O puede que sea yo quien lo haga.
Son atisbos, movimientos imperceptibles si me apoyo en el lavabo y acerco la cara al cristal del espejo. Me miro como quien desafía a su oponente en el salvaje Oeste. Con el ceño fruncido, la ceja levantada y el labio torcido en un rictus poco amistoso. Cuando lo hago, me veo ridículo. Siento el absurdo de esa acción. Pero esa sensación de sentirse observado por alguien que no eres tú pero que está ahí delante, plantado con tu misma cara, tus arrugas, tus labios y tu nariz, tus imperfecciones, es tan convincente. E irreal. Entonces veo el temblor en el párpado que no percibo en mí mismo, la ligerísima elevación en la comisura del labio, la vena palpitante en la sien derecha, que es su izquierda, y pienso que no estoy errado, que no estoy loco, que en verdad hay un doppelgänger viviendo en aquella dimensión alternativa, haciendo lo que yo —pero a la inversa— y relacionándose con otros invertidos, dobles a su vez de los de aquí. Un mundo paralelo que, quizá, espera la ocasión para dar el cambiazo y colarse entre nosotros. Creo que ya lo han hecho.
Cada vez hay más teorías de la conspiración, más artículos y publicaciones que hablan de reptilianos, infiltrados, famosos que no han muerto y siguen entre nosotros y otros que sí lo han hecho y han sido sustituidos por personas de asombroso parecido. Entre los primeros están Elvis y Michael Jackson. De los segundos me viene a la cabeza Paul McCartney. Las malas lenguas dicen que murió en pleno auge de The Beatles. Los rumores hablan de lo inconveniente que hubiera sido comunicar la muerte del miembro de una banda tan emergente, con tanto futuro por delante. El presagio de lo que vendría era poderoso. Todos sabemos en qué derivó aquel fenómenos de masas. Dicen que el bajista no murió, sino que fue reemplazado. Y lejos de lo que creía hace unos años, siquiera unos meses, ahora pienso que hay una pequeña posibilidad de que eso sea cierto. Ahora lo sé. Imagino a Paul mirando su reflejo en el espejo de cualquier hotel, en el de los camerinos durante la gira mundial, en el de los lavabos de cualquier pub, en el de su casa de Liverpool. Imagino el instante en el que sus dedos se tocaron a través de la superficie fría. Y ¡plop! Un día era diestro y, al siguiente, zurdo. Una mañana guiñaba el ojo izquierdo a sus fans y por la tarde no era capaz de hacerlo sino con el derecho. E imagino también el aspecto más inquietante de todo eso: las marcas de nacimiento que nadie, excepto él, su familia más allegada y sus amigos más íntimos conocían. Esas debían encontrarse en el lado opuesto del habitual. Nadie habló nunca para confirmarlo ni tampoco para desmentirlo. Ni siquiera su madre.
Lo que más me escama —por encima de todas las cosas— es que hay quienes saben más de lo que dicen. Los mismos que, en un doble estudiado juego, se ríen de los conspiranoicos amparados en la firme creencia de que nadie, absolutamente nadie, va a creer sus patrañas, que nadie en sus cabales se tragará sus teorías «sin sentido». Y los llaman charlatanes apelando a una lógica que ellos mismos han vestido de coherencia para no desmantelar su circo mediático. No sé si lo de McCartney es cierto o no —y tampoco me importa—, pero lo que sí es cierto es lo que yo he experimentado cuando veo el reflejo del reflejo. Cuando la imagen del espejo se proyecta en otra superficie reflectante y puedo ver mi espalda. En Madrid, durante nuestra visita al museo interactivo, pasamos por un pasillo que era todo espejos. Podía verme hasta el infinito. Desde diferentes ángulos. También a mi mujer y a mi hija. En ellas no advertí esa presencia. Sin embargo… Ese fue el momento en el que fui consciente de todo. Lo que hasta entonces únicamente había sido una extrañeza de mi percepción, una rara alteración de mi sentidos, cobraba realidad ante mis ojos. Fue como cuando se te eriza el vello de la nuca al percibir que alguien te está observando. Algo así. Me vi. A mi otro yo. Sus —mis— movimientos no seguían mi voluntad al otro lado del espejo. Fue un segundo o menos. Una fracción. Un retardo minúsculo. No obstante, ahí estaba. Mi reflejo, el habitante de esa dimensión duplicada e invertida, me había guiñado un ojo y me había sonreído mientras movía los dedos de la misma mano que yo cerraba, al mismo tiempo, en un puño. Puede que ese sea su modus operandi: provocando el desconcierto, alejándonos de los anclajes de la cordura hasta que perdemos pie y nos hundimos en la locura. Quizá es el modo en que consiguen que te sumerjas en su mundo y los liberes, cediéndoles con cierta sumisión y voluntad, el paso a nuestra realidad sobre una alfombra roja que nosotros mismos extendemos ante ellos. Sí. Vía libre hacia una existencia —la nuestra— que, por alguna razón que ignoro, ansían más que cualquier otra cosa.
Y así estoy, que no sé si aquí es allí o viceversa. Preguntándome si soy yo el que habita en el espejo o, por el contrario, el que deambula por la realidad, dudando a este punto si en verdad hay alguna diferencia entre ambos mundos o, si en cualquier caso, importa. Si aquellos que antes me saludaban con una mano y ahora lo hacen con la otra son quienes eran o ya han sido abducidos e intercambiados. Si eso de que los gustos evolucionan no es más que una excusa para encubrir sus acciones y su verdadera naturaleza. Quizá ellos, los extraños que viven entre nosotros, también procedan de los espejos y estos no sean sino puertas que se abren en ambas direcciones. Son demasiadas dudas. Últimamente, si me doy la vuelta junto al espejo, siento la yema de unos dedos acariciando suavemente la curvatura de mi nuca, presionando levemente el hombro. Cuando me vuelvo, sigo estando allí. Y, por un instante, percibo en sus ojos el reflejo de un alma profunda que no es la mía. No, ese no soy yo. Los espejos no existen, solo los abismos.


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