Inicio > Series y películas > Malditos, heterodoxos y alucinados > El Fellini de las ensoñaciones y los nostálgicos onirismos

El Fellini de las ensoñaciones y los nostálgicos onirismos

El Fellini de las ensoñaciones y los nostálgicos onirismos

Aunque el neorrealismo fue breve —sus principales cultivadores ya lo habían abandonado a comienzos de los años 50—, la impronta neorrealista estigmatizó al cine italiano hasta bien entrados los años 60. De hecho, en Ermanno Olmi y Pier Paolo Pasolini todavía hay algo que nos recuerda a esa pantalla trasalpina de la inmediata posguerra. Es probable que, además de por el aplauso internacional obtenido por el neorrealismo, el apego a él del cine italiano posterior tuviera mucho que ver con que la siguiente generación de realizadores se hubiesen iniciado en el cine como guionistas de los neorrealistas y, en lugar de romper con él, como suele ser frecuente entre las escuelas artísticas y literarias respecto a sus predecesoras, hiciesen la transición desde dentro del neorrealismo mismo. A este respecto, el caso de Federico Fellini (Rímini, 1920 – Roma, 1993) es la mejor verbigracia.

La primera vocación del futuro cineasta, la que le llevó a Roma en 1939, fue la de dibujante. Atrás quedaba ese Fellini uniformado con la camisa negra de los jóvenes fascistas, que el realizador vistió en su juventud, como habría de recordar en Amarcord (1973), una de sus obras maestras, cuyo título, en cierto argot, quiere decir algo así como “mis recuerdos”. Tras ese pasado común a todos los neorrealistas crecidos a la sombra del Duce —que en modo alguno cabe reprocharle—, colabora con Rossellini en la redacción de los guiones de Roma, ciudad abierta, Paisà y Francisco, juglar de Dios (1950).

"La Strada fue la película que dio a conocer internacionalmente a Fellini y pasó por ser una propuesta neorrealista. Aun concediendo que lo fuera, su neorrealismo distaba mucho del de La terra trema, o el de Arroz amargo"

Definido por la crítica más lúcida como el cineasta de la Democracia Cristiana por excelencia, en su segundo largometraje como realizador —El jeque blanco (1952)— viene a dejar constancia de su pasión por la Ciudad Eterna y de su catolicismo, no en vano su propuesta gira en torno al viaje a Roma de un matrimonio de recién casados. Él, Ivan Cavalli (Leopoldo Trieste), merced a sus relaciones con la jerarquía eclesiástica, quiere ver al Pontífice; ella, Wanda Caballi (Brunella Bovo), a Fernando Rivoli (Alberto Sordi), el héroe de las fotonovelas que animan sus días. Aunque Wanda está a punto de abandonar a su marido para ir con su paladín, acaba por volver junto a su esposo.

A la postre, su amor es tan pío como el de Fausto Moretti (Franco Fabrizi), el protagonista de Los inútiles (1953), que acaba por querer a Sandra (Eleonora Ruffo), aunque se ha casado con ella obligado por su padre tras dejarla encinta. Su sentimiento no difiere mucho del que inspira al forzudo Zampanò (Anthony Quinn), el protagonista de La strada (1954), Gelsomina (Giulietta Masina). Gelsomina es una pobre infeliz que le ha sido regalada al malote por sus padres, con la garantía de que no come mucho, para que le ayude en su espectáculo ambulante. En un principio, Zampanò la tiraniza. Cuando comprende que la ingenua ternura de su compañera le está ablandando, la abandona. Tiempo después, al cabo de los años y de miles de curvas en la carretera, al escuchar a una mujer tarareando la misma melodía que Gelsomina interpretaba con su trompeta —melodía que dio la vuelta al mundo como un encanto más de esta emotiva obra maestra—, Zampanò añora a su antigua compañera. Ya es demasiado tarde: Gelsomina ha muerto.

"Lo primero que sorprende al visitante que descubre la Via Veneto, habiendo visto antes el retrato de esta arteria romana que hiciera Fellini en La dolce vita, es su tamaño"

La Strada fue la película que dio a conocer internacionalmente a Fellini y pasó por ser una propuesta neorrealista. Aun concediendo que lo fuera, su neorrealismo distaba mucho del de La terra trema (Luchino Visconti, 1948), o el de Arroz amargo (Guiseppe de Santis, 1949), el neorrealismo de inspiración comunista. Muy probablemente, cuando la iglesia decía que el neorrealismo lindaba con la blasfemia, lo hacía porque el antifascismo —y eso es lo que en verdad era la pantalla neorrealista— se consideraba un sinónimo del comunismo. Por lo demás, el neorrealismo de Fellini, como la sociedad italiana misma, se antoja más tendente a la Democracia Cristiana que a la exaltación antifascista de la inmediata posguerra. De ahí que Cabiria, la protagonista de Las noches de Cabiria (1957), encarnada con su habitual acierto por Giulietta Masina, sea una prostituta que reza a la virgen y, una vez robada, engañada y abandonada por ese novio que la despoja de sus ahorros después de haberla hecho creer que se iba a casar con ella, comprende que es mejor vivir que suicidarse.

Ese punto de inflexión entre el Fellini neorrealista y el evocador, el de los onirismos nostálgicos, que reproducía con idéntica insistencia tanto el mar como el paisaje de su Rímini natal en Cinecittà —la ciudad del cine—, lo marca Fellini, Ocho y medio (8½) (1963), una primera —y brillante— reflexión sobre sí mismo y sobre su actividad como cineasta. Pero en La Dolce Vita (1960) ya hay detalles que anuncian a ese Fellini de imágenes tan poderosas como personales: “El verdadero realista es el visionario”, defendía el maestro.

"Tal vez sea Fellini el realizador más estrechamente ligado a una ciudad de toda la historia del cine. A fe mía, esto le honra una y mil veces porque la ciudad es el mayor invento de la humanidad"

Lo primero que sorprende al visitante que descubre la Via Veneto, habiendo visto antes el retrato de esta arteria romana que hiciera Fellini en La dolce vita, es su tamaño. Y no deja de ser tan curioso como significativo que al hollarla por primera vez se antoje pequeña. La parte de los bares de los notables, donde Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) y Paparazzo (Walter Santesso) realizaban su trabajo, es la más próxima a Villa Borghese, unos cientos de metros antes de la primera curva y la cuesta. A buen seguro que esta observación no es compartida por los romanos, quienes probablemente considerarán que la Via Veneto es una calle grande. Hay una explicación para que quien ha sido espectador de Fellini antes que paseante por Roma tenga una apreciación diferente del tamaño: el cineasta la engrandece, la magnifica, tanto fotográfica como ideológicamente. O, por mejor decir, magnificarla fotográficamente es una forma de idealizarla. Rodada por Otello Martelli —el primer operador de Fellini— con grandes angulares, para obtener con ello la profundidad de campo precisa para dejar constancia de todo el trasiego que anima las terrazas, la Via Veneto se nos presenta como algo que no es en realidad: una gran avenida, casi tan grande como los Campos Elíseos parisinos. Es por lo tanto una fantasía inmensa, como lo será ese océano reproducido en Cinecittà por el que navega el barco de Casanova (1976) o el trasatlántico de Y la nave va (1983).

Pero quedémonos en tierra, cuando se empezaban a atisbar las visiones de nuestro cineasta. Tal vez sea Fellini el realizador más estrechamente ligado a una ciudad (Roma) de toda la historia del cine. A fe mía, esto le honra una y mil veces porque la ciudad es el mayor invento de la humanidad, y ahora el ruralismo retrógrado de nuevo acecha. Consta en los anales la secuencia de apertura de La Dolce Vita, que fue precisamente aquella por la que la cinta estuvo prohibida en España hasta su estreno, ya en la Transición. Un helicóptero traslada un Cristo por el cielo romano, lo que da pie al cineasta a brindarnos una soberbia panorámica desde las alturas de la urbe. Mucho se ha escrito del célebre baño de Anita Ekberg en la fontana de Trevi, también en La dolce vita. Bien es verdad que aquí la percepción de los tamaños es igual para el espectador que para el turista. Martelli no precisa recurrir a objetivos angulares. El esplendor de Anita compite con el de Neptuno y sus dos tritones.

"Sí señor, Fellini abandonó el neorrealismo de inspiración demócrata cristiana en La dolce vita. A partir de entonces, la materia prima de su cine fueron su memoria y sus ensoñaciones"

A decir verdad, Federico Fellini magnificó Roma desde que, siendo un niño en su Rímini natal, su maestro le llevó a verla por primera vez junto a sus compañeros de clase. Antes de cruzar el Rubicón, el mentor les hizo repetir la célebre frase de Julio César: Alea jacta est —la suerte está echada— con la que el general, contraviniendo la orden del Senado, abandonó la Galia Cisalpina en la que estaba confinado para marchar hacia Roma. Al pequeño Federico el Rubicón le pareció poco más que un arroyuelo. Pero al cruzarlo marchó hacia la capital de Italia imbuido del mismo ímpetu que llevó a César a la de Roma. Si el soldado, traspasado el Rubicón, puso en marcha el Imperio Romano, el cineasta inauguró la primera referencia de su mitología personal. Al menos así lo cuenta él mismo en Roma (1972), el espléndido tributo que dedicó a la Ciudad Eterna. En sus secuencias nos lleva desde esas catacumbas, que se están horadando para un nuevo tramo del metro —dejando al descubierto los frescos de una antigua villa que se desvanecen ante nuestros ojos—, hasta los alegres hippies tumbados al sol de la Plaza de España. El recorrido nocturno de los motoristas, que pone punto final a la cinta, es un auténtico descubrimiento de la arquitectura romana entre las sombras.

Sí señor, Fellini abandonó el neorrealismo de inspiración demócrata cristiana en La dolce vita. A partir de entonces, la materia prima de su cine fueron su memoria y sus ensoñaciones.

Considerando que La ciudad de las mujeres, el sueño de Snàporaz (Marcello Mastroianni), fue estrenada en 1980 y que ya presagia en sus secuencias ese feminismo de nuestros días, más dogmático que humanista, que excluye al sexo masculino de la sociedad que proyecta, incluso puede decirse que el maestro de Rímini, además de un soñador nostálgico, fue un visionario con tino. En las secuencias del onirismo de Snàporaz —no en vano incorporado por Mastroianni, su alter ego en pantalla desde que interpretó por primera vez al cineasta que lo estaba dirigiendo en Fellini ocho y medio (8½)—, tras quedarse dormido en un rutinario trayecto en ferrocarril —como esos trenes que el sanchismo se empeña en que siempre lleguen tarde y mal a Madrid— se ve caminando hacia un hotel donde se celebra una asamblea de esas alegres —o furibundas— comadres de lo público que, en la España de nuestros días, imponen su ley.

"La ciudad de las mujeres, que en su momento no fue una obra maestra, ha ganado con los años, que han hecho de ella una cinta premonitoria"

Pero el maestro era un hombre bueno y, por tanto, conciliador. Es otra mujer —no alzada contra el sexo opuesto— la que ayuda a Snàporaz a huir de ese pequeño infierno al que le ha llevado el sueño —donde ya se escuchan voces que hablan de la castración universal del macho— y es en esa huida cuando le es dado a nuestro hombre, que parece ser el último sobre la tierra, esa fantástica montaña rusa por la que vuelve a ver a todas aquellas que le inspiraron en su pasado.

El maestro, que se escapó de casa a los ocho años para correr tras un circo, y en otra ocasión fue a ver a Mussolini por acompañar a una joven fascista que le tenía fascinado —en la idea de que la muchacha, traspuesta con la oratoria del Duce le dejase hacer—, convierte esa secuencia de la montaña rusa en uno de sus espectáculos circenses. El score no es de Nino Rota —el músico más frecuente de Fellini había muerto unos meses antes—, pero la partitura de Luis Bacalov —autor de la banda sonora de Django (Sergio Corbucci, 1966) y Django desencadenado (Quentin Tarantino, 2012)— sabe estar a la altura de las circunstancias.

La ciudad de las mujeres, que en su momento no fue una obra maestra, ha ganado con los años, que han hecho de ella una cinta premonitoria. Aquella fabulosa montaña rusa en la que le es dado a Snàporaz —tras pedírselo a Donatella (Donatella Damiani)— la visión de todas las chicas y mujeres que entraron y salieron de su vida —magnetizándole en el ínterin—, es una de las secuencias más conmovedoras a las que ha asistido mi menda. Seguro que hoy es machismo puro y duro. Tan seguro como que Paparazzo, el fotógrafo que roba instantáneas a los notables en La dolce vita, dio nombre a los paparazzi, la palabra que designa este empleo.

4.7/5 (23 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios