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Un homenaje al rey del terror

Un homenaje al rey del terror

Mi equipo está empezando a quedarse obsoleto; necesita una actualización urgente. Hoy, sin ir más lejos, a medida que escribía el primer borrador de mi nueva novela, las palabras iban desapareciendo. Bueno, no exactamente. Se iban borrando. No era un dedo invisible ni la broma insidiosa de un poltergeist pulsando la tecla de borrado. «Es la maldita obsolescencia programada que viene a reivindicar lo suyo», pensé. Como también pensé que, si no podía contra mi enemigo, lo mejor era hacer una pausa y tomarme un café. El microondas me devolvió la taza con la leche hirviendo, burbujeante, y apenas pude sujetarla por el asa con un trapo. La cafetera aguó el café. Todo apuntaba a que no era mi día. La razón perfecta para abandonar el cobijo de mi cueva y salir a que me diera el sol. Tomé mi cuaderno de notas y un par de bolígrafos —uno azul y otro negro— y monté en el coche. Hizo amago de arrancar, petardeó —algo que nunca ha hecho—, se volvió loco el cuadro de mandos y, luego, se ahogó con un suspiro amortiguado. ¿Qué estaba pasando?

Estoy muy optimista estos días, así que me dije que aquella era una muy buena excusa para caminar un poco, así que  di un beso a mis chicas y tomé rumbo al Café Moi con la intención de sentarme tranquilamente en una de las mesas más apartadas y ponerme a escribir a la vieja usanza; como cuando me encogía en un rincón de clase y llenaba páginas enteras de una escritura abigarrada de estilo pobre que pretendía ser un conato de novela. Había poco tráfico. Ninguno, a decir verdad. Ni un coche en la carretera. Las luces de la farmacia parpadeaban; el rótulo, uno de esos en los que aparecen frases publicitarias y mensajes programables, rezaba obscenidades e insultos. Por lo demás, todo estaba cerrado. En el bar de al lado no oí movimiento y miré mi reloj por si acaso era demasiado tarde o, por el contrario, demasiado temprano. No fui capaz de adivinar la hora: la esfera estaba ennegrecida con aquella tinta electrónica que solía marcar los dígitos. Un pitido en el móvil me recordó que también podía ver la hora allí. Pero ¡qué más daba! No era importante: el aviso sería publicidad o la notificación de alguna red social. Si empezaba a distraerme con tonterías, acabaría la mañana procrastinando, así que obvie el sonido. Incluso cuando no dejó de sonar durante más de treinta segundos seguidos. Arrepentido y sometido por la presión del silencio, terminé por claudicar por temor a que se tratase de una emergencia y rescaté el aparato de mi bandolera. Intenté desbloquear la pantalla. Primero con la huella. Luego con el patrón. No pude. Al cabo, apareció una mano con el dedo corazón levantado haciendo una peineta. ¿Qué broma era aquella? Luego empezó a llamar a mis contactos de forma indiscriminada. Conseguí apagarlo a duras penas.

"Al entrar, todos se volvieron hacia mí, me chistaron y me hicieron señas con las manos para que me agachase"

Cuando llegué al Café Moi, azorado por la situación, vi media docena de comensales parapetados bajo las mesas y a Paco, con su cabeza de Pulpo de tentáculos retorcidos, agachado junto a la barra cubriéndose la cabeza con la bandeja de metal. Lola estaba tejiendo una tela de araña a las puertas de los servicios para protegerse. Al entrar, todos se volvieron hacia mí, me chistaron y me hicieron señas con las manos para que me agachase. Desconcertado, me quedé allí quieto, bloqueado y sin saber muy bien qué estaba pasando. Lo entendí de la peor manera posible. La máquina tragaperras me lanzó una moneda con tanta fuerza que me abrió una pequeña brecha en la frente. Aquello sirvió para sacarme de mi trance y que me lanzara al suelo como un auténtico boina verde. Avancé con los codos hasta la mesa más próxima, la que estaba cerca de la barra y de Paco y le pregunté en voz baja que qué mierdas estaba pasando allí. Antes de que pudiera contestar, un chorro de café hirviendo salió disparado hacia nosotros. Paco retiró un tentáculo con la punta humeante y yo sentí el escozor de la quemadura en el dorso de mi mano. La bandeja y la superficie de la mesa nos habían salvado de acabar con la cara en carne viva. Las luces titilaron como en una feria y la música, normalmente en un hilo de fondo casi inexistente, comenzó a subir de volumen hasta superar los decibelios permitidos y aconsejables hasta cotas bastante dolorosas para nuestros oídos. Uno de los clientes salió corriendo hasta la puerta con éxito. Su acompañante le siguió y una ráfaga de monedas lo tumbó cerca de la puerta de entrada. El compañero tiró de sus manos y lo ayudó a salir. Por suerte, no fue demasiado grave. Poco después, los vi corriendo delante de una barredora por la calle principal.

"Llegué a casa con el estómago en la garganta y el corazón traqueteando como el motor de combustión de un coche viejo"

A riesgo de recibir un nuevo chorro de café hirviendo, se me ocurrió tumbar la mesa para usarla como escudo. Fue una buena idea. Los demás me secundaron y pronto conseguimos construir una barrera que nos franqueó el paso hasta la calle, Paco y Lola incluidos. Nadie sabía qué pasaba. «Los aparatos, las máquinas… se han vuelto locos», dijo Lola con aquella voz tan melosa. En la huida perdí mi bolso y todo lo que había dentro. Sin embargo, no lo pensé. En lo que sí pensé fue en regresar a casa y advertir a mi familia. Corrí con todas mis ganas. No tardé ni cinco minutos en recorrer el kilómetro que apenas separaba el Café Moi de mi hogar. Mi mejor marca en años. Por el camino vi que la gente salía en bata a la calle. Un chico corría perseguido por un dron. Una mujer hacía aspavientos mientras intentaba arrancarse del pelo el tubo de la aspiradora que no dejaba de succionar. Un anciano en shock apareció en calzoncillos y camiseta de tirantes con las manos y la cara ensangrentadas y una maquinilla de afeitar que apenas podía dominar.

Los coches, como si fueran todos una réplica de Christine, encendían y apagaban las luces a mi paso, rebotaban sobre sus amortiguadores y hacían sonar sus cláxones en un intento —muy efectivo, por cierto— de intimidación. Llegué a casa con el estómago en la garganta y el corazón traqueteando como el motor de combustión de un coche viejo. Cerré la puerta tras de mí y apoyé la espalda. Mi mujer y mi hija estaban en el salón, en posición de ataque, con cara de susto y preparadas para salir corriendo si era necesario. Ellas también habían sufrido los estragos de aquella locura. Vi el cadáver de un móvil humeante en el suelo. «Hemos bajado el general del cuadro de luces», me dijo Evan. «No se me ocurrió otra cosa». Asentí y las abracé. Se oyeron gritos fuera. Y el estrépito de los vehículos estrellándose contra muros y fachadas. «¿Sabes qué pasa?», me preguntó mi mujer. Negué al tiempo que pensaba en el día que era. Entonces entendí que aquello no era sino un homenaje al rey del terror, al de Maine, en el día de su cumpleaños. El escritor que, después de todo, había lanzado una profecía mal entendida a través de un filme que incluso él desearía no haber creado.

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