La noche resuena con las risas de esa gente extraña. Los vecinos que trabajaban hasta altas horas en sus sótanos haciendo quién sabe qué ya no están. Desaparecieron sin más. No más sonrisas Pan-Am ni brazos agitados de forma mecánica ni miradas inquietantes ni encuentros imposibles en dos lugares al mismo tiempo. Pero están las risas. Eso es nuevo. Provienen de las casas de alrededor, hogares reconvertidos en Airbnb donde los vecinos rara vez son dos días los mismos. Tenemos que cerrar ventanas y soportar los escalofríos de esa gente que viene y se acomoda a nuestro lado, que nos observa sin estar presentes y cuyo aspecto apenas tenemos la oportunidad de admirar. Para nosotros, solamente son voces guturales o chillonas, como sus carcajadas. Como si soportaran la insistencia de una flema o intentaran alcanzar una de esas frecuencias solamente audibles para ciertos animales. De hecho, he visto que los gatos se acercan con sigilo a esas puertas y no tardan en salir huyendo con el rabo entre las piernas. Perla y Bella —y los perros de todo el vecindario, dicho sea de paso— están alteradas y ladran sin parar: a la ventana del salón, a la puerta de entrada, al techo. No quieren salir a la terraza y no es rara la vez que dan un salto y se esconden en su modesto refugio canino. Son las risas, insisto. Es por ellas que nadie duerme ya y las mañanas están pobladas de ojeras y bostezos, de caminares pesados y rostros taciturnos, lúgubres, eternamente cansados.
Hacía años que no lo veía. Durante nuestra juventud habíamos pasado horas encerrados en su búnker. Aún recuerdo mi primera impresión al ver todo aquel despliegue informático, las tres pantallas en uve y la resolución de mi amigo moviéndose por ellas, usando programas que yo no sabía ni que existían. Entonces no había redes sociales e internet estaba en pañales, pero él era capaz de localizar la ubicación exacta de cualquier IP en unos segundos con un error de precisión de tres metros o menos. Una pasada. Recurrí a él porque necesitaba sus talentos para mi investigación. Necesitaba saber qué estaba pasando en el barrio. Como era de esperar, después de dos décadas, se había actualizado.
Después de las preguntas de cortesía para ponernos al día, entré a saco y le dije lo que me estaba robando el sueño. Él —al menos en aquel otro tiempo de juventud— también había sido amigo de la superstición y lo paranormal, así que, mientras le contaba todo, no me interrumpió; se limitó a asentir —muy serio—, acariciar el hoyuelo de su lampiña barbilla y entrecerrar los ojos cada poco. Al término de mi exposición, sonrió. «Ya veo, ¿brujas, eh?», me dijo. «¿Sabes que aquí hay un aquelarre?», me preguntó. Yo le dije que sí, que algo había oído, pero que estaba claro que él sabía mucho más que yo. Le dije lo de mis perras y las carcajadas que rompían el silencio nocturno, lo de las pesadillas que estaban empezando a atormentarnos a todos y la sinrazón de nuestro malestar y ausencia de energía repentina. «Estoy seguro de que es por esas risas diabólicas que atraviesan el sosiego del día y apuñalan la noche», comenté con un ramalazo poético totalmente inesperado. «Joder, macho, desde que te dedicas a juntar letras, hablas más raro de lo normal», bromeó. Quizá tenía razón. Me pidió que lo acompañara a su casa, saludamos a su familia y nos metimos en un cuartucho cuatro veces más pequeño que su antiguo búnker, un cuchitril lleno de trastos y cajas de cartón cerradas con cinta americana. Sobre una mesita descascarillada descansaba un ordenador viejo y una única pantalla de no más de veintiuna pulgadas. Se sentó sobre un taburete y me invitó a sentarme a su lado sobre una caja de herramientas.
«¿Sabes algo de la Deep Web?», me preguntó. «Ahí hay de todo. Si alguien en tu barrio está manejando algún asunto oscuro, seguro que está allí». Y, efectivamente, lo estaba. Aún estoy asimilándolo, lo de la red de alquileres en negro bajo el lema de «peregrini ad mundum». Una búsqueda rápida en la red me lanzó una traducción del latín aún más inquietante: «extraños en el mundo». Joseph cerró la sesión y me echó de su casa alegando que tenía cosas que hacer. Nunca lo he visto tan pálido ni nervioso. «Tío, no me llames más para estas mierdas», me dijo. Así, sin venir a cuento. Antes de salir de esa internet profunda me dio tiempo a leer algunas valoraciones y comentarios. Había fotos. Y lo que aparecía en ellas… No hay pesadilla que equipare ese horror.
No sé si el resto de vecinos se huele algo de lo que se cuece en esas casas de alquiler. Yo no le he contado nada a Evan. No ha hecho falta; sabe que algo me preocupa y ha visto que soy más sobreprotector que de costumbre. Le he pedido por favor que, a partir de cierta hora, cerremos a cal y canto por si hay «turistas». Me planteó llamar a mis amigos para advertirles; este no es el único vecindario ocupado por monstruos. Sé que no. Creo que eso es lo que vio Joseph. Él no escucha risas. Después de esa visita a la Deep Web se dio cuenta de que lo que él escucha es mucho peor. Muchísimo más. Aquí, sin embargo, la noche resuena con las risas de esa gente extraña.


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